Tomás Abraham

La matanza negada


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si lo terminaré; tampoco sé si es un bodrio mal escrito, monótono hasta la médula, otro cuento de los judíos sufrientes.

      En una serie, No ortodoxa (Unortodox), que comencé a ver en Netflix (tiempos de coronavirus; escribo esto en plena cuarentena por el coronavirus), una jovencita judía que vive en Brooklyn se escapa del despotismo fundamentalista al que su familia y su esposo la tenían condenada y llega a Berlín, en donde descubre el mundo profano de un grupo de jóvenes entre quienes hay una israelí.

      Todos bromean sobre los lugares en que se conmemoran acontecimientos de la Segunda Guerra. Ella se conmueve, se espanta y les dice que sus abuelos fueron matados por los nazis en la Segunda Guerra. La joven y lozana israelí la mira con sorna y le dice: “Familiares muertos tenemos la mitad de los israelíes, pero decidimos dejar de lamentarnos por el pasado y crear el futuro”.

      Hay muchos que no vuelven sobre aquellos años por distintas razones, pero no es mi caso: he decidido volver de donde vine, a Rumania.

      En realidad, mi propósito no era ese. Ni se me había ocurrido tener el más mínimo contacto con Rumania ni con los rumanos. No era rumano, menos que ahora, que lo soy un poco. El azar hizo que, por un trámite, necesitara presentar mi partida de nacimiento ante las autoridades argentinas y que la rechazaran por ser inválida (me refiero a la partida de nacimiento). Le faltaba algún sello. Fui por primera vez a la embajada rumana de la calle Arroyo de Buenos Aires, y un empleado me dijo que solo atendía a rumanos y que yo no lo era. Era un desrumanizado, un argentino naturalizado. Problema sin solución. En mi inservible partida, decía que era rumano luterano, supongo porque había cuotas de judíos para ingresar a la Argentina. De rumano luterano a argentino judío sin solución de continuidad.

      Me propuso volver a rumanizarme con clases de rumano, estudio de su historia y geografía, y presentar luego el expediente en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Bucarest para esperar el llamado con la posible nueva certificación de una nueva partida.

      Un psicótico, un empleado psicótico lleno de mala leche. ¿Esperar un llamado? Gracioso. Para que mis padres pudieran salir de Rumania, debían esperar lo que se denominaba la llamada de personas de otro país. Fue gracias a ese llamado de unos primos de mi madre, que hacía unos años habían emigrado a la Argentina, que se pudo salir.

      ¡Salir! Qué palabra. ¡Cuán importante! ¡Y ahora una llamada para entrar! El tipo estaba loco. Aprender un idioma por un sello. Fue por gracia y obra del Divino Señor que, por una nueva embajadora amable, hospitalaria, bastante liberal y amante de la milonga, pude obtener la nueva partida con sello correspondiente y sin confesión religiosa estampada.

      Fue la primera aproximación simpática con lo rumano.

      Pero mi propósito ante un nuevo proyecto de pensamiento y estudio, repito, nada tenía que ver con mi ser judío y, mucho menos, con mi natividad rumana. Sino con mi verdadero país, el que me adoptó y que adopté, la Argentina.

      Ese era, o es, o lo será, no lo sé, mi idea para un nuevo libro.

      Hace tiempo que quiero escribir, estudiar, sobre la Década Infame, la entreguerra en la Argentina. Mi último libro tiene un capítulo sobre biopolítica y las corrientes migratorias de nuestro país desde 1870 hasta 1930, momento del golpe de Estado del general Uriburu.

      Comienza la Década Infame. Siempre se la llamó de ese modo; solo algunas voces intentaron neutralizar un poco tal denostativo. Infame porque se inicia la serie de golpes de Estado que se sucedieron más de medio siglo. Porque se proscribió al primer movimiento de masas nacional y popular de la Argentina, porque se llevó a cabo un pacto con Gran Bretaña sobre el comercio de las carnes, que se consideró espurio y una muestra patente de coloniaje, por la corrupción manifiesta en variados rubros, desde los frigoríficos a los transportes, por los continuos fraudes en elecciones prefabricadas con mayorías silenciadas, etc.

      Una infamia.

      Pero no solo infamia; además, cambios estructurales, procesos de transformación, modernización, planificación desde una nueva burocracia eficiente, una dirigencia capaz de innovar, buen manejo de la crisis del 29, industrialización acelerada, urbanización y abundante producción cultural.

      Lo que hace que la infamia venga con cola y que haya recibido la adhesión de personalidades como Di Tomasso, Lisandro de la Torre, Natalio Botana, Saavedra Lamas, entre otros, que creyeron en un país que podía lograr el difícil algoritmo de proscripción política y progreso económico, hasta que se olvidara el irigoyenismo.

      Tulio Halperín Donghi llamó a este proceso la República imposible.

      Lo que me interesaba especialmente era lo que el citado historiador despreciaba. Me refiero a lo producido por un grupo de intelectuales ocupados por lo que me preocupaba: la identidad nacional.

      La inmigración hacia la Argentina entre 1870 y 1920 fue un aluvión de proporciones gigantescas. Así se la llamó, la Argentina aluvional. No solo produjo una explosión económica que la convirtió en el granero del mundo, sino que, además, fue objeto y sujeto de una mutación cultural. El país fue dado vuelta en cuanto a costumbres y lengua, y, en sus principales ciudades, la población mayoritaria era extranjera.

      Ya en los años treinta, los hijos de aquella corriente migratoria eran argentinos, pero lo eran de un país nuevo y de un régimen político que, por primera vez, había integrado a las mayorías al primer ensayo electoral democrático.

      El Gobierno radical de 1916 a 1930 tuvo todo tipo de vicisitudes. Conflictos, huelgas, represión, intervenciones en las provincias coexistieron con un proceso transformador que le permitió incluir a las masas en el nuevo protagonismo político.

      Se inauguró así el país de la clase media. Pero sectores conservadores, que, hasta ese momento, se adueñaban de la principal riqueza conformada por los granos y la propiedad de la tierra, no se sentían representados por lo que llamaban la chusma y no estaban dispuestos a dejar que la conducción del país estuviera en manos de analfabetos sin raigambre nacional.

      Además, esta avanzada de italianos y de españoles, de franceses, de alemanes, de rusos, de sirios, de ingleses y de judíos deformaba los valores heredados de los hijos de la colonia. La tradición hispánica y católica había sido desplazada por las ínfulas de un modernismo positivista que creía en el progreso, en el laicismo y en una integración a un mundo imperial dominado por Gran Bretaña.

      Lo curioso es que, una vez integrada la corriente inmigratoria a la realidad nacional, se alzan las voces de la revancha, la de quienes quieren recuperar los valores patrióticos adulterados por una decisión de abrir el país a cualquiera y sin restricciones, y de entregar la nación a quienes solo les había motivado la codicia de enriquecerse en una tierra generosa que no ponía freno alguno al despojo de sus riquezas y valores.

      La experiencia democrática que sustituyó el voto restringido por el ampliado se decía que era un fracaso absoluto. Corrupción, ineficiencia, burocracia, un civismo perezoso en manos de una dirigencia anacrónica sin energía ofreció los argumentos para que una corriente en la que se combinaban intereses oligárquicos, nostalgias coloniales, valores marciales y la decisión de poner orden en aquel caos político infiltrado por bandas anarquistas disolventes produjo el primer golpe de Estado por una camada de militares atentos a las experiencias de Italia y de Alemania.

      Nuestro país estaba atento al envión transoceánico de una Europa que, después de la primera contienda mundial, ya tenía diez años de fascismo, los antecedentes de Primo de Rivera en España y de Antonio de Oliveira Salazar en Portugal, y era testigo de los primeros pasos agigantados del nacionalsocialismo alemán.

      Pero la historia no vuelve atrás. La búsqueda de un modelo alternativo a la democracia parlamentaria era un callejón sin salida. Un corporativismo sin doctrina, un sueño aristocrático hasta ridículo en manos de clubes de oficiales castizos con la voluntad de depurar el país de una supuesta cultura plebeya se encontró con el obstáculo de que el país soñado por los llamados padres fundadores y por quienes constituyeron el Estado argentino no era una realidad de papel, sino bien sólida, a pesar de ser porosa.

      La