hayan esperado un tiempo antes de decidirse a ser padres. Se casaron en el 43, jóvenes: diecinueve años, mi madre; veintidós, mi padre. Nunca me hablaron de su juventud, poco y nada de su infancia, pocas fotos conservaron.
Pensé escribir un libro con el título de Autobiografía de mis padres; quizá sea este.
En realidad, vine el 13 de octubre de 1948, de ninguna parte, claro, de Rumania, pero me hablaban en húngaro. Y, entre ellos, se hablaban en alemán, a veces. Nunca escuché una palabra en rumano.
Volví medio siglo después, con ellos, y comencé a ser judío, no del todo, pero bastante. Quince años después, volví una segunda vez, esta vez solo, y me volví más judío. Hubo una tercera para confirmarme en mi judaísmo.
Hubo un cambio. Escribí que, en Rumania, soy judío, pero ahora también en la Argentina. De otro modo, porque es mi país, con el que nos adoptamos. Soy argentino por adopción mutua.
Soy rumano, además, ¡qué sorpresa! No sabía que lo era. A los dieciocho años, renuncié sin saberlo a mi rumanidad por el mero hecho de no volver a Rumania, un país que me lo presentaban como una cárcel, no quería se repatriado para hacer el servicio militar. Fui un apátrida unos cuatro años. Desde ese momento, me convertí en ciudadano argentino. “Naturalizado” dice el documento; para mi lectura, es adoptado.
Mi pasaporte azul de “Especial para extranjeros” que me identificaba en mi estadía de estudiante en Francia trocó por el argentino.
Me rumanicé cuando me pregunté por la razón que hizo que mis padres se salvaran del exterminio. Para averiguar el destino de vida de mis padres judíos en el país en el que mataron a más de trescientos cincuenta mil, era inevitable rumanizarme, aunque fuera un poco. Ellos nunca me hablaron del tema. Nunca escuché la palabra sobreviviente en mi casa ni tampoco refugiado; eran inmigrantes.
Timisoara pertenece a la región del Banato, suroeste de Rumania. Abarca partes de Serbia. Mataron a unos cientos de miles de judíos en Rumania, pero no en el Banato. En Hungría, asesinaron a unos cuatrocientos mil, etc.
Creo que lo mejor que puede hacerse cuando se habla de la Shoah es escribir etc. Datos abundan, cifras, la contabilidad; el big data de un genocidio es incalificable, innombrable y, agregaría, no cuantificable.
Las discusiones sobre cantidades son perversas y obscenas, salvo que respondan para denunciar a difamadores y negacionistas.
Mi lengua materna es el húngaro. Así se dice, materna. El lugar de nacimiento lo llaman patria, paterno. Por padre, soy rumano de ascendencia de los sajones alemanes; por madre, húngaro, de ascendencia eslava, o algo así, pero, en realidad, por los dos, soy judío.
Desaprendí el húngaro; hoy apenas lo hablo y lo entiendo poco. Hay quienes me dijeron que, por haber nacido en Timisoara, era húngaro. Me lo repitieron otros naturalizados argentinos nacidos en mi misma ciudad. No lo acepto ni lo acepté. Para convencerme, me dijeron que los rumanos eran unos boludos que comían polenta (comida nacional rumana, la mamaliga, polenta con queso y crema).
Hay timisoarenses y transilvanos que prefieren ser húngaros porque es más distinguido. Exhiben su racismo altanero, que oculta su complejo de inferioridad frente a la Viena de los austríacos, esas cosas imperiales del mundo de ayer, como evocaba el escritor austríaco Stefan Zweig. El Banato era parte del Imperio austrohúngaro. Timisoara está a quinientos kilómetros de Budapest.
La familia Abraham de Transilvania, la de mi padre, que nació en Sighisoara, hermosa aldea de la que también es originario el empalador Vlad Tepes, alias Drácula —el Mickey Mouse de los rumanos—, parientes de los que nunca me habló porque creo que ni los conocía ni probablemente tampoco se interesara por ellos, fueron enviados a los campos de exterminio de Polonia por el Ejército húngaro. Eso lo supe cuando me judaicé por segunda o tercera vez; lo averigüé por mi lado.
Eran del pequeño pueblo de Hida (en húngaro, Hidalmas), de la región de Salaj, a cuarenta kilómetros de Cluj (en húngaro, Kolosvar), capital de Transilvania. Se los llevaron los primeros días de junio de 1944.
Los poquísimos Abraham que conocí en vida nunca me hablaron de los muchos Abraham sin vida.
De parte materna, la abuela de mi madre fue capturada por los nazis que invadieron un pueblo, creo que Pátina, cerca de Novi Sad, hoy Serbia. Nadie nunca me habló de ella; no sé su nombre, quizá porque fue repudiada por mi bisabuelo al enterarse de que le fue infiel.
Soy judío en Rumania; en Francia, durante mis estudios, era apátrida; en la Argentina, soy argentino, supongo.
El adoptado supone que es tan hijo de sus padres como otro natural; lo supone. Esta incertidumbre, aunque sea mínima, quizá sea otro residuo temporal de la famosa elegía del judío errante. Pensar que Emil Cioran, filósofo rumano afrancesado, dice con humor ser un goy errante.
Si hoy viajo al extranjero y me preguntan qué soy, digo argentino, menos en Rumania y en Hungría; ahí digo que soy judío.
Ser, nacer, adoptar. Soy porque sí. Ni por esencia, ni por mis padres, ni por la Biblia. Soy el que soy, como Dios. Absolutamente. No me defino como Hombre; no lo soy. Es de Perogrullo o una tontería sostener que no soy un perro, es vacuo, pero ser judío no lo es. Es una plenitud fisurada.
Para un judío religioso, u ortodoxo, no soy judío ni cristiano; no soy nada, o algo como la nada, esta vez sí como una especie de perro. El ortodoxo me mira con asco, ni siquiera soy goy; soy un renegado, un judío que se aborrece a sí mismo.
Lo lamento, no lo pienso así; ni los nazis lo pensaban así. Y los nazis no es que tuvieran razón, en el sentido kantiano del término, pero les fue bien. Nos pusieron el nombre de judío en nombre del Hombre. Del Ario. Concretaron en una solución que llamaron final un proceso de un par de siglos de odio al judío. Con ciencia e industria, la era de la técnica (Heidegger).
Para un israelí, un sabra, soy algo menos aún que un perro; no soy más que un judío quejoso, complaciente con su incomodidad, un llorón consuetudinario que sigue hablando de la Shoah y que no tiene el coraje de ir a vivir a Israel, el hogar que solucionó el eterno problema de la diáspora.
¿Para Dios, seré judío?
Dios, para los judíos, se llama Jehová. En realidad, no tiene nombre; se compone de un par de consonantes sin vocales. Se lo representa con una serie de hipóstasis, como Hashem o Adonai, que lo nombran sin mancharlo o marcarlo. No se lo ve; no se lo nombra; no se lo representa. Y es severo. Un juez. Un censor. No ama; ordena.
En ese sentido, no soy del todo judío. No me gusta que me aten, que me hagan callar o que me obliguen a decir. Opero como un mal rezador, al menos, hasta este momento; la plegaria tradicional no es lo mío.
Aunque he rezado, pero una oración doméstica, de fabricación casera, es un ese o ese, un pedido de socorro, una ayudita, en ocasiones, desesperado, un ruego, a veces, discreto, para no abusar del Supuesto Poder. Nada eclesiástico ni protocolar.
El otro dios, Cristo, no es un mesías. Tienen razón los judíos, pero no por lo que creen. No es cierto que sea un delegado; está en la cima, nada hay por encima de su reinado; no se enoja ni castiga, ama, esa es su plusvalía. No es una madre ni un padre; es un Hijo que nos ama. Extraordinario hallazgo porque todos somos hijos; podemos no ser padres ni madres, pero todos somos hijos.
Formidable invento este del gran hijo que ama a todos los hijos: somos hijos del hijo. Y el dios cristiano, un supuesto e inexistente abuelo, tierno y protector, como todos los abuelos, es invisible, como Jehová. La más plástica y figurativa de las religiones, el catolicismo, no tiene imagen para el Padre de Cristo. Porque no existe. Cuando se intenta representarlo, se lo muestra como un luchador retirado de un Titanes en el ring celestial.
El dios cristiano no es otro que Jesús, es la verdad. El hijo no tiene padre; tiene Madre, Virgen, que lo amamanta y consuela.
Otro gran invento, una derivada del amor del Hijo, es la compasión. Compadecemos como criaturas a quien