y la inquisición (¿Nietzsche?).
Pero soy bastante judío porque hay una larga historia del judío rebelde, del que dice que no, el que se pelea con Dios, con los ángeles, como Jacob, hasta del judío bribón, el que se hace pasar por otro, el que engaña.
Debido a la existencia de estos transgresores, los judíos decidieron excomulgar a otros judíos. Por ahora, no me tocó la tarjeta roja del rabinato oficial. Además, ya no se expulsa a nadie desde que David Ben Gurión perdonó a Baruch Spinoza.
Podemos decir “No” siendo judíos.
Soy judío por la mía. Este asunto del judío solitario no es bien visto por mis correligionarios. Me dicen que no hay judío sin comunidad, sin pueblo. Puede ser cierto. No nací de un huevo judío, pero no me siento parte del grupo, salvo que me insulten y que digan, por ejemplo, judío de mierda. Ahí, sí, me sumo al rebaño.
Otro hallazgo de Emil Cioran, su pésimo texto “Un pueblo de solitarios”, habla de nosotros, como siempre, con un erotismo casi desenfrenado. Nos desea, a veces, la muerte.
Henri Bergson, un filósofo para gusto o disgusto de una variedad de paladares, había decidido convertirse al cristianismo, pero por convicción, no lo hizo ante el avance del nazismo en Francia y, frente a los genocidas, permaneció judío.
Si no hubiera antisemitas, odiadores de judíos, como Cioran, como Mircea Eliade, mis famosos connacionales,
los judíos seríamos menos, no sé cuántos menos, pero no tantos como los pocos que somos (hay cuatrocientos noventa y nueve goys por cada judío en nuestro planeta).
Éramos más. En Polonia, antes de la guerra, tres millones; hoy, tres mil doscientos. En Rumania, casi ochocientos mil; hoy, unos cientos.
Ante esta realidad, la del exterminio casi total, un grupo de judíos decidió crear una patria propia. No confiaron más en el mundo, en nadie que no fuera judío. Tenían pruebas en exceso. Los aliados, los supuestos aliados, los amados aliados, nos salvaron de que la solución fuera efectivamente final. Pero les llevó su tiempo. Miraron para otro lado todos los años en los que nos persiguieron, detuvieron, humillaron y quemaron.
Pusieron cuotas, cupos, justificaciones, apremios, tácticas y estrategias, lo que fuere. Luego sí, Normandía y Stalingrado. Y el “descubrimiento”, hay que ponerlo entre comillas, del fenómeno Auschwitz.
Así fue que los judíos sobrevivientes, refugiados y discriminados, un grupo de ellos, viajaron a Jerusalén, la ciudad del último templo, la residencia ancestral.
No había otro lugar. La posibilidad de Madagascar, que tantos odiadores de judíos imaginaron durante años, ya era anacrónica en el 48. La fantasía de cercenar a Alemania y castigarla para asentar a los que salieron apenas vivos de los campos no le convenía a nadie y menos a los judíos, que era como invitarlos a mudarse a la casa del verdugo y su familia.
Siguiendo la profecía y la visión de Teodoro Herzl, un ilustrado del siglo XIX que llegó a la conclusión de que las ilusiones de ponerle fin a la separación y persecución de los judíos en una humanidad única y universal en la que las diferencias de credo y raza se olvidaran, ese sueño moderno, cosmopolita, escondía una pesadilla.
Y fueron a Palestina, en donde vivían una mayoría de árabes y una minoría de judíos, colonizados por ingleses como antes por los turcos. El resto es conocido, es parte de la actualidad, de un Israel militarizado y de un mundo que ha dejado de ver a los judíos como víctimas y los condena como verdugos.
Hasta hubo quienes los rebautizaron como neonazis que hacían lo mismo que les hicieron, una fiesta para nuevos odiadores al estilo de Saramago, que se regodeaba con el gulag y nos tiraba desde Lanzarote un Auschwitz por la cabeza.
Complicada para un judío no sionista esta historia israelí; hasta es complicada por muchos sionistas dentro y fuera de Israel. Aquellos que arriesgan un Estado binacional y una paz perdurable.
Soy judío y necesito a Israel. Lo hago por egoísmo porque, sin Estado nacional, los judíos estamos a la intemperie a pesar de nuestro amor por el lugar de nacimiento o residencia. Seguimos siendo un cuerpo extraño. Es así, sin espamento, ya no necesitamos ningún espamento; el mundo de hoy no es tan diferente al del ayer. Ni en Rumania ni en la Argentina.
Si se me permite, de esto también trata este libro. Me refiero a ese mundo del ayer que se estira desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta los inicios de la Segunda. El pre-Auschwitz. Con un agregado: quiero leer y releer los pensamientos escritos de quienes sobrevivieron a los campos de extermino, una nueva literatura, una nueva filosofía, una nueva ética. El pos-Auschwitz.
Por eso, también pensé en llamar a este libro Pensamiento judío, porque creo que Primo Levi, Imre Kertész, Victor Frankl, Jean Améry, Elie Wiesel, Irene Némirosky, Etty Hillesum, Milena Jesenská (no judía), Hannah Frank, Paul Steinberg, Simja Sneh y tantísimos otros han contribuido con sus escritos de un modo único e irrepetible al pensamiento filosófico contemporáneo.
Han mantenido la filosofía viva.
Bien, una vez que hice la declaración de mi ser judío, no olvido que nací en Rumania, en la ciudad de Timisoara.
Pero antes, Budapest. Un primer viaje a Budapest con mis padres y mi esposa data de los primeros años de este milenio. La ciudad estaba deteriorada. Su parque botánico, en malas condiciones. La gente, antipática. Miraban con recelo a los turistas. Mi húngaro no daba la talla. Me hablaban como a un adulto y mi hungaridad era infantil. Podía preguntarles dónde estaba el baño, o si hacía frío, o algo por una calle, pero no mucho más. Fuimos a un restaurante en donde nos tocaban tonadas con violines. Nada especial que se pueda contar. La ciudad era fea, no como ahora, embellecida por el neoliberalismo, el dinero de la Merkel y el gas de Putin.
En el año 2017, un nuevo embajador argentino en Hungría me llamó antes de viajar para conocerme, creyendo que era húngaro, y me transmitió su deseo de aprender el idioma. El hombre no sabía que el húngaro no se aprende; al húngaro se lo desaprende. Se nace con él y se lo puede olvidar. No se parece a nada. Es una verdad científica. No pertenece a ningún área linguística. Si escuchan hablar a un finlandés, tiene una tonada parecida. Es un asunto de vocales. Nosotros, los castellanos, hablamos con cinco vocales; los húngaros tienen como dos docenas. Y mejor no hablar del agrupamiento de consonantes; la lengua trabaja a destajo arrinconada al paladar y pegada a los dientes.
El resultado fue que le caí simpático y, una vez en ejercicio, me invitó a un congreso sobre la identidad en una universidad protestante de Budapest.
En el coloquio, había cubanos, croatas, rumanos, brasileños, un argentino, húngaros, gallegos, de todo un poco, todos explicando por qué eran uno y lo mismo desde siempre y para siempre.
Esa cuestión del Origen.
Yo fui con lo mío, que era judío, antes que nada, nacido en Rumania, hablado en húngaro, estudiante en Francia y adoptado en la Argentina. Por ahora, todo en pasivo. Les conté que ser judío en la Argentina no era fácil, pero, en Rumania, había sido imposible y, en Hungría, ni hablar.
Me miraban con asombro, y la directora del simposio, una historiadora de la casa, me interpeló de un modo algo seco. Quería saber si era un judío religioso. Respondí que no. Si éramos un pueblo. Contesté que no sabía, que lo dudaba, más bien, una mezcla de pueblos. Entonces, dijo lo que quería decir: “Entonces, ¿por qué dice ser judío?”. Sonreí; ella no sabía que yo era el que soy, como Jehová. No lo hubiera entendido. Así que lo que se me ocurrió fue decirle lo obvio, que la respuesta la tenían sus connancionales que habían matado a cuatrocientos mil de mi grupo. Lindo viaje aquel de Budapest. Conocí a esa diminuta guerrera de Agnes Heller, que, a los noventa años, vino a mi hotel en tranvía después del ejercicio matinal en el natatorio de su edificio. Dijo que lo más grande del siglo XX en filosofía habían sido Heidegger, Wittgenstein y Foucault. La noté celosa de Hannah Arendt.
Mis anfitriones diplomáticos me llevaron al exótico Museo del Holocausto, cuya comisión directiva costeó parte de mi viaje. Por eso, su director me miraba con desconfianza.