años, en esta misma fecha, el 3 de abril, pero de 2015, cuatro días antes de morir, el día de su cumpleaños, en su casa, acompañado por mi hija, mi esposa y mi nieto, fuimos a saludarlo, y este gigante cansado y con tantas ganas de morir, sin poder hacerlo, me miraba con esa expresión intensa, sabía hablar con los ojos, sin ganas de nada más que de morir. Al aproximarme, porque veía que no tomaba la sopa y cerraba los ojos durmiéndose sobre el plato, tomé la cuchara para acercársela y lograr unos sorbos, le di un papelito para que lo leyera: “94”. Estaba escrito el número de su cumpleaños. Y lo aplaudimos. Lo leyó y me dijo: “Sobran años”.
Estaba viviendo de más. Se agotó. Hombre de energía descomunal, no quería más y lo logró cuatro días después cuando, finalmente, pudo ver a mi madre de vuelta de su prolongada internación por un ACV que la dejó despierta a la vez que inconsciente por otros cinco años. La esperó un largo mes; la besó; lloró junto a ella teniéndola de la mano mientras mi madre lo miraba sin reconocerlo y, un rato después, se fue a su cuarto; se le paró el corazón y recibió la muerte.
Me acerqué al sofá en el que estaba con la boca abierta; le cerré los ojos y le dije: “Por fin, papá”.
Hablamos con mi padre de tantas cosas que tenían que ver con la vida que imagino que Rumania no era parte de esa conversación porque nada vivo había quedado allí.
No quiero decir que este Retorno sea un viaje a la muerte a pesar de los millones de muertos que lo rodean, sino algo así como una averiguación de antecedentes que de nada servirán para diseñar una identidad, o sí, quién lo sabe.
Nací en Timisoara; mi madre también nació en Timisoara. La ciudad, capital del Banato, era una ciudadela turca, un frontón ante cualquier avanzada contra los otomanos, que, como ya lo dijimos, junto con Sofía y Buda, eran las ciudadelas turcas más importantes hasta fines del siglo XVI.
De 1552 a 1716, el Banato fue parte del Imperio otomano. Banato viene de ban, ‘jefe, aquel que preside la administración de una región’. El 13 de octubre de 1716, se izó la bandera blanca en la ciudadela de los turcos. La victoria de los Habsburgo se debió al príncipe Eugenio de Savoy. Sobrino de Luis XIV, nace en París en 1663; tiene vínculos familiares con la Casa de Habsburgo. Leopoldo I, emperador del Sacro Imperio romano-germánico, rey de Hungría y Bohemia, archiduque de Austria, le ordena detener al sultán Mustafá en su marcha hacia Transilvania. La victoria de los Habsburgo en 1697 inicia una contraofensiva, que culmina cuando le encomiendan la conquista de la ciudadela de Timisoara en el Banato.
El historiador Victor Neumann, mi amigo de Timisoara que conocí en mi disertación en Budapest, al que le reproché no prestarle atención a mi colega argentino de Tandil que hablaba en inglés sobre la integración de los inmigrantes en la pampa en los inicios del siglo pasado, es un devoto adherente de los ideales de la Ilustración y encuentra en Eugenio de Savoy a un pionero en la introducción en el Banato de los valores ilustrados.
Encomia su labor a favor de las artes, las ciencias y la arquitectura, y su preocupación por la difusión de las ideas filosóficas del racionalismo europeo. Eugenio cultivó vínculos con los enciclopedistas, con Voltaire, con Rousseau y con Leibniz, y compró varios de sus manuscritos y libros.
El barroco que se ve en algunos barrios de Timisoara se inspira en la remodelación de una ciudad que había sido destruida por la contienda entre turcos y rumanos. A orillas del río Bega, que atraviesa Timisoara, del otro lado de la ribera en donde termina el parque central, se ven las primeras casas de Josephvaros, antiguo nombre húngaro de un barrio, uno de los principales de la ciudad, en la que vivía mi madre y mis abuelos maternos.
Se ven residencias frente al río, algo descuidadas pero aún elegantes, de una piedra oscura y maciza, ventanas con persianas caídas, balcones desiertos, con la mejor ubicación posible frente a las aguas, como si fueran casonas del Tigre a orillas del río Luján. El Bega es un río para regatas, y, en su andén, se instaló una hilera de restaurantes para turistas, en los que se comen ribs y hamburgers.
Neuman me dijo que esa casa de una burguesía aún emparentada con Viena y Budapest había sido comprada después de la caída del comunismo por gitanos. Me sorprendió que los tziganes fueran propietarios por la fama de nómades que los caracteriza, pero el neoliberalismo también es cultural. Convierte en inversionista al más humilde. Nos han acostumbrado a la imagen de gitanos mendigando en las calles de las grandes ciudades europeas. No olvido que, en nuestra ciudad, en la época en que el presidente Carlos Menem inauguraba la Argentina del primer mundo y el canciller Guido Di Tella invitaba a los dolientes de Europa y de Asia a venir a la Argentina del salariazo, igual que en la república conservadora de los tiempos de Roca, con la salvedad de que, en aquella época, el país estaba en la cumbre de su desarrollo histórico y, en los nuevos tiempos de la convertibilidad, bregaba para ponerle freno a la hiperinflación y darles de comer a millones de argentinos empobrecidos, vimos en nuestras calles a gitanos rumanos pidiendo limosna o tocando el acordeón en los semáforos.
A la vuelta de mi casa, una mañana soleada en Palermo, que todavía no se llamaba Soho o Hollywood, en una esquina, estaba sentada en la vereda una gitana con su bebé, con la mano extendida con una lata vacía y un cartón que decía: “Timisoara, Rumania”. Pueden no creerme; no tengo pruebas. También pueden dudar de que vi debutar a Maradona a los quince años en la cancha de Argentinos Juniors en La Paternal un día de 1976, o que tengo un autógrafo de Muhammad Alí firmado en una calle de Tokio, o que estuve conversando con Gorbachov en un salón de Buenos Aires, o que John Wayne me dio la mano en Toledo, o que presenté una revista del Frepaso acompañado por Nilda Garré y Juan Manuel Abal Medina, o que, en el Barrio Latino, en el restaurante Bateau Ivre, Atapahualpa Yupanqui me gritó por qué lo miraba, o que conocí a Copito, el gorila blanco, en un zoológico de Barcelona, o que la joven Jacqueline Bisset me sirviera el café en las mañanas de mi vida de estudiante parisino, o que me crucé y saludé al gran maestro Miguel Najdorf en la calle Corrientes —yo no tengo currículum, como ven; se me conoce, al igual que a Gurdjieff, por el encuentro con hombres notables—, como tampoco me creerá un lector rumano cuando, por milagro, estas líneas escritas por un judío rumano porteño en tiempos de pandemia se lean traducidas en un café de Bucarest. El hecho claro y distinto es que, contemplando a la pobre muchacha, creí revivir aquella otra realidad que veía el brujo Juan de las aventuras de Carlos Castañeda.
Una alucinación, pero las mañanas, en mi caso, son las horas de la mejor vigilia en las que funciona a pleno el principio de realidad. Soy sensible al dolor ajeno, más aún cuando veo a un bebé, ni qué decir cuando se trata de una mujer abandonada en la intersección de Armenia y El Salvador con un bebé rumano de la misma ciudad en que nací en tiempos en que yo también era tan bebé como el que ahora dormía en brazos de su madre.
La invité a mi casa; le preparé algo para comer. No comprendía nada de lo que me decía porque hablaba en rumano. Le contaba que yo también había nacido en su misma ciudad; creo que no me entendía ni lo que decía ni lo que hacía en mi casa ni, me imagino, lo que hacía en la Argentina.
Su esposo estaba en el Gran Buenos Aires, buscaba trabajo, y ella mendigaba en la capital. Después volvía en tren con el bebé. Le di el número de teléfono de la empresa familiar en la que trabajaba en aquellos años, pero no supe nunca nada más de ellos.
Creo que era gitana, una más de las que rondaban por aquella Buenos Aires prometedora. Seguramente, con todo, algo más auspiciosa que Timisoara, ciudad en la que, en el barrio de mi madre, la familia de los Spitzer, ese barrio de la antigua alta burguesía, llamado Josephvaros en húngaro, que, con la rumanización rebautizaron como Josephine, había gitanos ricos que adquirieron esas residencias ribereñas a muy buen precio por estar devaluadas.
Es rara Timisoara, una ciudad que conserva los laureles de su pasado filovienés por haber pertenecido al Imperio, que, desde 1751, estuvo bajo la autoridad directa de la Corte de Viena, para, desde 1779, ser parte del Reino de Hungría.
El lector argentino, que debe de saber tanto de Rumania como de las Galápagos, quizás algo más de las Galápagos, no tiene una idea de que los rumanos no son todos iguales, aunque quizás sí hoy sean iguales porque fueron rumanizados,