revueltas de los campesinos rumanos.
Esto lo dicen fuentes rumanas, como este manual citado en tiempos de Ceaușescu, a lo que agregan que esta invasión se instalará en Transilvania para siempre, al menos, hasta la triunfante política de rumanización seis siglos más tarde.
Al mismo tiempo, zonas aledañas, como Moldavia y Valaquia, núcleo regional que ha de constituir el primer reino de Rumania unida, logran mantener una masa étnica homogénea que, agregan, no pudo ser destruida.
Lamentablemente, en el año 1417, ocurre un hecho que cambiará definitivamente la historia rumana: la Invasión turca… El poder del Imperio otomano regirá en Rumania desde 1417 hasta 1878, cuatrocientos sesenta y un años.
Al trasladarnos a nuestras tierras, en el mismo año en que Rumania se libera de la tutela otomana, en la Argentina, gobierna Nicolás Avellaneda, y, si se mira para atrás la misma cantidad de tiempo en que estuvieron sojuzgados por los turcos, al año 1417, en las pampas, no había un solo blanco ni un caballo ni una vaca y, en el Imperio azteca, el huey Chimalpopoca asumía el poder sin que hubiera visto jamás a un cristiano.
Casi cinco siglos de ocupación no solo dejan marcas en la arquitectura y en la gastronomía, sino en los vientres también. Me refiero al mestizaje. La identidad de la raza pierde su invocada pureza. En una misma familia, hay rubios y morochos, pieles cetrinas y otras blancas. Ojos azules y otros negros. Tres gramos de ashkenazí y dos de sefaradíes. Más aún si se toma en cuenta la hipótesis de la conversión al judaísmo de las tribus kázaras, una etnia turca que, por motivos desconocidos, decidió abrazar la fe mosaica, caso único en la historia.
Mi padre era rubio y pálido de tez, y su hermano de leche, morocho y cetrino.
No solo los judíos pueden haber sido descendientes de los amores entre turcos y lugareños semitas, sino también los rumanos y los húngaros. Hubo tira y afloja entre los principados rumanos y los ocupantes turcos. Los rumanos recuerdan gestas heroicas de resistencia ante la invasión turca. Mircea el Viejo, que gobernó de 1386 a 1418; Iancu de Hunedoara, de 1441 a 1446, y, antes de Esteban el Grande (1457-1504), el único famoso es el invitado a la literatura, al cine y al fabulario universal, me refiero a Vlad Tepes, alias el Empalador, conocido por Drácula (1456-1462).
En este período, que no abarca más que un período presidencial moderno, el conde Drácula fue durísimo con sus adversarios, bastante cruel con los judíos y gran patriota para los rumanos.
El conocido castillo de Drácula no tiene más realidad histórica que la casa de Caperucita Roja. Se decidió bautizar como tal a una especie de gran hostería de estilo tirolés metido dentro de un castillo medieval, propiedad vecina de la ciudad de Bran, en los Cárpatos. Hoy pertenece a un noble austríaco de profesión ingeniero que vive en Nueva York después de que fracasara la venta al magnate ruso propietario del Chelsea, el club de la liga inglesa de futbol.
Una visita al monumento histórico tiene sus singulares atracciones, como la de recorrer una pequeña feria en donde se suceden puestos de venta de productos draculianos, por ejemplo, la botella de vodka con un líquido púrpura, máscaras con una cara furiosa con dos dientes como ajos que le salen de la boca ensangrentada y no mucho más.
Agrego que, en mi primer viaje a Rumania, a la pequeña ciudad transilvana de Sighisoara, en donde nació mi padre, en una de sus empinadas calles, hay una taberna con un biombo en la puerta con una pizarra que dice: “Aquí pernoctó el conde Drácula”. Al ingresar, hay una barra en la que el paseante puede acodarse y empinar una cerveza en el mismo lugar del bebedor nocturno de hematíes.
No fueron los rumanos quienes echaron a los turcos, sino los vieneses. Lo hicieron de a poco. Timisoara, junto con Sofía y Buda, habían sido tres baluartes fundamentales de la presencia turca en Europa Central. En el año 1686, el Imperio de los Habsburgo vence a los turcos en las puertas de Viena, lo que comienza un proceso de retroceso de los otomanos hasta su definitiva expulsión un siglo después.
Transilvania pasa a ser provincia del Imperio de los Habsburgo en 1691. También el Banato se incorpora a la casa imperial en el año 1716. Una vez austrohungarizados, hablemos del lugar en el que nací, la ciudad de Timisoara, en la provincia del Banato.
Vuelvo a recordar, si no lo dije, que esta breve reseña de la historia de Rumania tiene que ver con una pregunta inicial que motiva este texto, que es la de saber la extraña razón por la que mis padres se salvaron de ser enviados a un campo de exterminio y hacia dónde me condujo esta pregunta personal, el panorama que me abrió respecto de lo que sucedió en mi país natural con la comunidad judía, qué es lo que hizo posible la Shoah rumana, la pregunta de por qué se la llama un casi genocidio, los alcances de este casi, quiénes contribuyeron y cómo a que el tradicional encono a la comunidad judía se convirtiera en un odio inhumano, el motivo por el cual los rumanos no quieren abordar el tema, ni los húngaros tampoco, ni hablar de los polacos, tampoco los rusos y, a veces, ni los judíos.
Como no lo hicieron mis padres, como no lo hizo mi padre de la ciudad de Sighisoara, que ni sabía en dónde estaba enterrado su padre, que desconocía la suerte que habían corrido sus familiares del pueblo de Hida en Transilvania, que nunca quiso hablar del pasado dando a entender que había sido un malentendido aclarado por el viaje a la Argentina que selló el fin de la historia, y lo señalo hoy, 3 de abril de 2020, en plena cuarentena por el coronavirus, el día del cumpleaños noventa y nueve de mi padre, Francisco Eugenio Abraham, fallecido hace cinco años, con el que, a pesar de tener una relación tan cercana, de tanto acompañamiento hasta el final, nunca pudimos hablar del pasado que tanto nos preocupaba y ocupaba nuestro presente y un futuro que parecía no tener fin.
Dije que no sabía en dónde estaba enterrado su padre, de nombre Lázaro, y fue solo por mi instancia en recorrer Sighisoara para saber quién había sido mi abuelo que, gracias al único judío sobreviviente de Auschwitz que vivía en la zona, pude encontrar en la sinagoga que, alguna vez, ya describí en toda su belleza y tristeza, en uno de los cuadernos de tapa de cuero que había en un escritorio del desván, que estaban pegadas unas páginas amarillas escritas en letra gótica con los nombres de los sepultados en el cementerio judío de Sighisoara.
Leí el nombre de mi abuelo. Fui al cementerio en un punto alto del pueblo al final de un camino. Era un terreno baldío, con un portón enrejado caído y varios monolitos dispersos, irreconocibles en su mayoría al estar cubiertos por el moho.
Busqué una espátula, acompañado por mi mujer, y comenzamos a raspar una tumba tras otra para poder descifrar con mi hebreo básico el apellido de mi abuelo.
Lo encontré y fui a buscar a mi padre que, con mi madre, estaban en un hotel en las afueras de la ciudad. Entré como una tromba y sin respirar le grité: “¡Encontré a tu papá!”. Mi padre no recordaba nada, o, si se acordaba, lo había olvidado, de su padre fallecido por un cáncer cuando tenía unos siete u ocho años. Mi abuelo era un hombre joven cuando murió.
Su madre viuda jamás habló de él. Mi padre, con sus hermanos, contaban que la madre debió enfrentar la vida sola y sin dinero, agobiada por deudas de su marido que había querido abrir un restaurante en Bucarest convertido en cenizas después de un incendio.
Es todo lo que supe de este abuelo que no solo condenó a la miseria a toda una familia, sino que, habiendo enviudado cuando conoció a mi abuela Berta, le ocultó que tenía un hijo de un anterior matrimonio.
No tengo idea de por qué este hecho causó tal escándalo. Vaya uno a saber las dimensiones que puede llegar a tener un hijo escondido y un restaurante quemado para que los pertenecientes a las generaciones futuras jamás escuchemos mencionarlo ni tener foto alguna ni nada y, menos aún, enterarnos de que su familia, los Abraham, fueron llevados a campos de exterminio en junio de 1944.
Nadie de mi familia jamás me contó que había varios Abraham en Transilvania. Quizá esta haya sido la razón por la que mi padre, al escuchar que había encontrado a su papá, me miró extrañado y me preguntó si había pasado algún percance al verme tan agitado.
En fin, lo agarré del brazo, lo llevé al cementerio y le presenté a su padre. Miró el monolito; no dijo nada; rodeó la piedra