Jorge Melgarejo

Afganistán


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      En el segundo intento Abdul Haq tomó mayores precauciones. Falsificó algunos documentos e incluso aprendí algunas palabras en farsi, lengua que la mayor parte de los policías desconoce. Mi acompañante femenina, «privilegiada» con el rostro cubierto por un burka, se protegía tras las milenarias tradiciones. La policía no tiene autorización para hablar con ninguna mujer. Acomodados en un destartalado camión que el comandante llenó de hombres, mujeres y niños, emprendimos nuevamente el viaje. En cada puesto de la policía, los ocupantes del camión hablaban al unísono y apresuradamente con los oficiales para desviar la atención. Cuando abandonamos el vehículo, comenzó verdaderamente la odisea.

      En un pico montañoso observamos un destacamento del ejército afgano-soviético y era necesario eludirlo.

      Al coronar la cima de una empinada montaña, la provincia de Nangarhar se extendía a nuestros pies; ya estábamos en Afganistán.

      El impresionante paisaje iba transformándose, y el encuentro con las primeras filas de refugiados en condiciones lamentables, huyendo del horror de la guerra nos producía honda tristeza y sensación de impotencia al mismo tiempo: heridos que escalaban montañas esquivando los bombardeos y las minas. Un éxodo bíblico en las últimas décadas del siglo.

      III

      Como si una extraña maldición hubiera caído sobre ellos, decenas de pueblos dejaban ver sus infraestructuras semiderruidas, escombros y agujeros producidos por las bombas que arrojaban los aviones soviéticos. El paisaje, visto desde la colina, siempre daba la impresión de ser un espejismo y penetrar en él era caer en las entrañas mismas de la desolación; los sobrevivientes intentaban llegar a Pakistán, pero muchos de ellos perecían en el intento.

      Refugiados huyendo.

      Pueblos bombardeados.

      Transporte de herido.

      La marcha continuó durante horas por terrenos montañosos y a veces desérticos, acompañados de un enemigo natural: el sol. Desde una colina observamos un cuartel soviético y algunos tanques a su alrededor. Nos dividimos en grupos de tres para atravesar el espacio que se dominaba desde el cuartel, con el temor de que en cualquier momento algunos de los tanques salieran en nuestra persecución. Si ello ocurría, nuestras posibilidades de salvación serían nulas, porque no había un rincón dónde esconderse y los fusiles poco o nada podían contra los tanques. Aun así, los muyahidines insistían en proporcionarnos armas que, lógicamente, rechazamos. Después de la penosa caminata y al final de una calurosa tarde, llegamos a la primera aldea habitada y todos nos dedicamos a la prioritaria tarea de beber.

      En sucesivas visitas a otras tantas aldeas, comprobaría que los campesinos lograban autoabastecerse. El maíz constituía la base de todos los cultivos y era utilizado de forma constante principalmente para la fabricación del dowday (una tortilla de harina de maíz que, amasada con agua, hace las veces de pan). En las zonas con abundancia de agua se veían plantaciones de arroz. El azúcar era algo muy preciado y en algunas aldeas el siempre apetecible té se acompañaba de algunos caramelos. El cultivo de los campos era rudimentario, con aperos fabricados por los propios campesinos.

      Las comidas, debido a la escasez ocasionada por la guerra, no era muy variadas y se acompañaban de yogur, huevos, dowday, en algunas ocasiones carne de oveja, abundantes y fuertes salsas de cebollas picantes y excepcionalmente tomates; esto en el mejor de los casos. En las regiones destruidas por los bombardeos, la alimentación era algo casi imposible y apenas la constancia y el gran apego por la tierra impedían que sus escasos moradores abandonaran la zona. En ciertas aldeas, una pequeña tienda proveía con muchas dificultades de pilas, jabón o aceite, entre otras cosas. Los campesinos vendían o intercambiaban cabras y escasas vacas en otras aldeas, pero nunca acudían a las grandes ciudades, sobre todo los más jóvenes, por temor a ser detenidos y alistados en el ejército. Todas las aldeas eran consideradas «rebeldes» y convertidas en blanco de la aviación soviética.

      El agua era aprovechada de forma inteligente para consumo y regadío, los afganos desde siempre se han caracterizado por su habilidad para lograr una buena conducción del agua. Los habitantes de las aldeas fueron empujados a vivir en la más absoluta ignorancia y se habituaron a su pobreza, aunque sin resignarse.

      Ninguna aldea tenía electricidad y los niños paseaban sus cabras con los pies descalzos. La medicina y la escolaridad eran impartidas en su totalidad por los propios muyahidines y por los mulás (religiosos).

      El índice de mortalidad producida por enfermedades no destacaba si se comparaba con los cientos de miles de personas que perecían como consecuencia directa o indirecta de los bombardeos, aunque debido a la pobreza, los brotes de malaria, tuberculosis o disentería eran difíciles de combatir y en la mayoría de los casos con resultados fatales. A pesar del enorme esfuerzo de los muyahidines, innumerables aldeas fueron abandonadas porque sus pobladores no lograban resistir ni sobrevivir a los bombardeos ni al incendio de sus cosechas; utensilios o juguetes repletos de explosivos eran trampas mortales diseminadas por las montañas y los campos. Los objetos eran arrojados desde los helicópteros y sólo explosionaban al contacto de algo vital, cálido. Las toy mine —«minas juguetes» o «bombas mariposa»— denominadas así por su aspecto, atraían a los necesitados y curiosos pequeños pastores, cumplían así su objetivo: amedrentar y aterrorizar a la población civil para que abandonara sus tierras y de esa manera cortar los suministros a la guerrilla.

      Mina mariposa.

      Nuestra llegada a cualquier aldea era motivo de regocijo para sus habitantes y por supuesto para nosotros. Los bombardeos y los sacrificios de sobrellevar una época tan difícil no les privaba de su tradicional y exquisita hospitalidad, aunque los temidos helicópteros MI 24 les obligaran diariamente a esconderse en las montañas, en los refugios que ellos mismos habían construido. En muchas ocasiones y durante las incursiones de los tanques, estos refugios fueron descubiertos y atacados con bombas que contenían productos químicos; unos minutos después, los soldados, equipados con máscaras antigases entraban y sacaban los cadáveres, en su mayoría de mujeres, ancianos y niños que, buscando en un agujero la seguridad de un futuro, encontraban con crueldad una muerte indescriptible.

      Cuevas para refugiarse durante los bombardeos.

      Máscara utilizada por las fuerzas soviéticas tras arrojar productos químicos.

      Los disparos de morteros o el aterrador ruido producido por las bombas de fragmentación se convertían en algo rutinario. El penetrante zumbido de los aviones indicaba necesariamente el instante de huir hacia los refugios, a veces con intervalos de media hora; el final de la tarde marcaba el regreso e indefectiblemente también el necesario recuento de víctimas, en su gran mayoría civiles.

      Al beber el agua de los charcos y de los ríos frecuentados por animales produjo el temido efecto: la disentería comenzó a castigarme y los desplazamientos los realizaba con mayores dificultades. El comandante Kare Momen, jefe de nuestra expedición y también del área donde nos encontrábamos, fue reuniendo a algunos de sus hombres instalados en las diferentes bases de las montañas y anunció que el momento de entrar en acción estaba cerca. Nos enseñó orgulloso las armas pesadas que durante las noches fueron sacando de sus escondites y trasladándolas a lugares cercanos a los objetivos a atacar.

      Sin embargo, algo inesperado hizo cambiar los planes. Los soviéticos detectaron la presencia de periodistas. La falta de tiempo para huir a zonas más seguras, y mi precaria condición