la fiebre y la diarrea, descansamos alrededor de tres horas en una pequeña aldea.
Cerca de las cuatro de la mañana, el comandante me despertó de una forma discreta y me preguntó si estaba en condiciones de montar a caballo. Retumbaba el característico e infernal ruido de los tanques y nos indicaba que estaban muy cerca. Niños, ancianos y mujeres con sus hijos en brazos iniciaban una dramática huida que con las primeras luces del día pintaba unas imágenes difíciles de olvidar.
El comandante, con veinticinco de sus hombres, comenzó los preparativos de una emboscada con la que intentar retrasar el movimiento de los tanques. Envalentonado por mi momentánea mejoría, intenté convencer al comandante para quedarme y fotografiar la emboscada, aprovechando las primeras luces del día.
«Veinticinco hombres no son suficientes para detener a una columna de tanques y es probable que nos maten a todos. Tengo órdenes estrictas de que salgan vivos de Afganistán», dijo el comandante mientras me ayudaba a montar el caballo disponible en el que emprendimos la huida.
Antes de que amaneciera totalmente debíamos estar lejos del alcance de los tanques y, sobre todo, haber encontrado un refugio en las montañas previo a la inminente llegada de los helicópteros. Si esto no pasaba, podíamos encontrarnos entre dos fuegos: el de los tanques que nos impedirían regresar y los helicópteros que nos cortarían la huida. Por fortuna, logramos llegar a las montañas, y los ocupantes de los tanques se conformaron con la destrucción de la aldea en la que dos mujeres rezagadas murieron como consecuencia del bombardeo.
Recibimos un mensaje del comandante en el que nos informaba que todo había pasado, regresamos a la aldea y nos alegramos de encontrarle con vida. Después de un merecido descanso, nos hizo partícipe de sus planes para atacar el cuartel soviético instalado en torno a la aldea de Hisar Shai.
Tras una caminata ininterrumpida de trece horas y próximos al cuartel, el comandante dividió a sus hombres en dos columnas, rodeó sigilosamente el acuartelamiento y él mismo realizó el primer disparo de bazuca, violando así la norma de atacar sólo por las noches para evitar los helicópteros y con el único fin de que pudiéramos fotografiar el ataque, lo que constituía una de nuestras metas. Pasadas dos horas del feroz combate y bajo una lluvia de proyectiles que aún lanzaban los defensores del cuartel, el comandante me informó de que gran parte del mismo había sido destruido y que con toda seguridad un importante número de sus trescientos ocupantes ya habrían perecido y en consecuencia nos invitaba formalmente a presenciar la entrada en el sitio. Como había oscurecido y ya no podría fotografiar más, y barajando los riesgos pues aún llegaban desde el otro lado gran cantidad de bombas y proyectiles, consideré que el sacrificio no tenía sentido, desistí y el comandante organizó la retirada, dejando la toma del objetivo para otros grupos que, como venía ocurriendo desde el comienzo de la guerra, la noche siguiente intentarían otro ataque sobre ése y sobre la mayoría de los cuarteles de la zona.
Durante la larga marcha iniciada para alejarnos del área, pensaba en que los defensores del cuartel nunca sabrían que la presencia de unos periodistas les habría dado una extraña oportunidad de salvar la vida.
Un promedio de veinte kilómetros a pie por terrenos llanos y otros montañosos nos llevaba a muy diversos puntos de la geografía de Nangahar, por entonces repleta de guarniciones soviéticas y bajo la permanente observación de los aviones Antonov, una especie de pájaro con hélice que fotografiaba incansablemente la región y, sobre todo, detectaba los movimientos humanos. El Antonov recogía los datos y los enviaba de forma inmediata por lo que tan sólo unos minutos después aparecían los Mig 21 y «peinaban» la zona con bombas de fragmentación y napalm. La presencia de occidentales en los pequeños pueblos despertaba la curiosidad de los habitantes del entorno. Por ignorancia y por algunas otras razones que aún hoy desconozco, indefectiblemente nos tomaban por médicos y siempre terminábamos repartiendo algunas medicinas.
El regreso hacia la frontera, tan penoso como la venida, tendría un final más digno de la ficción que de la realidad. Después de 24 días volvimos a recorrer el mismo camino bajo el continuo bombardeo de los aviones. Nos mezclados con los refugiados que huían y compartimos con ellos lo incompartible: desde una miserable galleta hasta unas raquíticas uvas, pero ante todo el esfuerzo de poder escalar juntos las abruptas montañas y pasar al otro lado en busca de un sitio seguro.
Una vez coronado el pico de la última gran montaña que separa a los dos países, y medianamente protegidos, pudimos observar la llegada de los helicópteros MI 24 cuyos pilotos, no conformes con la destrucción de las aldeas, ametrallaron las filas de refugiados, lanzando sobre ellos la ira, los intereses y la crueldad salvaje e innecesaria. Cientos de cadáveres quedaron a escasos metros de la deseada libertad; un ejército de mujeres, niños, ancianos y heridos había sido derrotado una vez más y pasaban a engrosar las estadísticas y los números que por rutinarios ya a nadie interesaban.
Hasta la salida del área de peligro y antes de afrontar la odisea de atravesar la frontera, utilizando para ello todo tipo de triquiñuelas, incluso acostándonos en una cama en compañía de un herido (tenía perforada la cabeza de un disparo), no nos dimos cuenta de la buena suerte que nos había acompañado. Primero, por haber tenido la posibilidad de vivir una gran experiencia y segundo, poder relatarla.
Una vez cruzada la frontera recibimos el jubiloso abrazo de quienes nos habían facilitado su apoyo para realizar nuestro trabajo.
—Algún día vendréis a Kabul os gustará —dijo el comandante mientras nos despedíamos.
Acomodamos nuestros tesoros en forma de apuntes y de películas y nos relajamos pensando en la remota posibilidad de realizar algún día un viaje por Afganistán sin el peligro de tropezar con una mina o de recibir una bomba en nuestras cabezas, pero sobre todo sin la macabra visión de niños mutilados.
Herido con un tiro en la cabeza.
IV
Afganistán, según un censo estimativo anterior a la invasión soviética, poblado por algo más de 16 millones de habitantes, se convirtió con la invasión en un país completamente diferente. Tuvieron lugar grandes disturbios sociales; el continuo desplazamiento de la población creó enormes desequilibrios y como resultado de los mismos surgió una nueva sociedad sufrida, empobrecida y temerosa, rodeada de grandes incertidumbres.
Con una economía basada primordialmente en la agricultura y cuyo desarrollo depende de los principios del islam, chocó frontalmente con los decretos y leyes promulgados por el régimen comunista, y si bien es cierto que los intentos de reforma no pasaron de las periferias de las grandes ciudades, éstos repercutieron en la economía y en la vida cotidiana de todo el país.
Un afgano de cualquier capa social es muy respetuoso de sus costumbres y tradiciones, y completamente opuesto a cualquier fórmula de innovación. El honor puede considerarse su mayor tesoro y los códigos de conducta son muy acentuados: pashtunwali, que engloba y señala las tres reglas a seguir: malawastia, nanawatey y badal, preceptos que garantizan el respeto al honor haciendo especial hincapié en la hospitalidad, asilo y la protección de la familia y de todos aquellos que se cobijan bajo su techo; la venganza y la justicia no son ajenas a dichas reglas. El régimen, que desde sus comienzos no contó con el apoyo del campesinado porque omitía los códigos de conducta, sin embargo se vio protegido en las grandes ciudades; en las grandes urbes era fácil llevar a cabo controles y ejercer la represión sobre los ciudadanos. Pero al no contar con la principal riqueza del país, la agricultura, la economía se fue resquebrajando hasta depender exclusivamente de los protectores soviéticos. La URSS, para lograr mantener su influencia en la zona y sostener al régimen en el poder, invirtió anualmente 3 mil millones de dólares.
El gobierno, por su parte, trató de extender e imponer a sangre y fuego su política en las áreas rurales y reducir por la fuerza a todos aquellos que pretendieron oponerse a ella. La siniestra prisión de Pul-e-Charqhi se llenó de sospechosos; de ellos, algunos entraron pero nunca lograron salir.
Para la guerra tanto como para la represión se contó con