Jorge Melgarejo

Afganistán


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las diferentes bases instaladas en el territorio, en una confrontación que, según muchos observadores, históricamente estaba perdida.

      En 1984, la muerte de Yuri Andrópov y la llegada al Kremlin de Konstantin Chernenko originó grandes cambios en la estrategia de las fuerzas soviéticas respecto a Afganistán. En esa época comienzan las mayores ofensivas comunistas sobre la guerrilla y la población civil. El ejército soviético incrementó considerablemente sus miembros en la región y se abandonaron secretamente los planes de Andrópov de asesinar a los líderes y comandantes de la guerrilla, centrando el esfuerzo en lo puramente bélico y reforzando al mismo tiempo las acciones del KHAD, servicio secreto afgano y homónimo del KGB, cuyo puesto máximo lo desempeñaba quien en el futuro ocuparía la presidencia de Afganistán, Mohammad Najibulá, el último de la era comunista.

      «Que vienen los rusos», probablemente fue la frase más temida y odiada en todo el tiempo que duró la invasión y, por consiguiente, la guerra, por lo menos esa guerra. Cuando la frase se convertía en realidad, los bombardeos masivos y las vertiginosas huidas corroboraban con creces los temores.

      La propia base de las creencias de la población afgana llevó muchas veces a catalogar el conflicto como una guerra santa.

      La religión ocupa un aspecto fundamental en la vida de los afganos. El intento de cambiar sus costumbres culturales y religiosas fue una de las razones esgrimidas para combatir a sus invasores.

      La religión y el odio visceral hacia los enemigos desempeñaron el principal protagonismo a la hora de valorar las aptitudes y actitudes desarrolladas en el transcurso de la guerra. La religión les dio el coraje y el odio el argumento necesario. La moral, que intentaban elevar, les condujo a los combates convencidos de su éxito y sin el mínimo temor a la muerte, sólo pensando en el golpe que asestarían al enemigo.

      Hasta el más esmirriado de los campesinos aseguraba que lucharía, y sus hijos y los hijos de sus hijos, por generaciones enteras si fuera necesario pero que no permitirían que ningún invasor se perpetuara en el territorio. Y como si sus convicciones no fueran suficientes, se apoyaban en el islam, en sus doctrinas y en la necesidad de vivir libres. Sólo su gran misticismo pudo suplir las armas que no poseían y otorgarles una sorprendente fortaleza. «El Corán contra los tanques», solían repetir convencidos.

       Niño muyahidín en el campamento.

      Armamentos.

      V

      «Nosotros creemos en el progreso, no nos ata el pasado, pero no es nuestra guía y en ese aspecto lo que ocurra a nuestro alrededor no tiene importancia. Esto no será jamás una dictadura religiosa, ya estamos soportando una dictadura, aunque de otro signo, pero suponemos que todas serán iguales. Ya hemos escuchado más de una vez la comparación que intentan hacer entre un pashdaran iraní (guardián de la revolución) y los muyahidines pero son dos cosas diferentes. Nosotros combatimos a un invasor y a un régimen impuesto por ellos. Fundamentalmente es eso. La quema de nuestros libros sagrados y la destrucción de nuestras mezquitas no han hecho más que acentuar nuestro resentimiento hacia el enemigo y aunque ahora Najibulá aparezca en televisión con un Corán en las manos, creemos que ya es demasiado tarde». Estas palabras de un religioso moderado aclaraban en parte la postura de la resistencia e intentaban asegurar el futuro de lo que podría llegar a ser la República Islámica de Afganistán y que de alguna forma chocaban con el fundamentalismo y radicalidad de otros grupos, que ya por convicción religiosa propia o bien por propias venganzas a las afrentas y humillaciones sufridas por la doctrina comunista, preconizaban un férreo y tenaz retroceso que, llegado el caso, cerraría las puertas a cualquier forma de apertura. Años después, con la llegada de los talibanes se confirmaría lo que aparentemente nadie deseaba.

      La población afgana, de muy distintos orígenes, la integran unas veinte etnias, que se dividen a su vez en tribus que pueden incluso no hablar el mismo idioma aun perteneciendo a la misma etnia, y son portadoras de una cultura, unas costumbres y tradiciones bien diferenciadas entre sí si se exceptúa la religión, aunque en ella también pueden hallarse diferencias en lo que respecta a sunitas y chiitas. Por eso la dificultad para llegar a entendimientos y acuerdos a la hora de tomar importantes decisiones. Si a esto se suman las veintiocho provincias, cada una de ellas habitada por diferentes tribus, pueden comprenderse las reservas existentes incluso entre los pobladores de una aldea y sus más inmediatos vecinos de otro villorrio que no dista más de dos kilómetros.

      Incansables viajeros, recorrerán largas distancias para poner en práctica el oficio reconocido y generalizado, el comercio; sus recorridos variarán sólo excepcionalmente si algún acontecimiento los empuja a ello, porque siempre intentarán caminar por las zonas donde la proximidad de un familiar lejano o de miembros de su propia tribu les ofrezcan hospitalidad y alguna seguridad.

      «Nunca habrá una “libanización” de Afganistán, porque nuestros conflictos internos siempre han sido de índole étnica o tribal y no religioso, como ha sucedido desde épocas muy lejanas», aseguraba un político.

      Si se exceptúan alrededor de 100.000 hinduistas, la población afgana es mayoritariamente musulmana; cerca del 95% profesa el rito hanafí de la rama sunní del islam, y el resto es de confesión chiita. Estos últimos, por afinidad religiosa y por proximidad geográfica de sus lugares de origen, huyeron de Afganistán a la vecina Irán, buscando la protección de los gobernantes y organizando su resistencia desde ese país que, en gran parte, les ha proporcionado la infraestructura bélica necesaria para combatir.

      Para hacer frente a las crecientes ofensivas de comienzos de 1984, la guerrilla se encontraba en un callejón sin salida y en más de una ocasión acusó públicamente a los medios de comunicación internacionales de ser los responsables de uno de los títulos adjudicados al conflicto: «La guerra olvidada». Y aseguraba que no era un olvido casual, a pesar de que comprendían y eran conscientes de los riesgos y las penurias por las que debían de pasar los medios para obtener alguna información sobre el largo conflicto.

      «Los rusos han intensificado sus actividades y sus estrategias han variado ostensiblemente. Han trasladado tropas de elite, utilizando comandos helitransportados con gran entrenamiento. No obstante, la peor parte la siguen llevando los civiles, a quienes presionan con sus acciones para que abandonen sus lugares de origen. Eso nos ha obligado también a cambiar nuestro sistema defensivo y de ataque, pero a pesar de nuestros esfuerzos a veces no podemos evitar que las aldeas sean destrozadas y las cosechas incendiadas. Los campesinos entonces procuran huir hacia los países vecinos. Pero los rusos saben que estos refugiados, aunque mayoritariamente se trate de ancianos, mujeres y niños, se han convertido en potenciales combatientes e intentan cortarles el paso porque para ellos sería más fácil controlarles si el hambre les empujara hacia las grandes ciudades afganas donde tienen todo su aparato represivo. Por eso, cada vez estamos más necesitados de armamentos para hacer frente a las sofisticadas armas soviéticas y a los espectaculares helicópteros. En tierra, hemos sido capaces de hacerles frente e incluso de neutralizarlos, pero el problema viene del aire y si logramos neutralizarles también allí, sería muy fácil para nosotros hacerles retroceder o llevarles a una situación crítica. Con una buena presión militar y abundante ayuda humanitaria destinada a los civiles para que puedan continuar en sus tierras, podríamos contar con los elementos necesarios para obligarles a iniciar negociaciones de forma directa, aunque a ellos no les interesa una solución política, todo lo quieren arreglar militarmente. Los cambios de presidentes propiciados por ellos mismos no suponen nada porque de hecho los gobernantes afganos no tienen ningún poder, son marionetas y mientras la influencia y los asesores soviéticos continúen en Afganistán, no tendrá importancia qué marioneta va o qué marioneta viene. De lo que sí estamos seguros es de que finalmente conseguiremos nuestra libertad, definitivamente, ése es nuestro derecho y nadie puede quitárnoslo. Una vez acabado esto, daremos una vuelta a la página del tiempo de la guerra y veremos quién ha estado cerca de nosotros. Nuestro pueblo nunca lo olvidará, porque nos habrán ayudado a sobrevivir a este brutal atropello. Algunas gentes en Afganistán piensan que luchamos por lo