José Eduardo Rueda Enciso

Aproximación histórica a la relación de la masonería


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la caridad como la beneficencia fueron actividades concebidas y ejercidas de manera separada. Sin embargo, siempre estuvo presente un desafío: el enlazarlas, en ponerlas en armonía. El punto estuvo en que el Estado, aislándose de la caridad privada, no podía auxiliar debidamente ni el cuerpo del menesteroso ni su alma, por lo que, muy a su pesar, la Iglesia católica terminó por modernizarse y recurrió a los mismos dispositivos culturales del mundo moderno: la prensa, la asociación, la escuela. Organizó una eficaz red de agentes que le garantizó la puesta en marcha de un activismo social concentrado en el frente de la caridad,20 en el que tuvo esencial papel el contacto directo con los pobres, promovido principalmente, para el caso del territorio colombiano, después de 1857 con la erección de la Sociedad de San Vicente de Paúl, convirtiéndose en modelo de control y proselitismo religioso que logró resultados palpables en el momento de hacer los balances de gestión.21

      A partir del siglo XIII, con el advenimiento de la Edad Moderna, paulatinamente las funciones que cumplía la Iglesia comenzaron a ser asumidas por el Estado o por las iniciativas privadas amparadas por los poderes públicos,22 lo que dio inicio a una asistencia diferente a la que hasta entonces había ejercido la Iglesia, que tomó y resignificó el concepto de beneficencia.23

      En sus comienzos, en Occidente, a la beneficencia se la concibió, en primer lugar, como un sentimiento, innato en el hombre;24 en segundo lugar, como la virtud de hacer bien, en la que intervenían dos elementos, uno material, otro moral. Se la confundió con la religión, ya que para echar a andar una fundación benéfica se acudía al obispo, y principalmente al pontífice, pues este era considerado como el jefe de la Iglesia; los reyes mismos acudían a él a fin de que los autorizase para fundar un establecimiento de beneficencia en sus propios Estados.25

      En general, durante el Antiguo Régimen se mantuvo el concepto tradicional de beneficencia como ejercicio de caridad cristiana ejercida por los particulares, de ahí el apelativo de caridad o misericordia aplicado a los hospitales.26 En la modernidad, a la beneficencia se la trató de separar de la Iglesia, se convirtió en compasión oficial, estatal o pública, se la consideró como amparo al desvalido, con un sentido de orden y justicia;27 por lo que, para cumplir este objetivo, se crearon diversas instituciones: casas, fundaciones, mandas, establecimientos y demás institutos benéficos, y los servicios gubernativos referentes a ellos, a sus fines y a los haberes y derechos que les pertenecen; intervienen en ella el que hace el beneficio y el que lo recibe.28 De tal forma que el reto, a la hora de organizar la beneficencia, es que esta logre “buscar ese algo bueno que tienen hasta los más malos”.29

      En los países de ideologías liberales y gobiernos democráticos, además del esfuerzo por separar a la Iglesia del Estado, ha existido un continuo forcejeo para definir las esferas de responsabilidad pública y privada.30 Es así como, a partir de finales del siglo XVIII, con el advenimiento del Nuevo Régimen, y el emerger del liberalismo que, en contraste con su caracterizado individualismo y con uno de sus principios esenciales: el de la mínima intervención del Estado, se caracterizó a la beneficencia como una obligación moral de carácter colectivo, y se consideró que en materia de beneficencia la función básica del Estado era organizar, lo que implicó crear instituciones jurídicas, organizar y controlar los recursos privados, colaborar en la creación de los establecimientos y garantizar una estabilidad en el cometido de socorro que la iniciativa privada por ella misma no podía garantizar.31

      Por lo tanto, la beneficencia apareció como una política de Estado, pues este, tímidamente, comenzó a aceptar la asistencia a los más necesitados como un deber y expidió las primeras leyes de beneficencia, ya que no existía una rígida delimitación entre lo público y privado, las dos esferas no estaban nítidamente separadas y dotadas de reglas propias y específicas.

      En España y sus colonias, el cambio de concepción se dio a partir de la Constitución de Cádiz de 1812, en la que se consagró que la beneficencia pasaba a ser caridad social ejercida oficialmente por los poderes públicos. La caridad particular pasó a ser una beneficencia oficial. El espíritu católico, para cada necesidad, creaba un establecimiento dotándolo con abundantes bienes, pero, al hacerse la beneficencia oficial, esos bienes pasaron a ser patrimonio del Estado, y a partir de entonces este se impuso la carga de atender las necesidades de los pobres.32

      Así, en España, la beneficencia, como política y ejercicio del Estado, se regularizó durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando, para perfeccionar el amparo al desvalido, el Estado tuvo que ensayar, probar y dudar, por lo que, en ocasiones, cometió errores de criterio, pero también tuvo muchos aciertos. Proceso que fue similar en las antiguas colonias españolas, con obvias particularidades marcadas por la conformación de aquellas en Estados nacionales.

      Desde entonces hasta el presente, la beneficencia, además de perder su carácter místico y situarse en una perspectiva terrenal, ha tenido una orientación secular y eminentemente estatal, convirtiéndose en un problema político concerniente a la organización social y administrativa. En realidad, solo hasta el siglo XIX la administración pública reconoció los deberes que tenía que llenar con respecto a la beneficencia. Fue así como, en España, el 30 de noviembre de 1833, por primera vez se consignaron las funciones y obligaciones de la administración pública en lo concerniente a la beneficencia. Unos años después, el 20 de julio de 1849, se publicó la segunda Ley de Beneficencia, en la que se determinó que todos los establecimientos de beneficencia eran públicos, excepto aquellos cuyo costo era asumido con fondos propios, dotados o legados por particulares, cuya dirección y administración estuvieran confiadas a corporaciones autorizadas por el gobierno para este objeto, o por patronos designados por el fundador.33

      Esas reglamentaciones y leyes respondieron a que se comprendió que la administración pública garantizaba la estabilidad necesaria para que la beneficencia cumpliera su cometido, ya que el Estado es quien le da su razón de ser, es él a quien le corresponde determinar el número de establecimientos de beneficencia que deben funcionar en cada capital, población o partido; señalar los locales, y aprobar e impulsar las condiciones higiénicas, los reglamentos, etc.; establecer e indicar los casos en que el individuo tiene derecho al auxilio de la sociedad; asegurar garantías a la caridad privada para que los donativos sean destinados y utilizados de manera adecuada y correcta, por lo que se estableció que la ayuda estatal, encauzada a través de la beneficencia, debía ser para los enfermos, la pobreza, la infancia, y con reservas para los ancianos. Por ningún motivo podía prestar su apoyo a la prostitución, el vicio y el crimen.

      Ese enfoque, secular y estatal, de alguna manera impersonal, ha sido criticado por algunos tratadistas especializados, por considerar que “la beneficencia ni educa al niño, ni consuela al anciano, ni moraliza al enfermo; es como un cuerpo sin alma”,34 habida cuenta de que, sobre todo, “en los donativos, tuvo mucho que ver la compasión, la abnegación y la virtud, la inclinación a dar pero también la vanidad, el donante entraba en competencia con sus semejantes a ver quién daba más, de mostrarse como dadivoso”.35

      De todas formas, en la Colombia de la segunda mitad del siglo XIX, la beneficencia se relacionó con el Partido Liberal y con la masonería, estuvo vinculada a la actividad estatal.36 Desde entonces ha sido objeto de la llamada esfera pública.

      La filantropía ha existido en todos los tiempos y ha sido reconocida por todas las religiones.37 A la filantropía se la define como el amor al prójimo, es la disposición o dedicación activa a promover la felicidad y el bienestar de los congéneres. Es la compasión filosófica, que auxilia al desdichado por amor a la humanidad y la conciencia de su dignidad y su derecho.38 El filántropo es la persona que se distingue por el amor a sus semejantes y por sus obras en bien de la comunidad.39

      No obstante, para algunos autores y tratadistas conservadores, como Chateaubriand, la filantropía es moneda falsa de la caridad, auxilia al que padece, por inspiración natural, independientemente de otro sentimiento, socorre al