Jesús Zamora Bonilla

Argumentación y pragma-dialéctica


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propósito hacernos entender, y explicar mejor, el plano fáctico: las diversas argumentaciones concretas. Como indica van Eemeren: “En el campo de la teoría de la argumentación, la práctica argumentativa es el punto de partida y el punto de llegada del estudio sistemático. (…) Esta orientación práctica es lo que le da al campo de la teoría de la argumentación su relevancia para la sociedad”.

      La última observación conduce a atender dos intereses que van Eemeren atribuye con razón a quienes argumentan: el interés en ser razonables y, a la vez, el interés en ser efectivos. Vincular ambos intereses ha sido uno de las tareas de la segunda fase de esta tradición en teoría de la argumentación —de la teoría pragma-dialéctica extendida— y nos regresa al viejo, difícil y complejo problema —ya planteado en la Antigüedad clásica— de interrelacionar dialéctica y retórica o, más precisamente, razonabilidad dialéctica y efectividad retórica. Señala van Eemeren: “La búsqueda de efectividad y razonabilidad implica al mismo tiempo que alguien que argumenta tiene que maniobrar estratégicamente en cada jugada argumentativa que hace, de manera de mantener un equilibrio entre efectividad y razonabilidad”.

      Por supuesto, cuando se abandona el terreno de las discusiones teóricas, y a menudo aún en medio de ellas, este equilibrio no es sólo delicado y tenso, sino con frecuencia dolorosamente inestable: muy difícil de mantener. ¿Por qué? No pocas veces somos tironeados, y hasta presionados, sea por la tentación de ser efectivos a costa de ser razonables, o “tentación realista” —cuando no simple y llanamente “tentación manipuladora”—, sea por la tentación de ser razonables a costa de ser efectivos, o “tentación moralista” —cuando no “tentación por la mera irresponsabilidad”. Sólo evitando estas seductoras tentaciones se recupera el genuino realismo y la genuina moral. Pero, ¿cómo hacerlo?

      En la última observación citada de van Eemeren encontramos la respuesta que ya se adelantó a esta pregunta por parte de la pragma-dialéctica: quien quiera combinar razonabilidad y efectividad tiene que “maniobrar estratégicamente”. ¿De qué se trata en tal resbaladiza actividad? El maniobrar estratégico se manifiesta, según van Eemeren, bajo tres aspectos diferentes aunque mutuamente interdependientes:

      1) selección entre los materiales —datos empíricos, conceptos, teorías, recursos argumentativos…— disponibles;

      2) adaptación a la situación comunicativa, esto es, ponerse acorde a las “demandas del auditorio”;

      3) presentación de los materiales: usar los medios discursivos más adecuados para lograr el propósito buscado en la argumentación.

      Tal vez sea conveniente ampliar, o matizar, la caracterización que hace van Eemeren del segundo aspecto del maniobrar estratégico para quitarle su connotación pasiva (y hasta su tono de resignación, como cuando se exclama “nos guste o no, hay que saber adaptarse sin más a las circunstancias”). Por supuesto, se trata de tener en cuenta la situación comunicativa, pero no necesariamente para acomodarse o subordinarse a sus demandas. No pocas veces también se trata de educar los pedidos y hasta de transformarlos o sustituirlos por otros.

      Cuidado: a menudo pensar y actuar maniobrando estratégicamente tiene, respecto de los aspectos mencionados, que bordear peligrosos abismos —como no se ha dejado de reconocer a lo largo de la historia de las interacciones humanas, sea en teoría, sea de hecho en las prácticas argumentativas incluso más regimentadas—. Por desgracia, en no pocas ocasiones se sucumbe a esos peligros.

      Una manera de hacerlo es producir algún tipo de engaño o de autoengaño de los ya mencionados al comienzo: creer que se argumenta cuando no se argumenta, o esa variante tan común, creer que se argumenta bien cuando se argumenta mal. Señala van Eemeren: “En la práctica, los descarrilamientos del maniobrar estratégico pueden fácilmente pasar desapercibidos por varias causas. Ya que en principio la argumentación apela a lo razonable, la presunción de razonabilidad se transfiere de forma casi automática a las jugadas argumentativas que no son en absoluto razonables”. Podemos generalizar esta observación y hablar en este caso de una “transferencia falsificadora” o, más explícitamente, de “prácticas de transferir presunciones de manera falsificadora”. En general estas “transferencias falsificadoras” operan en todos los ámbitos, prácticos y teóricos, públicos y privados, de las sociedades. Por eso, hay que estar muy alertas frente a las prácticas de transferir presunciones de comprensión, verdad y valor de manera falsificadora pues son estas prácticas las que permiten falsificar argumentos, historias, noticias, e indirectamente cualquier otro hacer, objeto o suceso. Las falacias —los argumentos malos pero que parecen buenos— son uno de los tantos productos de tales prácticas de transferir comprensión, verdad y valor de manera falsificadora. De ahí la casi diría “obsesión” por las falacias que han tenido los teóricos de la argumentación desde que hay algo así como teorizar sobre la argumentación —desde Aristóteles, al menos. Pero por desgracia a menudo abundan las dificultades para distinguir entre las prácticas de convencer y las de hacer que se acepte una conclusión con trampas o volviéndonos adictos de ciertas creencias o tradiciones de razonar. Porque sin duda, las falacias “no son” —como observa van Eemeren— “completamente diferentes en comparación con sus contrapartes razonables, sino justamente descarrilamientos de tales contrapartes”. (Agregaría que a veces se trata de ligerísimos descarrilamientos apenas perceptibles o que sólo lo son en ciertos contextos.) Por eso, las falacias, como los demás fingimientos, pueden “en muchos casos verse sin más como jugadas argumentativas que no tienen defecto alguno”.

      Las prácticas de transferir presunciones de manera falsificadora —desde las prácticas de argumentar, reconstruir sucesos, dar noticias o contar historias hasta las de producir y poner en circulación dinero falso o falsas obras de arte— tienen, de modo ostensible, una propiedad: producen productos que —perversamente— se confunden con una frecuencia muy alta con los productos genuinos. Si tales prácticas carecen de esta propiedad se vuelven inoperantes. Pero regresemos otra vez a los tres aspectos anotados del maniobrar estratégico; al respecto, reflexionemos un momento acerca de cómo las prácticas de transferir valor de manera falsificadora operan sobre esos aspectos en los diversos dominios, formales e informales, institucionales y no institucionales.

      En relación con el aspecto 1, la acción de selección de materiales ya en alguna medida pre-determina el curso de la argumentación. Es claro que al escoger entre ciertos datos empíricos, conceptos, teorías, recursos argumentativos… como los que se consideran más aptos, se los considera los más aptos con arreglo al propósito —interés— que se persigue para “encarrilar” o “desencarrilar” cierto argumentar frente a una audiencia. Por eso, elegir algunos datos, evidencias, teorías y no otros, y vincularlos de determinadas maneras —por ejemplo, a partir del mecanismo falaz de la falsa oposición—, puede ser ya una forma de comenzar a violar las reglas de una argumentación o, al menos, de arruinarla como una práctica racional.

      Notoriamente, también se puede usar de varios modos el aspecto 2, la acción de tener en cuenta a los destinatarios de un argumento privado o público. Una estrategia es adaptarse a sus demandas e intentar satisfacerlas tal cual se formulan. Otra estrategia es examinar los deseos y exigencias de quienes nos escuchan —o suponemos que nos leen—, y distinguir aquellas exigencias justificadas de las no justificadas e, incluso, no pocas veces procurar cambiar esos deseos y exigencias. Por supuesto, otra manera —muy habitual, por ejemplo, en política— es intentar conocer en profundidad las demandas del “auditorio”, así como sus deseos y exigencias más duraderas para mejor manipular esas demandas.

      También por medio del aspecto 3, o presentación de los argumentos es fácil “encarrilar” o “desencarrilar” las discusiones. Porque cualquier forma de exposición organiza, a la vez, lo que se quiere mostrar al argumentar y lo que se quiere dejar de lado, e incluso, rigurosamente ocultar. Por ejemplo, organizar la exposición de un razonamiento que elogia el gobierno de una ciudad con premisas como su nuevo alumbrado del centro, la pavimentación de muchas avenidas, la restauración de edificios coloniales, la transparencia administrativa…, puede hacer que concluyamos: “la ciudad presenta una vista deslumbradora”. Sin embargo, si seleccionan otras premisas y se tienen en cuenta otros intereses y, así, se hace una presentación diferente del argumento, tal vez la conclusión