que la comunidad hispanohablante tiene sobre la pragma-dialéctica.
A fin de situar mejor los diversos capítulos de este libro, me gustaría contar, de manera naturalmente breve y fragmentaria, aunque espero no completamente heterodoxa e idiosincrática, la historia de la teoría de la argumentación. Dentro de la cultura europea esa historia comienza con los griegos.1 Podemos decir en general que, para cada área cultural x, las comunidades humanas pasan por tres etapas: la etapa en la que se practica x, la etapa en la que las personas se vuelven conscientes de x y hablan de x, y la etapa en que deliberada y sistemáticamente tratan de elaborar una teoría de x. En el caso de la argumentación, podemos probablemente decir que ella existe desde que existen comunicación y lenguaje, con lo cual el comienzo de la primera etapa se pierde en la bruma de los tiempos, y ninguna comunidad humana ha jamás carecido ni carecerá de ella. No hay por ello manera de escribir la historia de la argumentación como tal. En cambio, la historia de la toma de conciencia y del discurso explícito sobre la argumentación es en principio más fácil de escribir. El primer gran monumento literario de la Grecia clásica lo forman de común acuerdo los poemas homéricos de la Ilíada y la Odisea; y en ambos encontramos ya clara conciencia de, y pulido discurso sobre, la argumentación.2 Sin embargo, algo así como una teoría de la argumentación propiamente dicha aparece por vez primera en el escrito que conocemos ahora como De las refutaciones sofísticas, escrito por Aristóteles.3 Su autor está consciente de su logro y expresa con orgullo su ser pionero en haber escrito un tratado sobre el razonar y argumentar (183b35-184ª1). No es probablemente casualidad que ese tratado se ocupe precisamente de la naturaleza de las falacias o errores en la argumentación. Después de todo, quizá son siempre los errores que se cometen en una actividad lo que primero nos mueve a intentar hacer una teoría de ella.
En el caso de Aristóteles, ese primer tratado de las falacias fue seguido muy pronto por los Tópicos, un libro mucho más amplio que nos presenta la contraparte positiva: las reglas que han de seguirse para triunfar en una contienda argumentativa. El modelo que Aristóteles siguió en los Tópicos es el diálogo socrático, tal como este fue presentado por Platón con un arte literaria sin parangón. Del substantivo griego diálogo, que significa “hablar dos o más personas por turnos” o “tomar ellas turnos para hablar” Platón derivó el adjetivo dialéctico, y desde entonces hablamos de “arte dialéctica” para referirnos al modo particular de llevar una discusión que inventara Sócrates y que se cultivara en la Academia platónica. De esa manera, podemos decir que los Tópicos de Aristóteles son la codificación de ese método de conversación. Como tal, no podemos decir que constituya una teoría general de toda argumentación; y de hecho vale la pena constatar desde este momento que este problema de la generalidad es endémico a todos los intentos teóricos que vinieron después, incluida la propia pragma-dialéctica.
Comoquiera que ello sea, frente a la dialéctica aristotélica en tanto teoría de la argumentación propiamente dicha conviene distinguir dos temas cercanos pero diferentes. Uno es el tema de la demostración matemática. Como es bien sabido, fueron los matemáticos griegos los que inventaron la demostración (cf. Vega Reñón, 1990; Netz, 1999); y sobre la base de las intuiciones que Platón tuvo acerca de la naturaleza de este invento se lanzó Aristóteles a hacer también su teoría. Hasta dónde haya o no el filósofo tenido éxito en esta empresa es una cuestión disputada en la que afortunadamente no necesito entrar aquí, ya que la demostración como tal no es en sentido estricto una especie o un caso de argumentación. Los matemáticos sin duda argumentan, al igual que los demás seres humanos, y sería muy interesante intentar hacer la teoría de la argumentación en matemáticas; pero la teoría de la demostración que intentó Aristóteles con poca fortuna y que en nuestros días es una realidad gracias a la invención de la lógica matemática, no es tal teoría.4
El otro tema es la retórica. Aunque hemos perdido los tratamientos doctrinales sobre el arte de hablar bien en público que comenzaron a aparecer desde la segunda mitad del siglo V a.C., no resulta demasiado aventurado pensar que se trataba de colecciones de recetas y consejos más que de tratamientos teóricos. Una vez más parece Aristóteles el primero en intentar hacer la teoría, y justo especialmente de la argumentación, como se desprende del hecho de que él mismo dice que los tratadistas que le precedieron ignoraron el entimema, que es precisamente el nombre que Aristóteles da al argumento retórico. Pero justo aquí es que comienzan los problemas: no encontramos a lo largo y ancho de la Retórica aristotélica (y no se trata precisamente de una obra breve) nada que podamos comparar en alcance teórico a los Tópicos. Aristóteles dice muchísimas cosas, y por cierto de gran importancia, sobre el arte de hablar bien en público y los recursos que se pueden utilizar para persuadir al auditorio y más generalmente para lograr que piensen o hagan lo que el orador busca; pero lo que no hay es una teoría que nos detalle cuáles son la forma y contenido de la argumentación en retórica. Los autores que vinieron después, tanto en Grecia como en Roma, tienen méritos didácticos y prácticos enormes; pero ninguno de ellos ha presentado una teoría de la argumentación retórica siquiera similar a la teoría de la argumentación dialéctica de los Tópicos.5
De la Grecia clásica damos un salto enorme hasta la escolástica medieval latina. El llamado método escolástico, y más en particular la técnica de la disputatio es una práctica argumentativa que debe mucho a la dialéctica griega, si bien tiene rasgos originales.6 En ese sentido, podemos decir que la teoría de los Tópicos le queda corta; pero, ¿es que existe una teoría de la disputación propiamente dicha? La evidencia parece mostrar que no; no parece haber habido ningún pensador medieval que se haya propuesto hacer la teoría de las disputaciones clásicas, esa técnica de la que admiramos el producto acabado en la Summa theologiae de Tomás de Aquino y muchos otros textos antes y después. Podría decirse que un tipo peculiar, la disputatio de obligationibus, constituye una excepción, por cuanto hay autores que teorizan sobre ella. Pero, si bien los especialistas declaran que estamos lejos de entender bien el sentido y funcionamiento de esta técnica, yo al menos me inclino a pensar que se trata en realidad de una variante del tipo de discusión de que hablan los Tópicos. De hecho, uno de los más celebrados teóricos de la disputación con obligaciones, Walter Burley, copia en buena medida la descripción de los Tópicos (cf. Yrjönsuuri, 1994, cap. III). Comoquiera que ello sea, lo que de teoría de la argumentación hay aquí se refiere a modos de discutir tan altamente regulados y artificiales como lo fueron los encuentros dialécticos sobre los que teorizó Aristóteles. Tenemos pues también aquí la cuestión de hasta dónde una teoría de la disputación medieval y sus variantes podría considerarse una teoría general de la argumentación. Parecería que no.
Unos siglos más tarde, la transformación del parlamento que comienza bajo Enrique VIII y con las reformas de Thomas Cromwell, y que se iría perfeccionando al paso de los años en dirección hacia la democracia moderna, crea la ocasión para prácticas retóricas que en su momento demandarán reflexión y elaboración teórica. Una vez más son las falacias lo que da el impulso. Son dos las obras pioneras aquí: la Parliamentary Logick del honorable William Gerard Hamilton, miembro del parlamento británico, y el Book of Fallacies del reformador Jeremy Bentham. La primera, publicada póstumamente en 1808, está orientada a la instrucción de los colegas legisladores en todos los trucos del oficio de manipular al público y vencer al adversario; la segunda, publicada en1816 en traducción francesa (Traité des sophismes politiques; edición póstuma en inglés de 1824 bajo el título A Book of Fallacies) y con muchas modificaciones respecto del original, tenía como propósito contrarrestar la obra de Hamilton e instruir a los ciudadanos para defenderse de las manipulaciones de los políticos. Con el paso del tiempo, se dio en pensar que aprender a debatir a la manera parlamentaria debería ser parte de la formación de todo ciudadano en una democracia. Así surgió en los países anglosajones la teoría del debate que se enseñaba a los adolescentes y se practicaba en forma de certámenes públicos entre escuelas. Una vez más tenemos una teoría de la argumentación que dista también mucho de ser general, como puede constatar cualquiera que se asome a los numerosos manuales para aprender a debatir.7 Por no tomar sino el aspecto más obvio, la administración del tiempo en los distintos formatos para el debate que se han propuesto constituye una limitación artificial que no vale para la mayoría de las discusiones humanas.
Ya puestos