Guerra Mundial), lo que hace de la dictadura menos una anomalía histórica que una profundización de tendencias que venían incubándose por décadas, y que cuestionan seriamente el supuesto pasado democrático que, bajo el rótulo de «Chile republicano», las elites transicionales han querido reivindicar en clave de auto-legitimación. En esta lectura, la «recuperación democrática» no significó el fin de las tensiones cívico-militares, ni menos la plena imposición de la autoridad civil. Como lo demuestra Verónica, el pinochetismo pervivió –y pervive– al interior de las filas castrenses, y peor aun, las propias autoridades civiles recayeron una y otra vez en la militarización o la policialización de la política para enfrentar presuntas amenazas al orden público y la seguridad nacional, tanto en el manido y obsesivo terreno de la delincuencia (la denominada «seguridad ciudadana»), como en el de los movimientos sociales, sobre todo el mapuche, al que se ha insistido majaderamente en calificar de «terrorista», aplicándole medidas coercitivas originadas en plena dictadura. Bajo ese prisma, treinta años después del plebiscito de 1988, la recuperación de la democracia se perfila más como una interrogante que como un logro.
El libro concluye con un capítulo del poeta Naín Nómez dedicado al mundo de la cultura, entendida básicamente en su acepción de creación plástica, musical, literaria o cinematográfica. Sobre el trasfondo del «apagón cultural» provocado por la dictadura, y que él demuestra que estuvo lejos de sofocar la productividad de artistas y creadores, Naín levanta un bastante pormenorizado catastro de las múltiples y muy dinámicas respuestas que los desgarros de este último tiempo han suscitado en un contexto que se distingue precisamente por su sensibilidad, su inconformismo y su irreverencia. De esta forma, la precariedad, la distopía, la rebeldía y el desencanto se transmutan en materiales para una actividad autoral que conjuga la estética con la política, el testimonio contingente con la experimentación futurista, el abatimiento con la reivindicación del derecho a disentir, a transformar y a soñar. Gracias a ello, en un balance global (el del libro) en que las sombras tienden a menudo a prevalecer sobre las luces, este capítulo permite constatar que no hay tiempos tan oscuros que no puedan reivindicarse al menos parcialmente, a partir de la capacidad humana para empujar y sobrepasar los límites.
Como es evidente, las siete miradas que se acaban de resumir no agotan las múltiples facetas de un período lleno de acontecimientos, pugnas, supervivencias y transformaciones. Hacerlo habría requerido de un contingente autoral mucho más amplio y diverso del que aquí confluyó. También podrá objetarse el «sesgo» eminentemente crítico que atraviesa estas páginas, reflejo de posturas efectivamente compartidas en cuanto a la prevalencia del continuismo por sobre la transformación. No por nada hemos calificado estas tres décadas de «post»-dictatoriales, es decir, una prolongación más que una ruptura. Esta coincidencia se hace igualmente extensiva al juicio que las y los autores tenemos sobre nuestro propio «Chile actual» (con el permiso de Tomás Moulian), mucho más cercano a 1988 (o a 1987) de lo que a muchos les gustaría creer. Este libro nunca aspiró a levantar un balance «neutro» sobre este ciclo, y no fue su propósito reunir a partidarios, detractores e indiferentes para articular una suerte de miscelánea multi-abarcadora en la que todos y todas se sintieran representadas. Lo que hemos querido es reflexionar de manera ciertamente crítica, pero también responsable y sistemática, sobre el pasado reciente que nos ha tocado vivir, y que múltiples señales ambientes sugieren que ahora sí se encuentra en vías de más sustantiva, aunque en dirección imprevisible, transformación. En ese sentido, lo que ofrecemos no es más que un insumo para hacer un diagnóstico de los procesos y coyunturas que nos han conducido de manera más inmediata al lugar en el que nos hallamos, y para aportar a un muy necesario debate sobre el futuro que querríamos (y deberíamos) construir. A final de cuentas, ese y no otro es el sentido esencial de la historia.
Julio Pinto Vallejos
Marzo de 2019
Treinta años de postdictadura: una mirada panorámica
Julio Pinto Vallejos
Universidad de Santiago de Chile
La dictadura se resistía a morir. Ni las masivas protestas de 1983-1986, ni las acciones armadas del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (incluyendo el atentado contra el mismísimo Pinochet), ni la presión de políticos «centristas», la Iglesia Católica y el propio gobierno de los Estados Unidos habían logrado modificar sustantivamente el control militar sobre el país, mucho menos derrocar al régimen o alterar su agenda institucional. A pesar de los intensos esfuerzos desplegados en los años anteriores, ya fuese por vía dialogante, de activismo callejero o insurreccional, ni el modelo neoliberal ni la Constitución impuesta en 1980 habían sido seriamente amagados. Fue en ese contexto que dichos grupos «centristas», liderados políticamente por el futuro presidente Patricio Aylwin y por el futuro ministro Edgardo Boeninger, se resignaron (con mayor o menor entusiasmo, según los casos) a aceptar el itinerario establecido por la propia dictadura para transitar hacia una mayor apertura política e institucional. Lo que verdaderamente se jugó en el plebiscito de 1988 no fue, por tanto, la derrota del régimen dictatorial (al menos no en sus basamentos más profundos), sino la administración inmediata de ese proceso de transición.
Esta lectura, progresivamente afianzada con el correr de los años, dista mucho de los compases «épicos» con que en su momento se rodeó el triunfo del «No», sirviendo durante décadas como principal dispositivo legitimante para los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia. Dicho eso, no puede negarse que la derrota electoral del dictador sí dio lugar, en un primer momento, a una genuina explosión de júbilo social, alimentada por la ira acumulada durante 17 años, pero también por el fracaso de todas las tentativas anteriores de terminar con su reinado. Hasta quienes descreían de la estrategia negociada de recuperación de la democracia (o al menos algunos de ellos y ellas) se vieron momentáneamente arrastrados por la oleada celebratoria y por la perspectiva de cambios políticos que ayudaran a dejar atrás la larga noche dictatorial. Por su parte, ese 43% del electorado que todavía en 1988 estuvo dispuesto a apostar por la continuidad de Pinochet, al igual que los poderosísimos círculos empresariales, políticos y militares que vivían plenamente a gusto bajo ese ordenamiento institucional, no se sentían del todo tranquilos frente al traspaso de la administración del país a manos «ajenas», por mucho que esto se enmarcase dentro de los parámetros y en los tiempos diseñados por ellos mismos, y por mucho que sus encargados se esmerasen en rodear el proceso de todo tipo de «amarres» y garantías de perpetuación. Ni la historia ni la política suelen sujetarse disciplinadamente a las previsiones o a los planes elaborados por auto-investidos conductores de los destinos sociales. Más allá de pactos, impotencias y componendas, el resultado del plebiscito sí pudo verse, al día siguiente del 5 de octubre de 1988, como el inicio de una nueva etapa, al menos potencialmente dotada de proyecciones y perspectivas impensadas.
A treinta años de esa fecha, el balance histórico tiende a ser más sobrio. No puede (ni debe) desconocerse que el término de la dictadura sí acarreó transformaciones importantes en diversas esferas, desde el respeto a las libertades públicas, pasando por la valorización de los derechos humanos, hasta las innegables mejoras (o restauraciones) en materia de políticas sociales. En relación a lo primero, nadie que haya vivido bajo el terror dictatorial, con su cortejo cotidiano de atropellos, represiones y muertes, podría minusvalorar la recuperación de derechos como el de libre expresión, el de (más o menos) libre circulación por los espacios o el de (relativa) inmunidad frente al arresto arbitrario, la tortura o la desaparición. De igual forma, y como necesario correlato de lo anterior, no podría calificarse de trivial la elevación del respeto a los derechos humanos a la condición de núcleo ideológico del nuevo régimen, y como su principal elemento diferenciador respecto del que quedaba atrás. Porque aun cuando este respeto haya sido vulnerado más de alguna vez en las prácticas concretas de la política concertacionista (tratándose, por ejemplo, de los pueblos originarios, de las disidencias sociales o de la juventud popular), claramente no es lo mismo que vivir en un contexto en que tales vulneraciones constituyen la norma o la esencia misma del orden político en vigencia. Por último, tampoco resulta trivial que los gobiernos transicionales hayan optado por atenuar los peores estragos del capitalismo neoliberal sobre el tejido social y sobre las condiciones de existencia de los sectores más pobres y desvalidos.