seguirse enumerando fragilidades o menoscabos emanados del modelo económico instalado por la dictadura y ratificado por los gobiernos postdictatoriales. Podrían consignarse, por ejemplo, sus implicancias respecto de las solidaridades colectivas, los sentidos de pertenencia comunitaria, o la cohesión social de un patrón de convivencia articulado en torno al individualismo, la competitividad y la mercantilización de las relaciones sociales. No son pocas las señales de alarma gatilladas por la generalización de conductas personales signadas por la agresividad, el ascenso individual a cualquier precio, el exitismo chabacano y la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno. Por sólo nombrar una, Chile ostenta el dudoso privilegio de tener una de las tasas más altas de neurosis depresiva o consumo de fármacos a nivel continental. Tampoco resulta ajena a la racionalidad neoliberal (maximizar las ganancias a como dé lugar) la propagación de la corrupción hacia los más diversos círculos, o la explosión del narcotráfico en los sectores populares. El Chile predictatorial puede haber sido más pobre, apocado y «provinciano», pero era ciertamente más solidario y socialmente empático que el actual. Al menos durante ese tiempo no se sospechaba sistemáticamente de los vecinos, no se prodigaba más afecto a las mascotas que a las personas, no se vivía obsesionado por el crimen (que en términos estadísticos no es peor que el de otros países de la región), ni se llenaban nuestras calles y plazas de indigentes que sólo sobreviven gracias a la caridad de grupos religiosos.
En otro plano, podrían también sopesarse los efectos medioambientales de un extractivismo desenfrenado, consecuencia más o menos previsible de una política económica que ha apostado todas sus fichas a la explotación en gran escala de sus recursos naturales (o como se dice en la jerga anglófona que también forma parte del Chile neoliberal, de sus commodities). Por mucho que los beneficiarios y panegiristas del sistema insistan sobre la acción «natural» de las ventajas comparativas, o sobre la racionalidad «intrínseca» de unos mercados que teóricamente irán resolviendo los problemas a medida que se presenten, el cortoplacismo de la euforia neoliberal no debería dejar indiferente a un país que ya vivió los estragos históricos de la crisis del salitre, o los estragos más contemporáneos de la industria del salmón. Si no se toman medidas concretas para la protección de recursos que se degradan a ojos vistas, o para el desarrollo de pilares menos inestables para el crecimiento futuro, lo que se instala es un gran signo de interrogación sobre la sostenibilidad de nuestra celebrada bonanza. Lo que hoy se ha dado en llamar «zonas de sacrificio», consecuencia inevitable aunque hasta aquí localizada de un modelo como el nuestro, podría ser un anuncio de lo que nos espera a nivel mucho más extendido en un porvenir no demasiado lejano.
Más allá de estas constataciones y evaluaciones, lo que quiere subrayarse aquí es que el período postdictatorial fue en materia económica uno de continuidad fundamental, aunque morigerada en sus peores daños sociales, de las opciones adoptadas en dictadura. Esto puede haber traído algunos beneficios a nivel macroeconómico y a nivel de ingresos, pero a costa de vacíos, renuncios y fragilizaciones que siguen afectando nuestra convivencia hasta el día de hoy. Este proceso se inserta en una coyuntura mundial que apunta más o menos en todas partes en la misma dirección y que lleva a muchos a justificar lo obrado en función de la ausencia de alternativas viables. Parte importante de la inexpugnabilidad que exhibe en la actualidad la hegemonía neoliberal obedece a su «naturalización», a la creencia (cuidadosa y deliberadamente fomentada) de que no existen otros mundos posibles. Mal que mal, esa hegemonía y el paralelo desplome de los proyectos alternativos de sociedad no son una exclusividad chilena, por mucho que la «década progresista» latinoamericana de los 2000 haya marcado un paréntesis, a la postre bastante efímero, dentro de esa tendencia.
Frente a eso podrían hacerse diversas consideraciones. Podría señalarse, por ejemplo, que no existen modelos tan unívocos que no admitan modificaciones o adaptaciones, como puede observarse incluso hoy en las distintas versiones del capitalismo que funcionan en el mundo –pocas de ellas tan incondicionales hacia la libre empresa o tan refractarias al «estatismo» como la chilena. Como ya se dijo, los índices de desigualdad de la OCDE, en ningún caso una entidad detractora del consenso neoliberal, son muy inferiores a los nuestros: 0,33 contra 0,50 en la medición Gini, donde a mayor número, mayor desigualdad. El promedio mundial de dicho coeficiente es 0,40, diez puntos menos que nosotros2. Podría decirse también que, más allá de la aparente inamovilidad de un sistema, no por ello existe la obligación de resignarse a padecer mansamente sus contradicciones, sobre todo cuando ellas precarizan dimensiones esenciales de la existencia humana (como la educación, la salud, la previsión frente a la adversidad o la calidad de las relaciones interpersonales). Y podría decirse, por último, que nunca es prudente decretar el «fin de la historia», pues la historia es de por sí movediza y cambiante, en tanto depende de acciones humanas que no siempre se sujetan a libretos preestablecidos.
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Otro ámbito en el que los treinta años postdictatoriales exhiben importantes (aunque ciertamente no totales) elementos de continuidad es el de las instituciones, por definición menos sujetas a imperativos exógenos o globales que la economía. Mucho se ha discutido en este plano sobre la permanencia de la Constitución dictatorial de 1980, pese a su ilegitimidad de origen y a estar plagada de frenos y dispositivos destinados a entrabar la plena democratización de la vida política. Para ser justos, habría que reconocer que los gobiernos transicionales (salvo los encabezados por la derecha durante las dos presidencias de Sebastián Piñera) intentaron en reiteradas oportunidades limar algunas de sus más flagrantes «asperezas» autoritarias, o desmontar algunos de los más escandalosos «amarres» pinochetistas. Fueron así cediendo paulatinamente instituciones tan evidentemente anti-democráticas como los senadores designados y vitalicios, la inamovilidad de los comandantes en jefe de las fuerzas armadas, la tutela inapelable del Consejo de Seguridad Nacional o, últimamente, el sistema electoral binominal. Pese a todo ello, subsisten hasta hoy bastiones de impermeabilidad no-ciudadana como el Tribunal Constitucional, y, tal vez lo más importante, la Constitución misma no ha podido ser reemplazada por otra más representativa del sentir colectivo. Esto ha obedecido, ciertamente, al bloqueo sistemático que al efecto han desplegado los partidos de la derecha, pero también a evidentes reticencias de las propias fuerzas concertacionistas, que se han dedicado más a «parchar» o «enmendar» la carta existente que a proponerse seriamente la convocatoria de un proceso constituyente de verdad. Fresca está en la memoria la tentativa de Ricardo Lagos, en 2005, de hacer pasar una Constitución depurada de algunos de sus resabios dictatoriales (pero no todos) por un documento radicalmente nuevo. Y más fresco aun está el proceso de «consultas ciudadanas» iniciado por el segundo gobierno de Michelle Bachelet en reemplazo de una asamblea constituyente, que a muchos de los conductores políticos de la era transicional parece asustarles por sus eventuales efectos «desestabilizadores». En este aspecto llama profundamente la atención que gobiernos que han hecho de la restauración democrática una de sus principales banderas, y uno de sus más celebrados logros históricos, se hayan mostrado tan renuentes a convocar a la ciudadanía para elaborar una carta fundamental efectivamente participativa en su origen y democrática en su contenido.
Pero no es sólo en materia constitucional que la institucionalidad dictatorial ha proyectado sus tentáculos hacia los decenios postdictatoriales. Ninguna de las grandes «modernizaciones» orquestadas por los colaboradores civiles de Pinochet entre 1979 y 1981 (el plan laboral, la reforma previsional, la municipalización de la salud y la educación, la ley de universidades) han sido fáciles de impugnar, y menos aun de desmontar, pese a existir amplias corrientes de insatisfacción, o de abierto rechazo, respecto de su subsistencia. Las masivas movilizaciones estudiantiles de la última década han sido en este plano las más efectivas en términos de socavar la institucionalidad educacional legada por la dictadura (y hasta sus propios fundamentos ideológicos, como lo demuestra la consigna «no al lucro»), pero incluso así sólo en forma parcial y tardía, ya que recién en 2018 se dictó una nueva ley de universidades, y tanto la gratuidad como la desmunicipalización de la educación básica y media están todavía en proceso de dificultosa y no poco resistida ejecución, y más recientemente, de explícito desmontaje por parte del segundo gobierno de Sebastián Piñera. En cuanto a las otras áreas, bien se conocen las enconadas obstrucciones que han provocado las tentativas, por lo general bastante tímidas, de modificación de la legislación laboral, resistidas milímetro a milímetro por los partidos