Julio Pinto Vallejos

Largas sombras de la dictadura: a 30 años del plebiscito


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natural de la historia, en medio de esos océanos de conformidad, nunca desaparecieron los «islotes» de crítica o rebeldía4 , alimentados algunas veces por partidos políticos «extra-sistémicos»o, con mayor frecuencia, por movimientos surgidos desde la sociedad civil. Entre los primeros no puede dejar de mencionarse al Partido Comunista, que, tras emerger de la dictadura seriamente golpeado por el acoso represivo y el fracaso de su política insurreccional de masas, se las ingenió para ponerse a la cabeza de algunas de las primeras movilizaciones transicionales, destacándose las del magisterio, los funcionarios de la salud, las federaciones universitarias o las postreras (y muy simbólicas, por remitirse a un actor emblemático de nuestra historia obrera) resistencias de la minería del carbón. Así y todo, el antiguo partido de Recabarren no pudo remontar, pese al inspirador liderazgo de Gladys Marín, la marginalidad en la que lo arrinconaron los consensos transicionales y la inocultable «deriva histórica», por lo que terminó sumándose, en 2014, a un remozado pacto concertacionista (la Nueva Mayoría), que en todo caso incorporaba algunas de sus propuestas de reforma estructural. Mucho menos éxito tuvieron en esa empresa de reivindicación extra-sistémica las diversas proyecciones de la antigua izquierda revolucionaria, que lucharon durante los 90 y los 2000 por relanzar alguna propuesta de combate frontal al capitalismo y que terminaron diezmadas por la represión, como ocurrió con el MAPU Lautaro, o simplemente soslayadas por el embrujo neoliberal, los errores propios de diagnóstico o el mayoritario desinterés popular.

      En ese contexto fueron los movimientos sociales (es verdad que con alguna presencia de actores políticos más tradicionales) los que tomaron la batuta de la lucha anti-sistémica, ya sea en función de conquistas inmediatas o, más hacia el final del período, por emplazamientos más frontales a la lógica neoliberal. La primera y más sostenida de estas expresiones fue el movimiento mapuche, que desde los inicios mismos de la transición levantó una bandera de reivindicación étnico-política que se ha mantenido activa hasta la fecha. El accionar del movimiento mapuche ha sido indiscutiblemente la fuente más intransigente de erosión de la proclamada «pax transicional», levantando sus ancestrales banderas de reparación territorial, política y cultural, defendiéndose de los embates de las grandes empresas hidroeléctricas y forestales, y haciendo frente a una política concertacionista que combinó gestos conciliatorios (como las mesas de diálogo y el llamado a un «nuevo trato») con la criminalización de sus demandas más radicales, expresada paradigmáticamente a través de la aplicación de la ley anti-terrorista creada en dictadura. De alguna forma, con su llamado a ser reconocidos constitucionalmente como pueblo-nación (demanda bloqueada parlamentariamente por la derecha) o a instalar un Estado plurinacional, las referencias más identitarias o culturales de estos actores marcan también una ruptura no tanto con la propia y centenaria historia de las resistencias mapuche, sino con el tenor más volcado hacia las reivindicaciones socio-económicas que distinguió a las luchas emancipatorias del temprano y mediano siglo XX. Así, coincidiendo además con una tendencia de alcance mundial, este fenómeno acompañó la aparición o fortalecimiento en Chile de demandas focalizadas en esferas menos vinculadas a la pertenencia de clase que a las auto-definiciones identitarias, las relaciones de género, las expresiones simbólicas o los «modos de vida». En este marco se insertan movimientos como el feminismo y su lucha contra la dominación patriarcal, profundamente críticos de constelaciones muy arraigadas de ejercicio del poder, o las luchas por el reconocimiento de las sexualidades alternativas, todos los cuales también han ido cobrando fuerza durante los decenios postdictatoriales.

      En paralelo a estos «nuevos movimientos sociales», conectados en parte a la consolidación del nuevo modelo societal (ya sea por los cambios culturales que inadvertidamente propicia, ya por los problemas no tradicionalmente «sociales» que exacerba, como lo sería la destrucción medioambiental que ha dado origen a movimientos ecologistas y a variadas expresiones de reivindicación regionalista o de pueblos originarios), han reemergido esporádicamente durante estos años expresiones más «clásicas» de contestación social, tales como las luchas sindicales, las tomas de terreno (como la de Peñalolén de 1992-1998) o las protestas estudiantiles. Es interesante constatar que en algunos de estos casos, estas movilizaciones han surgido de espacios intensamente reconfigurados (cuando no directamente gestados) por el neoliberalismo, tales como las faenas subcontratadas, la pesca artesanal, la industria forestal o el personal de los consorcios comerciales ahora denominados, en el prurito anglofílico antes consignado, retail. Esto sugiere que, en una irónica «reencarnación» de la antigua lógica marxista, el nuevo orden social también es capaz de engendrar a sus propios sepultureros, o si se prefiere una formulación menos grandilocuente (y más ajustada a la realidad), su propio «enemigo interno». Los incontenibles, aunque hasta aquí no verdaderamente desestabilizadores, «reventones sociales» han tenido al menos la capacidad de desmentir el supuesto unanimismo postdictatorial y poner recurrentemente en el tapete las insuficiencias, distorsiones y contradicciones del modelo que nos heredaron Pinochet y Jaime Guzmán. Y en algunas contadas ocasiones, como en el movimiento estudiantil de 2011, el movimiento «No Más AFP» de 2016 y la «ola feminista» de 2018, han logrado sacudir temporalmente la complacencia de sus principales defensores y beneficiarios. No debe olvidarse que el socavamiento de los sentidos comunes neoliberales estuvo en la base de la metamorfosis concertacionista que llevó a Michelle Bachelet de vuelta a la presidencia en 2014 y, en un registro más abiertamente renovador o proyectual, incubó a esa nueva izquierda juvenil que se agrupó en 2017 en torno al Frente Amplio, primer esbozo de un recambio generacional que tal vez anuncie, finalmente, el despunte de un Chile verdaderamente post-transicional.

      Es indudable que, más allá de las marchas y contramarchas que las páginas anteriores se han esforzado por resumir, y más allá de las voluntades de detractores y partidarios, el Chile que emerge de estos treinta años es muy diferente del que asistió al plebiscito de 1988 y muchísimo más del que padeció el golpe militar de 1973. Aparte de los cambios deliberadamente impuestos por los diseñadores del Chile neoliberal, y mantenidos con mayores o menores modificaciones por el Chile concertacionista, el país ha experimentado cambios «subterráneos» que dichos planificadores no previeron, pero que pesan muy fuertemente sobre nuestra convivencia actual. Por sólo nombrar los más evidentes, ni los más «visionarios» arquitectos de lo que Tomás Moulian denominó el «Chile actual» deben haber previsto la mayúscula revolución comunicacional provocada por las tecnologías del computador y la telefonía celular, que, junto con conectar a las personas de maneras tan diversas como incontrolables (y no siempre en un sentido positivo), han terminado incluso por socavar la influencia de baluartes tan inconmovibles del pinochetismo como el duopolio de la prensa escrita y el abanico no mucho más amplio de la televisión abierta. De igual forma, la «liberalización» de las costumbres y la diversificación de los estilos de vida, en alguna medida consecuencia directa de la modernidad globalizada tan promocionada por esos arquitectos, han erosionado concepciones conservadoras sobre la moralidad personal y la estructura familiar que sus referentes políticos, en un gesto no exento de contradicción, hubiesen querido articular con el imperio absoluto de las «libertades» económicas. No por nada, fue durante estos años transicionales que en Chile, contra la obstinada resistencia de sectores de derecha, por fin se dio un reconocimiento legal del divorcio y de algunas causales restringidas para el aborto. Y por último, en referencia a lo que ha sido sin duda uno de los cambios históricamente más relevantes de estos últimos tiempos, la llegada masiva de inmigrantes latinoamericanos atraídos precisamente por la promesa de este Chile neoliberal y «rico», cuya baratura laboral no le produce ningún problema a un empresariado siempre feliz de seguir reduciendo costos, está tensionando visiblemente las auto-percepciones de un país que siempre se ha creído homogéneo y que nunca, por cierto que equivocadamente, se ha reconocido racista. Qué podrían augurar estos cambios en profundidad para un posible (y tal vez ya comenzado) ciclo post-transicional es muy difícil de prever. Lo que sí está claro es que los dilemas y las luchas del mañana podrán ser parcialmente los mismos (porque la dictadura de los mercados y la hegemonía empresarial siguen siendo realidades muy vigentes), pero no serán exactamente los mismos del ayer.

      ¿Estaríamos, por tanto, después de treinta años, finalmente al término del interminable ciclo transicional? Es difícil saberlo, pues la historia no suele acomodarse mansamente a los números y las efemérides redondas. Pero resulta a lo menos simbólico que este trigésimo aniversario se cumpla bajo un gobierno de derecha