Julio Pinto Vallejos

Largas sombras de la dictadura: a 30 años del plebiscito


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atención pública de evidente y creciente precariedad, que incluso así experimenta serias tentativas de penetración por parte de proveedores privados. Y qué decir del sistema de pensiones, bastión intocable y masivo de capitales para la inversión privada, extraídos de manera forzosa de una población cotizante que no puede disponer libremente de sus ahorros (como debería ocurrir bajo una legislación consecuentemente liberal) y que al final del camino se encuentra con pensiones que en su inmensa mayoría no alcanzan a cubrir las necesidades más básicas de una persona. En todas estas dimensiones, que afectan las vidas cotidianas de todas y todos los habitantes del país, la institucionalidad dictatorial ha sufrido apenas retoques menores, pero no ha sido sometida a un verdadero juicio ciudadano, salvo por parte de movimientos sociales que se plantean por lo general en términos abiertamente anti-sistémicos.

      ¿Cómo explicar estas tenaces supervivencias dictatoriales en un período que se define en lo esencial como una superación de dicha experiencia? Hasta cierto punto, ellas sólo reflejan una correlación objetiva de poderes políticos, económicos y sociales que no sufrió cambios fundamentales con el tránsito a la democracia, y que ciertamente no responde, al menos en los momentos críticos, a imperativos propiamente democráticos. Lo que un dirigente de derecha, Andrés Allamand, bautizó acertadamente a comienzos de la transición como los «poderes fácticos», sugiere que, por detrás de la aparente restauración de la soberanía ciudadana, las decisiones políticas verdaderamente relevantes se adoptan en espacios mucho menos transparentes o participativos. Así lo demostraron en su momento las fuertes reacciones del estamento militar frente a cualquier tentativa de hacerlo responder por sus peores violaciones a los derechos humanos. Así lo ha demostrado también la obstaculización sistemática de la derecha política al «desamarre» de los numerosos nudos dictatoriales. Y así lo ha demostrado, finalmente, el persistente boicot empresarial a modificar en lo más mínimo la legislación laboral, educacional o previsional heredada del pinochetismo.

      Podrá decirse, en el primer caso, que el correr de los años, y sobre todo la pertinacia de las organizaciones de familiares de víctimas, sí han podido conseguir algo de verdad, algo de justicia y alguna reparación. No puede minimizarse en dicho plano el valor simbólico del trabajo realizado por las comisiones Rettig y Valech, que ha terminado por neutralizar, a lo menos hasta aquí, los despliegues más flagrantes del negacionismo, escandalosamente estentóreos durante los primeros años de la postdictadura. Tampoco puede negarse el efecto político de algunos juicios y condenas emblemáticas de notorios agentes represivos, como Manuel Contreras, Pedro Espinoza o Álvaro Corbalán. Y en ningún caso resulta insustancial que el Ejército haya asumido públicamente en 2004, bajo la comandancia en jefe del ahora también procesado y condenado Juan Emilio Cheyre, su responsabilidad institucional en los «hechos punibles y moralmente inaceptables del pasado». Pero sigue siendo un hecho que los juzgados y condenados son sólo una minoría (432 sobre un total de 2452 causas abiertas3), que las fuerzas armadas no han contribuido en nada al hallazgo de los detenidos desaparecidos y que el orgullo por la obra «restauradora» de la dictadura se mantiene muy firme en la psicología militar. No resulta a ese respecto una señal muy tranquilizadora el reciente homenaje al represor Miguel Krassnoff Martchenko, nada menos que en la Escuela Militar y con la aquiescencia del director de una institución destinada precisamente a la formación de los futuros cuadros directivos de ese cuerpo armado.

      Por su parte, la derecha política, salvo muy contadas excepciones, también ha hecho lo suyo por preservar lo sustancial del legado pinochetista y justificar los crímenes cometidos en dictadura como «excesos» de individuos fuera de control, respuestas inevitables a un «contexto» de violencia política instalado inicialmente por la izquierda o, por último, como el doloroso pero necesario precio que se debió pagar para pavimentar el camino hacia nuestra actual armonía y prosperidad. Imposible olvidar en este contexto su desconocimiento inicial a los crímenes establecidos por el Informe Rettig, la contumaz defensa del entonces senador y actual ministro de Justicia (¡y Derechos Humanos!) Hernán Larraín a la ya públicamente condenada Colonia Dignidad, o la reacción visceral provocada entre todos sus personeros, liderados en aquel entonces por un emergente Joaquín Lavín, ante el arresto en Londres de Augusto Pinochet. El paso del tiempo ha atenuado un poco las expresiones públicas de esa lealtad, que sin embargo irrumpe sin demasiadas inhibiciones cuando se trata de gestionar leyes de olvido, indultar a criminales de la dictadura, o más recientemente aún, congratularse ante los triunfos electorales de exponentes mundiales de la renaciente extrema derecha como Jair Bolsonaro o Donald Trump. No resulta tranquilizador, en este sentido, que a treinta años del término de la dictadura, una joven diputada del partido supuestamente más moderado de la derecha (Renovación Nacional), Camila Flores, nacida quince años después del golpe militar, se haya declarado recientemente una «orgullosa pinochetista».

      Si se desplaza el lente hacia las herencias más sustantivas del período dictatorial, lo que queda en la retina es la defensa inclaudicable de cada uno de sus bastiones institucionales, empezando por la Constitución de 1980, y continuando con todos los otros dispositivos «modernizadores» reseñados en los párrafos anteriores. Incluso cuando algunos de tales bastiones han ido cediendo parcialmente, como en los casos del lucro en la educación o el sistema electoral binominal (lo que ha privado a la derecha de su capacidad automática de veto parlamentario), siempre queda algún recurso pinochetista del cual se puede echar mano, como lo ha sido últimamente el Tribunal Constitucional. Así se ha ido ganando tiempo para que la memoria de los crímenes dictatoriales se comience a diluir, el nuevo orden económico-social se empiece a naturalizar y el inevitable desgaste de los gobiernos sucesores comience a rendir frutos, permitiéndole a la postre a esa derecha sucesora, nada menos que en dos ocasiones, recuperar su control del Poder Ejecutivo por vía electoral.

      Finalmente, en el caso de ese otro gran «poder fáctico», el empresariado, el apego al legado pinochetista resulta todavía más inexpugnable y menos autocrítico. Desmarcándose rápidamente de sus evidentes responsabilidades y simpatías respecto de la gestión dictatorial, pero defendiendo a todo trance sus principales lineamientos económicos y sociales, este actor surge sin lugar a dudas como el principal beneficiario de tales cambios, tanto a nivel material como simbólico. En lo primero, no sería una exageración sostener que desde el siglo XIX Chie no era un país tan «amigable» para los ricos, que son por lo demás cada vez más ricos, equiparables en algunos casos a las mayores fortunas a nivel mundial. En lo segundo, no es casual que el «emprendimiento» haya reemplazado en el discurso y en el imaginario nacional al trabajo como principal atributo de dignificación (o al menos de éxito) personal y como principal acceso al reconocimiento social. No llama entonces la atención que su reacción frente a la menor veleidad de cuestionamiento del orden neoliberal despierte las más férreas y agresivas defensas. Y si bien una postura más «conciliatoria» (o francamente favorable) como la desplegada por Ricardo Lagos pudo llevar al empresariado a un aflojamiento de sus peores sospechas anti-concertacionistas, el solo anuncio de reformas en materia tributaria, laboral o educacional por parte del segundo gobierno de Bachelet encendió inmediatamente todas las luces de alerta, provocando un indisimulado (y dañino) boicot a las inversiones, con un impacto sobre los índices económicos que ellos mismos se apresuraron a adjudicar a la ineptitud de los cuadros gobernantes. Cualquier asomo de cuestionamiento a los múltiples dispositivos que han hecho de Chile un verdadero «paraíso empresarial», ya sea por vía de cobrar mayores impuestos, regular un poco más el libre despliegue de la iniciativa privada o restablecer mínimamente los equilibrios en materia de negociaciones salariales, es rápidamente fulminado como recaída «estatista», desvarío «populista» o inaceptable vulneración de una suerte de «contrato social» que habría consagrado para siempre el imperio de las libertades económicas y el derecho de propiedad. Poco importa que ese «contrato» haya sido impuesto dictatorialmente, por supuesto que sin consultar a ninguna hipotética contraparte popular o laboral, y que se haya mantenido estos últimos treinta años más por la vía de amarres fácticos y bloqueos institucionales que por la deliberación democrática o la suscripción de un auténtico pacto social. Mientras tales vetos se mantengan, el empresariado podrá seguir cosechando alegremente lo sembrado en dictadura.

      Siendo importante recordar el peso de estos «poderes fácticos», ello podría sin embargo inducir a relativizar las responsabilidades que en todo esto cupieron a los gobiernos concertacionistas.