Julio Pinto Vallejos

Largas sombras de la dictadura: a 30 años del plebiscito


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a lo que el primero de sus presidentes (Patricio Aylwin) definió célebremente como «la medida de lo posible». Nadie podría negar la realidad de dichos constreñimientos, ampliamente reseñados en los párrafos anteriores. Un nuevo golpe de Estado («retroceso autoritario») ciertamente no era una hipótesis descartable durante los primeros años postdictatoriales (¿alguna vez podrá serlo?), del mismo modo que los bloqueos derechistas o empresariales podían (y pueden) provocar serios tropiezos económicos e institucionales. Pero ni la política ni la historia clausuran nunca totalmente los espacios para la acción creativa o transformadora. En algunos casos, estos sí fueron aprovechados por los gobiernos concertacionistas. Ya se han recordado y reconocido debidamente algunas de estas instancias, tales como la promoción de una política más activa en favor del respeto a los derechos humanos (incluyendo el reconocimiento oficial de los peores crímenes de la dictadura y el otorgamiento de compensaciones monetarias y simbólicas a las víctimas), o las tentativas más o menos exitosas de avanzar en reformas institucionales o protecciones sociales (incluyendo el Programa GES en la salud o los pilares solidarios en la previsión). Sin embargo, en otros casos se optó voluntariamente por no interferir en algunos de los más profundos legados dictatoriales, o más aun, por reforzarlos y legitimarlos como norma de convivencia social. Es aquí, y más allá de si tales decisiones hayan obedecido a impotencia objetiva o encantamiento subjetivo (y hubo algo de una y de otro, según los casos), donde verdaderamente reside su responsabilidad histórica.

      Entre tales «abdicaciones», más o menos voluntarias, la que primero se hizo notar, y ha tenido tal vez las más profundas consecuencias, fue la de desmovilizar a los actores sociales que en buena medida habían hecho posible el triunfo del «No» en 1988 y que se habían llevado el mayor peso, como protagonistas o como víctimas, de la resistencia a la dictadura. Temerosa de una reacción militar que pudiese desarmar la todavía frágil transición a la democracia, temerosa también de una efervescencia social que pusiese en duda su capacidad de gobernar el país sin sobresaltos, la flamante Concertación de Partidos por la Democracia optó mayormente por prescindir de esos apoyos, salvo para las coyunturas electorales. Se pensó tal vez que el solo restablecimiento de las libertades públicas, en un primer momento, y la restauración de algunas protecciones sociales, a medida que transcurría el tiempo, bastarían para satisfacer las demandas tanto tiempo contenidas y generar (como en alguna medida ocurrió) nuevas lealtades políticas hacia el futuro. El precio de dicha opción a más largo plazo, sin embargo, fue el de reforzar una tendencia hacia la despolitización de la sociedad que en rigor había sido una de las más ambiciosas apuestas de la dictadura, pero que la magnitud y la intensidad de las contradicciones que ella generó había hecho hasta entonces imposible lograr.

      La «primavera» concertacionista y el simple cansancio provocado por la coyuntura dictatorial facilitaron esta deriva, que se tradujo durante esos primeros años en una suerte de amnesia colectiva que unos gobernantes obsesionados con la «reconciliación nacional» y el olvido de todos los «excesos» pasados hicieron todo lo posible por avivar. Fruto de ello fue también el muy consciente abandono de cualquier posibilidad de mantener o generar un aparato comunicacional que pudiese neutralizar ese otro gran poder fáctico que fueron (y son) los grandes consorcios mediáticos, sistemáticamente fieles al pinochetismo, o de sostener la acción social y cultural que diversas organizaciones no gubernamentales se las ingeniaron para mantener en dictadura y que podrían haber significado un cierto contrapeso al predominio de la «facticidad» en democracia. La política, concluyeron los dirigentes concertacionistas, en tácita o expresa coincidencia con los seguidores de Jaime Guzmán, era algo demasiado delicado como para dejarla a merced de las veleidades populares. La desmovilización social y la «profesionalización» (o la «clientelización») de la política fueron así las dos caras de una medalla que los conductores de la postdictadura estuvieron dispuestos a consagrar, lo que ha dejado múltiples y alarmantes consecuencias (la generalización del descrédito, los recurrentes brotes de corrupción, la sensación de impotencia frente a los grandes beneficiarios del sistema) para nuestra convivencia actual y futura.

      Fue bajo este doble sello de desafección política y (aparente) conformidad social que se fue decantando lo que podríamos denominar el ethos mayoritario del Chile postdictatorial: individualista, consumista, desconfiado, hiperkinético, malhumorado y muy poco cortés. Ni la dirigencia concertacionista ni las diferentes emanaciones del pinochetismo, cada vez más entrelazadas por vínculos de interés y concordancia, vieron esta deriva con malos ojos. Para unos era una garantía de gobernabilidad y del consiguiente repliegue de los fantasmas del pasado. Para los otros emergía como prueba de aceptación, o incluso de entusiasmo, por el modelo de sociedad que tanto habían pugnado por instalar. Este clima dio origen a fenómenos políticos como el «cosismo», encarnado hacia el cambio de siglo por la Unión Demócrata Independiente y Joaquín Lavín, fundado sobre la convicción, también heredada de la dictadura, de que a las personas comunes y corrientes no les importaban las cuestiones de «alta política», sino sólo aquéllas que tenían que ver con sus intereses más cotidianos e inmediatos: el empleo, el acceso al consumo, la educación de los hijos, el hermoseamiento de los barrios.

      Más duradera como expresión de este «pragmatismo» transicional fue la propagación de prácticas políticas «clientelares», en que una ciudadanía desconectada de los debates doctrinarios ofrecía sus votos, y por tanto el acceso a los cargos de poder institucional, a quien estuviese dispuesto, independiente de su color político, a retribuirlos con la mayor generosidad o al menos con la solución de sus problemas más urgentes. Como en épocas anteriores de nuestra historia, este renacimiento del «cohecho» no era tanto una manifestación de «simpleza» o «ignorancia» popular, como un síntoma de un proceso de toma de decisiones al que razonablemente se pensaba que no se podía tener acceso, ni mucho menos capacidad sustantiva de injerencia. En todo caso, infinitamente más expresivo de esta percepción fue el alejamiento cada vez más masivo de los comicios electorales, alcanzándose tras la llegada del nuevo siglo cifras de abstención francamente inéditas en nuestro país, al menos desde la democratización del sufragio hacia fines de la década de 1950. No debe olvidarse a este respecto que el retorno de Sebastián Piñera a la primera magistratura en 2018, celebrado vociferantemente como una verdadera avalancha de aprobación popular, sólo involucró a un 28% del universo electoral, quedando las cifras de abstención (un 52% del padrón) como las verdaderamente vencedoras.

      Sería un error atribuir estas prácticas a una mera propagación del desánimo o de los sentimientos de impotencia. Es un hecho que los crecientes índices de prosperidad material, aunque mal distribuidos, han provocado entre nosotros una verdadera mutación cultural, lo que el ya nombrado Joaquín Lavín denominaba hacia fines de la dictadura, algo prematuramente, una «revolución silenciosa». Este «encantamiento» neoliberal, lubricado por las tarjetas de crédito y la masificación publicitaria, fue envolviendo a la ciudadanía en una dinámica de consumo y endeudamiento que se fue haciendo adictiva (el mall reemplazó a otros lugares públicos como principal espacio de esparcimiento social), pero que no se sostenía exclusivamente sobre ilusiones. Los automóviles, los electrodomésticos (incluyendo los cada vez más ubicuos computadores y teléfonos celulares) y el turismo dejaron de ser un lujo sólo accesible a los más ricos, mientras que la educación universitaria, alimentada por una proliferación de instituciones privadas (a veces, pero no siempre, de muy dudosa calidad), le abrió a muchas familias, por primera vez en su historia, el sueño de la hija o el hijo profesional. De esa forma, lo que en tiempos de Pinochet eran meros alardes propagandísticos (y de bastante mal gusto, considerando la miseria generalizada) fueron ahora cobrando visos cada vez más reales, al punto de entusiasmar no sólo a los conversos, sino a muchos que en un comienzo habían renegado de los cantos de sirena neoliberal. No fue entonces extraño que el mismo intelectual concertacionista que en 1988 se había mofado de la «revolución silenciosa» de Joaquín Lavín, el sociólogo Eugenio Tironi, proclamara en 2002 que «el cambio ya estaba aquí» y que eso debía ser más motivo de orgullo que de consternación. Por esos mismos años, bajo la conducción de un presidente concertacionista –Ricardo Lagos– a quien el propio Tironi había ayudado a triunfar electoralmente sobre Joaquín Lavín, se sellaba una suerte de «segundo pacto transicional» con el empresariado, expresión simbólica de la reconciliación definitiva de ese conglomerado, encabezado por un militante del Partido Socialista, con el modelo de sociedad