Julio Pinto Vallejos

Largas sombras de la dictadura: a 30 años del plebiscito


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por una ampliación de las protecciones sociales y una disminución de los niveles de pobreza que, por mucho que hayan respondido también a los efectos «espontáneos» del ciclo económico, o no hayan rectificado nuestros escandalosos índices de desigualdad, ni hayan abandonado el principio dictatorial de «focalizar» las ayudas estatales sólo en los sectores más pobres (es decir, no en el conjunto de la comunidad), ni menos hayan erradicado la pobreza «dura», han hecho de éste un período reconocidamente menos apremiante desde el punto de vista material («los mejores años de nuestra historia», según una muy reciente y autocomplaciente declaración del político concertacionista Víctor Barrueto). De hecho, y como lo revela la frase recién citada, aquí reside el segundo gran dispositivo legitimante de la coyuntura postdictatorial.

      Pero una vez hechos estos necesarios (y justos) reconocimientos, no puede negarse que en el diseño concertacionista, o en el devenir histórico que se desplegó bajo su conducción, terminaron primando más las continuidades que las rupturas, más las profundizaciones o consolidaciones que los virajes. Es por eso que, sin caer en la descalificación simplista o en la caricatura bipolar, no están tan desencaminados quienes tienden a visualizar este período, sobre todo en retrospectiva de tres décadas, como el colofón «con rostro humano» que permitió hacer sostenibles (y soportables) los ingredientes más profundos y radicales del proyecto dictatorial. Sin la presencia agobiante del dictador y sus aparatos de seguridad, sin el miedo y la incertidumbre como compañía cotidiana, sin la miseria como telón de fondo inconmovible, la adopción del neoliberalismo y de un modelo individualista y competitivo de convivencia social podían tornarse más digeribles, y al menos entre algunos círculos, hasta más deseables o «naturales». Tras la catástrofe, la normalización.

      La más evidente de esas continuidades, y la que en definitiva ha resultado más difícil de socavar, es la instalación del capitalismo neoliberal. No parece necesario abundar en la caracterización de un modelo que ha sido analizado y diseccionado prácticamente hasta el cansancio, ya sea para celebrar sus supuestos méritos y fortalezas, ya para denostar sus innegables vacíos y contradicciones. Mucho se ha hablado, en el primero de estos registros, sobre la «dinamización» que esta forma de organizar la economía ha traído para un país que habría vegetado durante décadas en el estancamiento y la ineficiencia. Es gracias a ella, afirman y repiten sus apologistas, que los índices de crecimiento alcanzaron durante la primera década postdictatorial tasas sin precedentes; que las finanzas nacionales se sanearon y consolidaron; que el país atrajo capitales extranjeros en dimensiones tan «generosas» como envidiables; y que nuestra vida material alcanzó niveles que, aun sin igualarse a los del mundo verdaderamente desarrollado, nos habrían dejado prácticamente en el umbral de esa codiciada condición. Fue gracias a ella, en suma, que nos habríamos convertido en los «jaguares» de América Latina, alarde que se prestó, durante esa misma década de 1990, para una aguda parodia televisiva que nos caricaturizaba –merecidamente– como los «nuevos ricos» del continente.

      Es innegable que algunos de estos juicios no están tan divorciados de la realidad como quisieran sostenerlo los detractores más furibundos del Chile transicional. Los indicadores macroeconómicos efectivamente mejoraron en relación a los años de la dictadura, aunque no tanto en relación a períodos anteriores de la historia, cuando el crecimiento de mediano plazo fue bastante menos paupérrimo de lo aseverado por los publicistas del neoliberalismo. El ingreso y el consumo per cápita efectivamente crecieron de manera significativa, aunque es verdad que medidos en promedios que maquillan profundas desigualdades y que en muchos casos se sostienen sobre un endeudamiento que se ha convertido en otro rasgo estructural del nuevo ordenamiento económico. Los niveles de pobreza y extrema pobreza disminuyeron, sobre todo en comparación con las impresentables cifras que en este ámbito produjo la dictadura. Y por último, la imagen (y sobre todo la auto-imagen) económica del país experimentó una notoria mejoría. En ningún caso podría decirse que el «milagro» postdictatorial haya sido un simple espejismo.

      Pero es igualmente innegable que, por debajo y por fuera de todas estas cuentas alegres, el modelo económico finalmente apropiado y legitimado por los gobiernos de la Concertación sigue exhibiendo una serie de distorsiones e insuficiencias que, además de abrumar nuestra convivencia social presente, auguran complejos y conflictivos escenarios para el porvenir. Entre esas insuficiencias, la más flagrante y justicieramente denunciada es la desigualdad, condición en que ocupamos uno de los lugares más destacados a nivel continental y mundial. Puede que seamos ahora, en promedio, un país más rico que hace tres décadas, pero seguimos siendo un país sumamente –y porfiadamente– desigual, con índices de concentración y mala distribución del ingreso que el mercado por sí solo ha sido incapaz de corregir, y que las relativamente tímidas intervenciones de un Estado mucho más débil que el anterior a la dictadura tampoco ha logrado (¿o querido?) modificar. De acuerdo a las mediciones más recientes, Chile es el país más desigual de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), club de países ricos del cual formamos «orgullosamente» parte desde 2010. Peor aun: hacia el año 2012, Chile se ubicaba entre el 15% de los países más desiguales del mundo, ocupando el lugar 117 sobre un total de 1341. Es decir, seríamos un país rico (dentro de un marco de respeto irrestricto a las normas del capitalismo neoliberal), pero desigual.

      Somos además un país en donde, más allá de la recuperación en la inversión social que los gobiernos concertacionistas bregaron por implementar, las personas gozan de un nivel comparativamente bajo de protecciones sociales, quedando muchas situaciones de indefensión (la enfermedad, la desocupación, la vejez) entregadas esencialmente al esfuerzo individual, o a apoyos bastante magros por parte del Estado (desde las «modernizaciones» pinochetistas, los empleadores se desligaron completamente de esta responsabilidad). Esta condición encuentra su correlato en una precarización generalizada del acceso al trabajo y de las condiciones salariales, que si bien no alcanzan las dimensiones dramáticas que presentaron durante gran parte de la dictadura, no ofrecen, para un segmento muy significativo de la población, perspectivas estables de desarrollo personal y laboral, o de mejoramiento sostenido de su situación material. No podría ser de otra forma en un sistema económico que se sostiene en gran medida sobre la «flexibilidad» de la fuerza de trabajo (es decir, sobre la posibilidad de contratar y despedir sin mayores impedimentos); sobre la reducción de los costos asociados al factor trabajo («tercerizando» o subcontratando faenas, suprimiendo los aportes patronales a la seguridad social, obstaculizando la formación o la acción de los sindicatos, etc.); o lisa y llanamente manteniendo los salarios en los niveles más bajos que se pueda. El Chile transicional puede ser un país con mayor acceso al consumo que en épocas anteriores, pero al precio de una fragilidad endémica, agudizada por el recurso a un endeudamiento indispensable para sostener o mejorar dicho acceso, o simplemente para sobrevivir durante las frecuentes interrupciones del ciclo laboral.

      Lo que se verifica de esta forma en el plano individual, se reproduce también a nivel colectivo. Una economía que funciona esencialmente con base en la exportación de materias primas con bajísimos índices de elaboración, o de la oferta de facilidades inmejorables (y a menudo leoninas) para la inversión extranjera, claramente no dispone de muchos resguardos frente a la adversidad o los imprevistos, ya sea que éstos se presenten bajo la forma de sobresaltos en el comercio internacional, de fluctuaciones en la confianza de los grandes operadores mundiales, del agotamiento o sustitución de recursos naturales intrínsecamente degradables y que hasta aquí se ha hecho bastante poco por proteger, o de decisiones de política económica foránea sobre las cuales no se tiene ningún control. Así quedó demostrado durante las dos grandes coyunturas recesivas que se vivieron durante estos treinta años (la crisis asiática de 1998-1999, y la crisis de los mercados hipotecarios de 2008-2009), pudiendo haber sido el daño aun mayor, por lo menos en el segundo de los casos citados, si la explosiva demanda china no hubiese compensado parcialmente el desplome de los mercados europeos y norteamericanos. En ambas ocasiones, los gobiernos concertacionistas en ejercicio se congratularon de la capacidad de sus equipos económicos para maniobrar con la suficiente destreza «técnica» para minimizar los impactos recesivos, objetivo que en alguna medida efectivamente se logró (ninguno de esos episodios alcanzó las dimensiones devastadoras de las dos depresiones vividas en dictadura). Pero ello no alcanza a ocultar la vulnerabilidad estructural a que está expuesta una economía pequeña, con bajísimos índices