Adriana María Suárez Mayorga

Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910


Скачать книгу

progreso que lo pondría a la par con las demás repúblicas hispanoamericanas no era un recurso retórico, sino un indicio palmario del enfrentamiento que por entonces había entre dos posturas antagónicas que convivieron durante la Regeneración y que causaron una serie de debates que son imprescindibles para entender adecuadamente dicha etapa:9 una, fue la postura preconizada por aquellos letrados que anhelaban ser espectadores de las transformaciones materiales que, desde su perspectiva, traerían consigo la prosperidad del territorio patrio, y la otra, fue la postura defendida por los regeneradores, quienes reivindicaban la ausencia de esos cambios con el fin de priorizar la exaltación de los valores sobre los cuales se edificaba la ideología regeneracionista (por ejemplo, la virtud y el perfeccionamiento moral).10 La persistencia del antagonismo entre ambas posiciones no solo marcó los decenios en estudio, sino que además sentó las bases del decurso histórico posterior.

      Inscrito en este horizonte, un interrogante que hasta ahora no se ha mirado con detenimiento, para los años que van de 1886 hasta 1910, es hasta dónde los procesos de transformación que la historiografía colombiana ha identificado acudiendo a esa noción de progreso se inscriben dentro de la “idea de modernidad” (Gorelik, 2014, p. 8).11 Tal como lo plantea Adrián Gorelik (2014), no se “trata, entonces, de definir un comienzo ontológico” de la misma, “sino de situar en la historia el momento” en que esos cambios “fueron interpretados como modernos, a la vez que fueron coloreados por esa interpretación, dotándolos de una dinámica” que incide “en las representaciones” (p. 7). La “espiral” que resulta de esa ida y vuelta es justamente lo que dicho autor llama modernidad (p. 7).12

      Las pesquisas más relevantes en la materia señalan que esa la idea de modernidad supone la confluencia de la conciencia y la experiencia de un mundo que transmuta; en otras palabras, la “conciencia de tiempo específico, es decir, la de tiempo histórico, lineal e irreversible”, que camina “irresistiblemente hacia adelante” (Calinescu, 1991, p. 23), debe estar acompañada de las “transformaciones sociales y materiales” (Gorelik, 2014, p. 8) que cristalizan esos signos de cambio en la realidad. Y este último proceso es precisamente el que se conoce como modernización.13

      La pertinencia de la definición anterior reside en que permite vislumbrar por qué la ciudad moderna se erige en “el sitio por antonomasia” de dicha metamorfosis, pues al identificarla con la noción “de progreso (o con sus costos)” (Gorelik, 2014, p. 8) se convierte en un instrumento inmejorable para arribar a ese estadio ideal de desarrollo.

      Hablar de ciudad moderna implica, por consiguiente, hablar de un momento histórico en el que se da la confluencia de un proceso de modernización urbana con el nacimiento de una variedad de “valores y visiones” (Berman, 1991, p. 2) que daban cuenta de esas transformaciones. La experiencia del cambio, reflejada en las alteraciones físicas que sufre el espacio urbano, tales como la ruptura de los patrones tradicionales de asentamiento, la variación en el uso de ciertas áreas, la creación de barrios obreros, la dotación de servicios domiciliarios, etc., se une así a las representaciones surgidas de esos cambios, dándole de esta forma origen a esa ciudad moderna.14

      Hay que hacer énfasis en este punto porque una dificultad persistente en las investigaciones que se enfocan en el espacio urbano bogotano de fines de la centuria decimonónica hasta mediados del siglo XX es la utilización indiscriminada de los conceptos ciudad moderna, modernización y modernidad, sin atender a las particularidades de cada uno de ellos. Lo que en esta dirección se quiere subrayar es que para comenzar a reflexionar adecuadamente sobre la materia es indispensable comprender que “la idea de ‘ciudad moderna’” nace de una “idea de modernidad” que, tal cual ha sido definida por los especialistas en el tema, “combina una experiencia histórica con una conciencia histórica” (Gorelik, 2014, p. 8).

      La traducción de estos planteamientos al período en estudio constriñe a proponer una tesis central del libro: si bien no se puede negar que la actitud exhibida en estos años por algunos letrados colombianos anunciaba de modo incipiente (al exigirle al Gobierno que se pusieran en marcha los adelantos que requería el país para progresar) esa conciencia de tiempo específico de la que habla Matei Calinescu, lo cierto es que todavía no estaban dadas las condiciones para que en ese momento confluyeran, “en relación necesaria, las transformaciones sociales y materiales con las representaciones culturales que buscaban comprenderlas, criticarlas o guiarlas” (Gorelik, 2014, p. 8). Todavía no se había producido el cambio estructural requerido para que se juntaran, usando la terminología de Marshall Berman, “los procesos de ‘modernización’ y los ‘modernismos’” (p. 8).15 Bogotá, analizada bajo este lente, no experimentó ese cambio estructural durante la Regeneración porque los regeneradores legitimaron su poder en valores que marcaron “la vida institucional del país con el sello de la lucha contra la modernidad” (González, 1997, p. 49).

      Tras realizar las aclaraciones de tipo teórico-conceptual, es preciso aludir de modo sucinto al sustrato historiográfico del que se nutre esta investigación. Una primera observación a efectuar es que, aunque en las últimas décadas se ha propagado la idea de que “el espacio local constituye una unidad analítica peculiar” (Ternavasio, 1992, p. 56) que posee una validez indiscutible dentro de la historia política para examinar el proceso de conformación de los Estados nacionales, la anuencia a este precepto no ha estimulado con la misma diligencia en todos los países del continente americano la iniciación de pesquisas sobre el tema.16

      Tal vacío historiográfico se debe a las dificultades que se presentan para encontrar fuentes que permitan analizar a profundidad la [esfera municipal], así como a las singularidades del medio andino que, buena parte de las veces, se acentúan en el territorio [colombiano. Consecuencia] de lo anterior es que los investigadores han tenido que recurrir a formular planteamientos de tipo general que, o se encuentran a la espera de ser corroborados, precisados o refutados, en investigaciones posteriores, o no son pertinentes al revisar el problema desde la escala local. (Suárez Mayorga, 2018, p. 778)17

      Más que abordar en detalle las diferentes fuentes secundarias consultadas, lo que se pretende en este apartado es enunciar algunas precisiones acerca de la manera en la que en la esfera latinoamericana se ha estudiado el papel cumplido por la administración local en el transcurso del siglo XIX. Con frecuencia, el acercamiento a este problema se ha presentado esclareciendo cuál fue el accionar de los cabildos luego de la declaración de emancipación del imperio español y qué modificaciones se dieron con la sanción de la Constitución de Cádiz, en aras de explicar la continuidad o la ruptura que sufrieron algunas instituciones coloniales.18

      La predilección por aproximarse de este modo a dicha cuestión ha generado un cierto auge de la perspectiva constitucionalista, la cual se afinca en la idea de que, después de las guerras independentistas, el municipio se convirtió en la “célula política básica detentadora de soberanía” y las “comunidades locales” se erigieron “en fuentes de derechos políticos” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 24).

      Lo sucedido en el territorio neogranadino es diciente a la luz de esta conceptualización: pese a que tan pronto se dio la ruptura con la Metrópoli se promulgaron actas de independencia y textos constitucionalistas (testimonio de lo cual es la Constitución de Cundinamarca del 4 de abril de 1811), ninguno de esos documentos estableció un ordenamiento administrativo basado en el ámbito local. Solo a partir de la promulgación de la carta magna gaditana, se reivindicó al municipio como pieza esencial del engranaje gubernamental.19

      La característica fundamental de la Constitución Política de la Monarquía Española, aprobada el 19 de marzo de 1812 y jurada en los territorios americanos meses después, fue en efecto, la regulación “en materia de organización territorial del poder” de un “Estado unitario descentralizado” (Salvador Crespo, 2012, p. 11), situación que generó que la discusión sobre los artículos relativos a los municipios y a las provincias se estructurara alrededor de la preservación de la autonomía local y la función de las localidades como órganos de representación popular.20

      “El