quedaron circunscritas a: desempeñar “la policía de salubridad y comodidad”; “auxiliar al alcalde” en todo lo que perteneciera a “la seguridad de las personas”, los “bienes de los vecinos” y la “conservación del orden público”; administrar e invertir “los caudales de propios y arbitrios conforme á las leyes y reglamentos”; recaudar y repartir “las contribuciones”, remitiéndolas a la “tesorería respectiva”; “cuidar de todas las escuelas de primeras letras” y demás instituciones “de educación” que se pagaran “de los fondos del común”; velar por “los hospitales, hospicios, casas de expósitos” y el resto de “establecimientos de beneficencia”, bajo las reglas que se prescribieran; vigilar la “construcción y reparación de los caminos, calzadas, puentes y cárceles, de los montes y plantíos del común, y de todas las obras públicas de necesidad, utilidad y ornato”; “formar las Ordenanzas municipales” y “presentarlas á las Cortes para su aprobación por medio de la diputación provincial”, y “promover la agricultura, la industria y el comercio [según] la localidad y circunstancias de los pueblos”, así como todo aquello que les fuera “útil y beneficioso” (Constitución de Cádiz, 1813, pp. 104-105).22
Los ayuntamientos adquirieron gracias a las competencias reseñadas “algunas características descentralizadoras y democráticas”, en la medida en que se reconoció que “los vecinos de los pueblos” eran las únicas personas que conocían “los medios de promover sus propios intereses” y que no había “nadie mejor que ellos” para adoptar las prescripciones oportunas en el instante en que fuera preciso “el esfuerzo reunido de alguno o de muchos individuos” (Salvador Crespo, 2012, p. 23).
Empero, si bien existió esa voluntad de permitir que los municipios se encargaran de dirigir su propio rumbo, es tangible que los constitucionalistas no estaban pensando en avalar la total autonomía municipal, razón por la cual en la norma se ordenó “la inspección de la Diputación Provincial” y “la imposición del jefe político como presidente de la corporación” (Salvador Crespo, 2012, p. 24).23 El corolario de lo anterior fue que el ayuntamiento se erigió en un ente en el que sus miembros debían ser
elegidos por los vecinos en razón de la eficacia, pero donde [era] oportuno el control de una autoridad política legitimada por la voluntad nacional. De este modo, el régimen municipal de la Constitución de 1812 [pretendió] un municipio que recupe[rara] la tradición nacional, pero en realidad condu[jo] a una institución sometida al poder ejecutivo. (Salvador Crespo, 2012, p. 24)
La dualidad que encarnó esta situación ocasionó que en el transcurso del siglo XIX los municipios lograran constituirse en “un poder que limitaba la capacidad de injerencia del Estado en las sociedades locales”, suscitando en consecuencia numerosos choques entre ambos “formatos representativos” en torno a la “pervivencia de las libertades territoriales y corporativas” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 24).
En términos de gobernabilidad republicana, ello provocó un continuo riesgo en dos sentidos: a) de disgregación del territorio, porque las discrepancias con las comunidades fueron un sustrato fértil para el surgimiento de movimientos secesionistas, y b) de debilitamiento del gobierno central, pues a medida que la esfera municipal fue adquiriendo mayor injerencia, los distintos regímenes instaurados se vieron en la necesidad, o bien de concertar las medidas a adoptar, o bien de restringir, por medio del uso del fuerza o de la implementación de disposiciones de tipo autoritario e incluso dictatorial, las atribuciones del ámbito local.
La tendencia que se percibió a lo largo del siglo XIX fue a aumentar paulatinamente el control sobre las localidades, lo cual estimuló que, desde la prensa u otros organismos de deliberación, se empezara a debatir cuál era el verdadero significado de las dicotomías Estado nacional-autonomía municipal, centralización-descentralización y ciudadano-vecino. Lejos de ser una problemática coyuntural, la preocupación por estas cuestiones no solo se extendió hasta la centuria siguiente, sino que además denotó una ampliación de la discusión a otros asuntos, que fue congruente con la complejidad que adquirió el sistema político.
Importa hacer hincapié en esto último porque los delegatarios que redactaron la Constitución de 1886 regresaron al discurso doceañista para sentar las bases de la descentralización administrativa propugnada por la Regeneración: sustentados en que la esfera local debía administrar sus propios negocios, les confirieron a las municipalidades múltiples atribuciones que en la práctica no pudieron materializarse debido a que entraban en pugna con las funciones asignadas a los distintos agentes de la autoridad central. La tónica de los años subsiguientes fue, precisamente, el surgimiento de numerosas críticas orientadas a exigir la concreción de ese espíritu autonómico.
Una temática que historiográficamente está ligada a la exposición previa es la de la representación política en la esfera local. Frente a este ítem es pertinente señalar que durante muchos años “la historia electoral latinoamericana” estuvo “prisionera de una nueva Leyenda Negra” que estipulaba que la “representación política moderna” en “el continente” había sido “un fracaso” por el protagonismo que los caudillos, el fraude, la violencia, etc., habían tenido sobre ella (Annino, 1995b, p. 7).24
Tras el giro historiográfico acaecido en los años noventa del siglo pasado, dicha concepción fue revaluada, procedimiento que no solo implicó enfocar el problema desde abajo, es decir, investigando el conjunto de prácticas que habían definido “la “entrada” de votantes heterogéneos” en un “mundo supuestamente homogéneo” (Annino, 1995b, p. 8), sino también analizarlo a través de la interacción de “las instituciones, los valores y los actores”, tres categorías políticas que generalmente pertenecían a áreas de estudio separadas (p. 9).
La puesta en práctica de esta opción metodológica significó asumir que, allende los fraudes perpetrados, cada debate electoral estaba ligado a un proceso histórico específico que debía examinarse con una lupa particular.25 Tomando esta ruta se logró constatar que, aunque “la idea de nación moderna, liberal”, apuntaba en la teoría “a la construcción de una monoidentidad colectiva”, en la práctica originó “polidentidades” que marcaron las particularidades de cada país (Annino, 1995b, p. 9).26
La “democracia de las urnas”, corriente disciplinar que nació a raíz de la aplicación de tales preceptos, se concentró entonces en reivindicar la pertinencia de abordar el problema desde las dimensiones constitucionalista, electoral e institucionalista, con el fin de explicar el funcionamiento político de la región, apartándose de la mirada tradicional que concebía a las elecciones “como una farsa o un instrumento de clase”; a los partidos políticos como “un formalismo elitista” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 21) o como “un cuerpo de notables ajeno a los principios de competencia y participación” (p. 26) y a la legislación como un organismo distanciado de la sociedad.27
Utilizando esta tríada analítica se llegó a concluir que la paulatina complejización del acto comicial propició, primordialmente, tres cosas: la primera, que los sufragantes estuvieran por lo general “enrolados en fuerzas electorales, movilizadas colectivamente por las facciones o los partidos” (Sabato, 1999, p. 21). La segunda, que se estimulara la creación de entidades (asociaciones profesionales, sociedades de ayuda mutua, clubes, etc.) que fueron cruciales para la consolidación de la modernización política en Latinoamérica, debido a que terminaron formando “una esfera pública” que se constituyó tanto en un espacio de acción para amplios sectores de la sociedad, como “en una instancia de mediación entre sociedad civil y Estado” (Sabato, 1998, p. 10). Y la tercera, que las personas aptas para votar no siempre desearan hacer uso de su derecho al sufragio.
Hay que anotar, de cualquier modo, que este ausentismo no originó que la población en general —“el hombre (en tanto sujeto de intereses, inclinaciones y expectativas particulares, que se agrupa para bregar colectivamente por éstas)” (Palti, 2007, p. 237)— se marginara de la actividad que se desenvolvió alrededor de cada elección, pues existieron otros mecanismos de intervención.28
La experiencia colombiana es ilustrativa en este sentido: los sujetos que se consagraban “a los menesteres políticos”