Yanina Vertua

Amor predestinado


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su amiga, se había puesto muy triste por haberse perdido ver su cara de felicidad y por no haber estado a su lado para disfrutar de su enorme alegría. Tentada estuvo de subirse al auto y viajar rumbo a su encuentro, pero sus obligaciones se lo impidieron, y no le quedó otra cosa más que resignarse a verla a través de la pantalla de la computadora. Si hubieran estado viviendo en la misma localidad, hubieran pasado horas hablando de ello como dos quinceañeras, planeando cada uno de los detalles de la boda, pero la realidad era otra y debían ajustarse a lo que les tocaba, por más que les pesara.

      Si bien se perdió un momento importante en la vida de Ana, por nada del mundo se perdería el mejor día de su vida, ni los días previos. Estaría a su lado para ayudarla con los toques finales, para que todo saliera más que perfecto. Ana, más que nadie, se merecía lo mejor de lo mejor, y ella la iba a ayudar para que así fuera. La gran noche debía ser mágica, perfecta e inolvidable. Por ese motivo había dejado todo organizado en el estudio para tomarse un par de semanas de vacaciones y allí estaba, llegando a la casa de su mejor amiga para cumplir con su promesa.

      No alcanzó a detener el auto y vio a Ana abriendo la puerta de su casa, gritando su nombre y corriendo a su encuentro con la misma euforia que la embargaba a ella. Alcanzó a bajar justo a tiempo para que Ana se le tirara encima. Se abrazaron entre risas y lágrimas, parecía que hubieran pasado un siglo sin verse. A pesar de que ya habían pasado tres años desde que Ana había dejado su ciudad para irse a vivir con Pablo a Bariloche, ninguna de las dos se acostumbraba a la distancia. Unos pocos meses para ellas representaba mucho tiempo, por lo que intentaban visitarse con bastante frecuencia. Las personas que estaban cerca se detuvieron, divertidas, a observarlas. Siempre se demostraban su afecto con mucha efusividad, algo que a pesar de la edad no cambiaba y eso llamaba la atención de muchas personas.

      Pablo disfrutaba con esos reencuentros tan efusivos. Cuando las conoció le llamó la atención el nivel de complicidad que tenían y no le disgustó para nada; todo lo contrario, le encantó la relación que tenían, porque no solo se querían, sino que además se cuidaban mutuamente, no eran egoístas, ambas querían lo mejor para la otra y se ayudaban para que cada una pudiera lograr sus sueños. Tenían una relación de amistad que era muy difícil de hallar, eran más que amigas, eran amigas de alma y de corazón. Las envidiaba sanamente porque él jamás había experimentado una relación ni remotamente parecida, motivo por el cual fomentaba su relación y por nada del mundo sería capaz de destruirla.

      —Al fin llegaste —le dijo Ana, muy emocionada, sin aflojar su agarre de oso panda—. Te extrañaba un montón —le hizo saber pletórica de alegría por tenerla allí.

      —Yo también te extrañaba muchísimo —dijo Florencia apoyándose en el auto para no caer. La efusividad con la que le saltó Ana casi la hace caer al piso—. ¡Dios, cuánto te extrañé! —le dijo y le dio un beso sonoro en la mejilla.

      —Yo también, no hacía más que mirar por la ventana esperando a que llegaras —le dijo Ana mirándola a los ojos más que feliz por tenerla allí. No quería deshacerse del apretón de oso, pero sabía que su amiga no podría sostenerla por mucho más, así que deshizo el agarre, pero no el abrazo.

      —¿Para mí también hay un apretujón de esos? —preguntó Pablo, que las observaba con una gran sonrisa dibujada en el rostro y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Desde que la conoció, la quiso inmediatamente y supo que en ella tenía una amiga de fierro. Florencia era una persona alegre y muy divertida que se hacía querer con facilidad.

      —Solo porque fuiste el único que logró enamorarla —le dijo caminando a su encuentro y saltándole encima, envolviéndolo con las piernas por la cintura como había hecho Ana con ella.

      Ser el prometido de su mejor amiga no lo exoneraba de recibir su muestra de cariño. Además, había pasado a ser un amigo muy leal desde que se conocieron. Pablo la recibió con los brazos abiertos, feliz por tenerla allí. No se quejaba de su falta de madurez a la hora de mostrar su afecto por las personas que quería; todo lo contrario, era su forma alocada lo que más le gustaba, porque hacía que Ana se relajara y disfrutara más de las pequeñas cosas de la vida. Además, su llegada significaba días de diversión asegurada.

      —Sabes que voy a estar en deuda contigo por el resto de mi vida —le dijo él al oído, como si le contara un secreto.

      —No tienes nada que agradecerme, no iba a permitir que mi mejor amiga dejara que el amor se le escurriera de las manos y se quedara para vestir santos a mi lado, solo por temor. —Aflojó su agarre y apoyó los pies en el suelo mientras le respondía con una gran sonrisa.

      —Lo de vestir santos es solo porque tú quieres, te recuerdo que acá hay alguien que… —le dijo sosteniéndola por los hombros y obligándola a mirarlo, pero Florencia lo acalló al poner un dedo sobre sus labios.

      —Antes de que continúes con la misma cháchara de siempre, te recuerdo que ya tengo a un hombre en mi vida y créeme cuando te digo que vale por varios —le aclaró con énfasis en su voz—; además, no puedes darme un ultimátum cuando acabo de llegar —le reprochó alegre. No podía enojarse con él por intentar hacerla cambiar de opinión—. No cambias. —Se rio y lo abrazó.

      —¿Qué les parece si continuamos esta charla adentro con un par de cervezas en las manos? —les sugirió Pablo al saberse derrotado una vez más. Solo quería que Florencia le diera una oportunidad al amor. Le preocupaba su soledad.

      —Me parece genial —dijeron ambas amigas al unísono, quienes ante la sugerencia se dispusieron a bajar las valijas del auto antes de entrar en la casa.

      Unos ruidos extraños la sobresaltaron sacándola de su profundo sueño. En contra de su voluntad, abrió los ojos lentamente para intentar comprender qué ocurría. Estaba tan desorientada que no recordaba donde estaba. La voz chillona de su amiga llamándola insistentemente se lo recordó y se sintió inmensamente feliz. Se giró sobre sí para poder mirarla y darle un caluroso abrazo, pero cayó al piso con mantas y todo. Ana fue a su rescate sin parar de reírse e intentó ayudarla. Como siempre, entre las dos no hacían una. Les costó varios intentos levantarse del piso y deshacerse de las mantas que tenían tan enredadas entre las piernas, que oponían gran resistencia. El ataque de risa que sufría Florencia y los movimientos torpes propios de quien recién se despierta hacían casi imposible realizar esa sencilla tarea.

      —Linda manera de empezar el día —dijo Ana sin dejar de reírse cuando Florencia logró sentarse en el sillón dejando de lado las mantas.

      —Ya lo creo —dijo totalmente de acuerdo y entre risas. No podía tener mejor despertar que la risa de su amiga—. Me quedé dormida mientras hablábamos. —No fue una pregunta sino una afirmación y su voz denotaba un deje de culpa y tristeza. El hecho de haber despertado en el sillón confirmaba lo dicho.

      —Para no perder la costumbre, siempre que llegas de viaje te ocurre lo mismo, ¿por qué será? —le preguntó haciéndose la desentendida. Sabía que el viaje era muy largo y estresante para hacerlo sola. Florencia la miró con cara de resignación—. Se ve que te aburro con mi charla —le dijo muy seria para hacerla enojar aprovechando lo culpable que se sentía. Le encantaba hacerla rabiar.

      —Si serás tonta —le pegó con el almohadón y Ana no pudo contener la risa—. Nunca me aburres, al contrario, haces que mi vida sea más entretenida y por eso te quiero tanto —la agarró del brazo y la hizo caer en el sillón. Empezó a hacerle cosquillas en los lugares más sensibles, lugares que conocía demasiado bien. La haría pagar por querer divertirse a sus costillas.

      —Para, por favor, no aguanto —le suplicó luego de un rato, cuando logró respirar un poco.

      —Eso te pasa por querer divertirte a mis costillas —le dijo entre risas sin dejar de hacerle cosquillas. Hacía un esfuerzo enorme para impedirle escabullirse de su tortura.

      —Me meo —le dijo Ana, entre espasmos y con los ojos llorosos de tanto reír, para que terminara con la tortura.

      —Solo porque no quiero que te mees encima de mí. —Dejó de hacerle cosquillas al instante, sin dejar de reírse. Estaba acalorada y toda transpirada