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      Rafael Rivera

      UN MES

      DE 20 SIGLOS

      Segunda edición

      UN MES DE 20 SIGLOS - Rafael Rivera

      © Rafael Rivera

      © 2020, Ediciones Corona Borealis

      Avda. Gregorio Prieto, 19 A

      29010 Málaga

      Tlf. 0034-951336282

      www.coronaborealis.es

      Maquetación editorial: Georgia Delena

      Diseño de cubierta: Sara García

      ISBN: 978-84-123615-3-7

      Segunda edición: junio 2021

      Todos los derechos reservados. No está permitida la reimpresión de parte alguna de este libro, ni tampoco su reproducción, ni utilización, en cualquier forma o por cualquier medio, bien sea electrónico, mecánico, químico de otro tipo, tanto conocido como los que puedan inventarse, incluyendo el fotocopiado o grabación, ni se permite su almacenamiento en un sistema de información y recuperación, sin el permiso anticipado y por escrito del editor.

      La saña del abusivo crece en proporción

      a la debilidad del abusado

      Índice

       Portada

       Portadilla

       Créditos

       Dedicatoria

       CAPÍTULO I. El Visitante

       CAPÍTULO II. La “Tía” Rebeca

       CAPÍTULO III. La Especial del Día

       CAPÍTULO IV. La Oferta

       CAPÍTULO V. Un Vuelo Accidentado

       CAPÍTULO VI. Las Letras Chiquitas

       CAPÍTULO VII. La Casa de Piedra

       CAPÍTULO VIII. Noche de Póquer y Copas

       CAPÍTULO IX. El Jaguar Fantasma

       CAPÍTULO X. “Hasta que la Muerte nos Separe”

       CAPÍTULO XI. EL Rugido de la Bestia

       CAPÍTULO XII. Los 3 Cochinitos

       CAPÍTULO XIII. La Placidez del Manso

       CAPÍTULO XIV. Fiesta de Cumpleaños

       CAPÍTULO XV. El Misterio del Número 3

       CAPÍTULO XVI. La Confesión

       EPÍLOGO

       Recomendaciones

      CAPÍTULO I

      El Visitante

      El traje del recién llegado era negro, al igual que la esbelta corbata de moño. El color del esmoquin, en contraste con la albura de la camisa rigurosamente almidonada, se hacía más profundo si eso era posible. El rojo clavel en la solapa agregaba, como si lo necesitara, un toque de elegancia al desconcertante individuo. Al aparecer el visitante, la normal cacofonía de platos y tenedores chocando entre sí cesó, como lo haría un aparato de radio en el momento de ser desenchufado. El hombre se detuvo en sincronía con el silencio. Pareció como si sus movimientos hubiesen sido la fuerza motora del ruido.

       “James Bond saliendo del oleoducto” pensé al ver al elegante fuereño, recordando una escena del súper espía emergiendo del gigantesco tubo enfundado en su impecable tuxedo.

       Lo que siguió fue un fugaz momento de desconcierto para las 7 personas presentes. 3 o 4 segundos a la espera. Pero, ¿a la espera de qué?

       La tarde había sido de juerga. Había botellas vacías y llenas en nuestra mesa y ese no era, ciertamente, el mejor momento para pensar con claridad o meditar.

       Yo agrupo a los borrachos en 4 tipos diferentes: el escandaloso, el agresivo, el poeta meloso y el callado. A la vista del trajeado, el escandaloso se burlaría, el agresivo aplicaría remoquetes como “pinche mamón”, el meloso le dedicaría un poema apológico de la belleza física y el callado simplemente parpadearía. Yo soy de los primeros, pero ni yo ni mis acompañantes tuvimos una reacción típica. Todos volteamos y simplemente abrimos la boca.

       El desconocido sonrió tímidamente con unos dientes tan blancos que parecían recién pintados. Sonrió sin dirigirse a nadie en particular. Fue una sonrisa como a modo de disculpa. Su gesto no encontró eco. El maldito esmoquin nos había dejado mudos.

       No es que un esmoquin sea para nosotros como un traje de astronauta. Excepto por Rebeca, la dueña del merendero, la pequeña villa la habita un puñado de ricachones informales que no han usado un calcetín en años. Mis vecinos odian la corbata y colgarse una, para ellos, equivale a subir al Himalaya en calzones. Pero eso no implica que no sepan lo que es un esmoquin. La quijada caída y la lengua colgando a la vista del recién llegado no tenía que ver con un hombre vestido así. Porque la mayoría de nosotros se ha enfundado en un “smoking” aunque a veces sea para arruinar su vida ante el altar. Sin embargo, los trajes elegantes absorben polvo incluso en la gran ciudad y éste parecía tener alergia al polvo. Además, en el ojal de la solapa, un clavel tan fresco como las mejillas de una quinceañera ruborizada daba color al conjunto y, bajo el fino casimir, asomaban los zapatos más relucientes que yo había visto en décadas.

       “Ni una mancha de barro en los zapatos, ni polvo en los pantalones ni maceta con claveles alrededor. Además, seguramente se bajó de un coche que no oí” pensé, hecho pelotas por la inmaculada presencia. Supuse que, de un momento a otro, un bullanguero grupo de turistas entraría por la puerta del restaurante. Nada pasó.

       El hombre era abrumadoramente