como los que tuvo la de Howard Huges.
Mi billetera, yo sospecho, es lo que más impresiona de mí. Pero no se piense que soy un zángano con suerte; mis centavitos los hice yo; no los heredé. Mi viejo bajó al hoyo con una sonrisita de “arréglatelas como puedas” y yo entendí el mensaje perfectamente.
Lo primero que hice al decidir que Lago Redondo me merecía, fue comprarme una avioneta. El Internet ofrecía rangos de entre 30 y 80 mil dólares. Escogí una Cessna 172 Skyhawk de 1977 en forma suficientemente buena como para que me llevara y trajera sin dejarme tirado por ahí, y luego me di a la tarea de hacerme de un piloto. La idea era tener un medio de transporte rápido y confiable para atender asuntos en Tampico y trasladarme a los sitios donde se suponía que trabajaría ocasionalmente.
Comprar un aparato volador no va más allá de firmar un cheque de caja. El problema después es encontrar dónde estacionarlo. Así que, aunque mi avioneta podía aterrizar cómodamente en un estacionamiento para bicicletas, me construí una pista privada más larga que la del trasbordador en Cabo Kennedy y luego me di a la tarea de encontrar quien manejara mi juguete.
¿Cómo contratar a un piloto que no quiera exprimirte hasta el último quinto de tu bolsillo? Yo quería gastar una montaña de dinero, no regalarlo. Por increíble que parezca, tuve que viajar a un país de puros güeros si no quería enfrentarme a la enredada madeja de los sindicatos, registros legales, contratos colectivos, la mano extendida etc. etc. de mi propio país.
En las nalgas del planeta encontré a un tipo que hablaba español, inglés, francés y algo como esperanto, feligrés o no-sé-qués. Era un piloto deshabilitado del ejército gringo. Lo habían deshabilitado después de que una ráfaga de ametralladora le voló 2 dedos de la mano derecha. La Fuerza Aérea de su país alegó que no tenía suficiente capacidad de maniobra en los dedos que le quedaban, como para activar el eyector de su asiento si se veía forzado a abandonar el aparato en vuelo. Entre maldiciones, el ex piloto se defendió diciendo que con los dedos que le quedaban, podía forzar a una gallina a poner el huevo “apretándole el fundillo”.
Epax Dexter había pilotado cualquier cosa que volara: planeadores, helicópteros, aviones de hélice y de turbina y uno que otro paracaídas multicolor de esos que jalan los turistas con un mecate atado a un bote. Dijo que una vez elevó un globo aerostático soplándole el aliento alcoholizado después de una parranda de 6 días y me aseguró que un avión volaría si él le ponía la mano encima, así tuviera que elevarlo a empujones.
Mi futuro empleado me cayó bien desde el principio. Quizá era cierto que tenía un aliento como para alcoholizar a cualquier insecto volador en varios metros a la redonda, pero incluso borracho estaba más lúcido que yo y, a pesar de que estaba siendo entrevistado para hacerse cargo de una pieza de 60,000 dólares, no trató de esconder su estado de embriaguez. Discutimos los términos que no fueron muchos y le pregunté:
-Epax, ¿el nombre le trajo suerte o le ha arruinado la vida?
-El viejo me puso así para presumir su ascendencia céltica. Llámame Pax, si sientes que pronunciar mi nombre te suena como si fuera tu novio. Y háblame de tú si quieres que trabaje contigo…
-Quedas contratado, Pax- le interrumpí, renunciando a escuchar lo que seguía-. Toma las llaves y vámonos.
Mi aguerrido piloto me dejó con el brazo extendido. Sacó un manojo de llaves de su bolsillo y rodeó al inofensivo Volkswagen rentado.
-Esos chismes son peligrosos. Si chocas, se te acaba el corrido. Yo te sigo- dijo, dejándome con las llaves colgando mientras se metía en un gigantesco Lincoln Continental.
¿Por qué contratar a un piloto alcohólico para manejar un bólido que podía ser el sueño de Bill Gates? Por una razón muy simple: Epax Dexter tenía una necesidad de vivir la vida a plenitud… y yo también. Controlaba sus vicios y era un irreverente ateo… y yo también. Y, sobre todo, porque tenía la absurda convicción (al igual que yo), de que, a pesar de vivir una vida que podía acabarse en el siguiente kilómetro, viviría hasta arrugarse como una nuez marchita. El piloto era una copia al carbón de lo que yo quería ser. Era, literalmente, mi alter ego. Epax Dexter me complementaría… o me mataría.
Creo firmemente que la felicidad genuina se obtiene con la paz mental que da el dinero. Estar donde se quiere, vivir donde se escoge, disfrutar de lo que se hace y encontrar el balance en el entorno es lo que cuenta. “Ser o no ser” es algo más que nacer y crecer. A todo aquel que piensa que la fortaleza económica no es garantía de felicidad, ofrécele unos ceros adicionales en su cuenta bancaria y ve cómo reacciona. A la inversa, quítale unos ceros al riquillo del barrio y verás la diferencia. Una chequera abultada cuenta para ser feliz; ¡por supuesto que cuenta!, aunque no te lleve al ideal absoluto.
El Paraíso no existe; prueba de ello son Adán y Eva. El Paraíso lo llevamos en el bolsillo y mientras más profundo más hermoso y, la única forma de encontrarlo, es dejar de buscarlo afuera. A través de la Historia, con las altas y bajas de la humanidad, mientras más centavitos acumules más atractivo te miras.
Jesucristo acabó en la cruz porque no tuvo para pagarse un buen abogado. Porque si nos ajustamos a los hechos, el Nazareno empezó a agitar las aguas desde que expulsó a los mercaderes del templo. ¿A quién se le ocurre? “Mechingues” Pérez, el que barre el muelle del Embarcadero, jamás podría meterme al bote a mí, así como un John Smith cualquiera, no podría hacerle ni cosquillas a Donald Trump. ¿Entienden mi punto?
Con esas ideas de austeridad espiritual respaldadas por un cerro de billetes, decidí construir mi propio planeta y me compré un cerro completo para mí solito.
Lago Redondo era un aislado complejo entre rústico y elegante sin más amenidades que una tienda-correo. Ciertamente, atarantados como yo en busca de cualquier algo, no invertían en la zona para disfrutar de una tienda-correo. Era lo que se disfruta gratis: la laguna, las montañas y la belleza natural lo que atraía.
El Café de Rebeca, único restaurante con menú formal y una gran enramada con una tarima de madera techada para organizar tardeadas era el punto de reunión “social”.
El alejado balneario me “enganchó” por su ambivalencia: Por un lado, una villa de pescadores que te hacían un trabajo manual a bajo costo o te servían un cebiche o una cerveza helada bajo una palapa y, por el otro, un reducido grupo de holgazanes podridos en dinero como yo, rascándose el ombligo 14 horas diarias sin más interrupción que el graznido de un gavilán de día o el “soplido” de un tecolote trasnochado a media noche.
El Embarcadero, ubicado a menos de 1 kilómetro del Café de Rebeca, era el sitio “elegante” del balneario. Pero su elegancia no se debía a los lujos de un emporio turístico sino a las facilidades que lo rodeaban. Aparte de un salón con escenario y comedor para eventos especiales, a él llegaba un lanchón de medio tonelaje cargado con lo que necesitaban tipos remilgosos como nosotros. Samuel Espíndola descargaba del pequeño buque desde un manual para enseñar a decir groserías a un perico, hasta material de construcción a la orden como para construir un castillo medieval. Eso, aparte de surtir pedidos personales más “íntimos”. Gracias al “Albatros”, como se llamaba el lanchón, lo único que escaseaba en Lago Redondo, era la escasez.
La vida en el reducto era tan pacífica como el bostezo de un perro en una tarde de verano y, al mismo tiempo, tan agitada, como la horda de vacacionistas que invadían el lugar en fechas tan específicas como Semana Santa o el Día del Marino. Fue pues aquí donde compré mi cerro privado 2 años atrás, a raíz de un encuentro fortuito.
La primera vez que vi a Pat Morrison fue cuando compré el Cessna. Mi futuro vecino estaba presente cuando cerré el trato. Él, a su vez, había acompañado al lugar a un magnate en la búsqueda de un aeroplano a precio “módico”. Después del encuentro en el pequeño aeropuerto donde solían hacer este tipo de ventas, el potencial comprador de aviones y Morrison me invitaron a tomar “un trago”. 6 horas después y habiendo agotado la existencia de licor en la cantina, los 3 nos subimos en un potente Range Rover y, después de un viaje de 80 kilómetros, amanecí atravesado en un gigantesco sofá. Habíamos llegado de