Rafael Rivera

Un mes de 20 siglos


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con ánimo de molestar.

       -Sí y no- fue la ambigua respuesta.

       Noda D’ehvay parecía no notar el sarcasmo en mis palabras. Sus respuestas llegaban acompañadas de una inocente sonrisa. Había una candidez tal en su actitud, que al pronunciar mi supuesto apellido, me había regresado el sarcasmo sin estar conciente de ello o… ¿lo estaba?

       -Su respuesta me dejó peor- dije-. Pero bueno, si vienen con Ud., ya aparecerán y, si no, pues de todos modos tanto gusto- completé.

       -¿Boda y traje son sinónimos?- preguntó D’ehvay.

       Todos volteamos a vernos mutuamente. Un tipo trajeado se aparecía en una villa donde todos andaban en taparrabos y, después de ponernos a todos de cabeza con su impecable apariencia, sugería no saber el propósito de vestir un traje formal.

       -¿Qué clase de pregunta es esa?- preguntó Epax-. Cuando uno se viste formal, es con un propósito específico.

       -Dígame Sr. D’ehvay; ¿su pregunta es de orden gramatical o… no sabe por qué trae un esmoquin puesto?- terció Morrison.

       -Como les dije, me obligaron a usarlo- sonrió el individuo, viendo hacia abajo y pasando un dedo por la pernera del pantalón.

       Primero nos hicimos bolas con la presencia del visitante y ahora nos hacíamos bolas con sus palabras. Sin embargo, en vez de mandar al extraño al demonio con su elegancia, todos revoloteábamos a su alrededor como colibríes sobre una petunia. ¿Qué pinches importaba que el tipo estuviera forrado en casimir peinado o en manta oaxaqueña? Iba yo a abrir la boca cuando Jácome intervino. Con su español quebrado expuso:

       -Una boda y un esmoquin son como agua y velero: se tiene el bote pero sólo se usa para navegar. El esmoquin debajo de una palapa es como un velero en un bosque: se tiene pero no se usa más que cuando se abandona el bosque. Su traje aquí es un velero en el bosque.

       ¡Veleros! ¡Trajes! ¡Bodas! ¡Bosques!, ¡Blanca Nieves! Oyendo la filosófica disertación de Jácome, me pregunté si era experto en modas o había trabajado en una agencia de viajes. Para mí lo primordial era saber quién era el fulano y cómo había llegado y, ciertamente, saber qué carajos hacía en la villa.

       -Ya sabemos que su “velero” no sirve en Lago Redondo, señor don Noda. Aquí tendrá que navegar en algo más cómodo. Nosotros podemos prestarle algo para pasar la noche. Ya mañana puede ponerse su esmoquin para continuar su viaje- ofrecí, más para averiguar sobre su estancia que para auxiliarlo.

       Noda D’ehvay me vio con suave mirada. Pareció sonreír con los ojos y luego lo hizo con la boca. El fuereño externó por primera vez una opinión personal, y lo hizo con una moderación que parecía más bien una exposición de hechos que una petición de ayuda.

       -Sé que mi presencia ha despertado curiosidad, lo cual es natural por mi atuendo. También estoy conciente de su desconcierto. Vengo solo y fuera de temporada y me aparezco sin más, sin anunciarme. Su curiosidad y su desconcierto serán satisfechos muy pronto. Tocante a la ropa, no hay problema alguno; con unas tijeras cortaré el pantalón arriba de las rodillas y las mangas de la camisa a la altura de los codos.

       El tipo cerró la boca y yo abrí la mía. ¿Eso era todo? No preguntaba por un sitio dónde dormir y daba a entender que no seguiría de largo al día siguiente. Se olvidaba de explicar por qué estaba tan bonito, y tan perfecto, por qué lucía un clavel fresco y lozano en el ojal, por qué se veía como recién peinado, por qué brillaba como bola navideña y cómo le hacía para caminar sin dejar huellas, cuando calzaba no menos de 12 pulgadas. Sólo acerté a preguntar estúpidamente:

       -¿Bermudas de casimir con zapatos y calcetines?

       -Mi jefe me ordenó vestirme así a pesar de que ya me había puesto las sandalias para el viaje. Sin embargo, me compraré unas. Tengo algún dinero.

       La tarde noche todavía era más tarde que noche cuando apareció Guillermo, el hijo de Rebeca. El chico saludó a todo el mundo y besó a su madre antes de dejar sus cosas de fin de semana sobre el mostrador. Yo lo vi llegar y lo saludé agitando mi mano. Un segundo después, mi atención estaba fija de nuevo en el del esmoquin.

       La llegada de Willy no habría pasado de eso; su llegada. Había llegado antes en fines de semana, había besado a su madre, había cenado y enseguida se había retirado a la cabaña de su madre. Rebeca lo había educado para respetar el espacio de los mayores, cosa que yo agradecí sin mencionarlo. Esta vez, Guillermo no respetó nada. Después del obligado beso de bienvenida, el chico vio a Noda con curiosidad y le sonrió.

       -¿Cuál es su nombre, jovencito?- preguntó el trajeado, con tono de maestro de parvulitos.

       -Guillermo, señor- fue la respuesta, empalagosa a mis oídos, por supuesto. La sonrisa de mi futura prometida iluminaba la escena con alarmante satisfacción.

       Además de la novia, me quiere escamotear al entenado, pensé, cavilando en que el vejigo nunca me había dedicado un “señor” ni de rebote.

       Pensaba yo en el fatídico “señor”, cuando el Sin Arrugas replicó:

       -Me honra el señor como muestra de respeto. Sin embargo, es un adjetivo que la gente debiera ganarse primero. Gracias, Guillermo.

       Parpadeé en un mar de confusión. Sin proponérselo, el fuereño había aplicado un pedradón en mi autoestima con su observación. Me sentí despreciable y chiquito.

       Fue tal la empatía entre chico y visitante, que fue éste último el que le pidió al primero que se retirara.

       -Podríamos divertirnos un poco más pero hay licor en esta mesa. ¿Nos vemos mañana?

       Guillermo asintió con entusiasmo y se metió en la cabaña.

       -Simpático chico- dijo D’ehvay, tan pronto como Guillermo desapareció.

       -Apuesto que en este mismo instante, Willy está abriendo la ventana para que entre Pocoloco- dijo Morrison.

       -Andas atrasado, Pat. En este momento, ambos están retozando en la cama- contradijo Jácome-Pocoloco se vuelve loco cuando lo ve llegar.

      -Perros y niños tiene algo en común: saben cuando los quieren y cuando nomás los toleran- intercedió el visitante.

       Me sentí aludido con la observación. Sin embargo, me justifiqué a mí mismo pensando en la relación del chico conmigo. Cierto, aunque no me distinguía por mis arrumacos con el perro, me sentía más cercano a Pocoloco que a Guillermo. Pero el perro ponía de su parte; el niño no. Willy era reservado en su comportamiento y yo sabía la razón: se rehusaba a compartir el cariño de su madre. Sumido en mis reflexiones escuché a Rebeca.

       -Asumí que iba de paso porque no trae equipaje. ¿Cual es su destino?- preguntó mi novia.

       -Por ahora, Lago Redondo. Después ya veremos- fue la respuesta.

       -Eso indica que pasará la noche aquí, de acuerdo, pero… no hay hotel. Nuestros visitantes vienen por 1 día. Si se quedan 2 o más, acampan o duermen en sus trailers.

       -Cualquier rincón es bueno. No lloverá ni hace frío. No hay de qué preocuparse.

       -De la bolsa de mi camisa saqué un poco de hierba y me hice un cigarrillo.

       -¿Quieres?- le pregunté en tono mordaz, hablándole de tú- Ayuda bastante cuando uno anda en problemas-completé.

       El viajero me vio con una inocencia tal, que me sentí como un pervertidor que engancha a un niño de 12 años. No obstante, su respuesta acabó de desconcertarme.

       -Déjeme probar. Ni siquiera fumo pero en mi tiempo no había de esto. Veamos.

       -De esto siempre ha habido. ¿Dónde vivías tú, en una colonia menonita?

       D’ehvay tomó la hierba sonriendo y enrolló un carrujo con una destreza que envidiaría Charles Manson. Lo más absurdo fue que en la primera chupada, me guiñó el ojo en franca complicidad. Aparentemente, la curiosidad