Rafael Rivera

Un mes de 20 siglos


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la justificaban los enormes pies descalzos, el pantalón del esmoquin, ahora de “manga corta” y la camisa de cuello formal adaptada para la vida al aire libre, el aspecto de mi compañero, en sí, no era razón suficiente para tal alboroto. Yo, alguna vez, habiendo perdido mis ropas en una recámara ajena, atravesé el Embarcadero envuelto en una sábana. Fuera de que una garganta escondida gritó: ¡Mahatma! un par de veces, no conseguí más público que un par de chiquillos y los ladridos de un perro escandaloso correteándome.

       Noda se calzó unos enormes huaraches de cuero trenzado y, después de estrechar manos de todos los tamaños, se emparejó conmigo caminando rumbo al jeep. Antes de llegar se detuvo y dijo hablándome de tú por primera vez:

       -Rebeca es una mujer extraordinaria. Debes hacer todo lo posible para no perderla.

       La observación me cogió desprevenido. El tipo no estaba autorizado para opinar sobre Rebeca cuando tenía unas horas de conocerla y cuando mucho 120 minutos de trato. Por lo demás, “hacer todo lo posible para no perderla” era una oración totalmente fuera de lugar.

       -Rebeca no es de mi propiedad, así que no puedo perderla- repliqué, después de cavilar unos segundos sobre el consejo.

       -Quizá sea la única posesión valiosa que tienes, Ratán. Ya te darás cuenta.

       Por primera vez presté oídos a las palabras del recién llegado. Por primera vez, mi respuesta no salió envuelta en una condescendencia superior. El comentario de D’ëhvay a mi respuesta me forzó a reflexionar. La forma tan abierta de pronunciar mi nombre, con el timbre sereno del respeto y la calidez familiar del tú, luchaban ahora con mi obcecada intención de averiguar quien era mi interlocutor. Pero más allá de atenuar mis detectivescas intenciones, sentí una racionalidad difícil de explicar en sus palabras. Semejante juicio relativo a mis riquezas era incomprensible en los labios de quien lo externaba, pero había tocado algo en lo profundo de mi ser. Si alguien me hubiera preguntado si sería capaz de renunciar a mis riquezas por Rebeca ¿Cuál hubiera sido mi respuesta? ¡Claro que no!, hubiera contestado… hasta este momento.

       Había una amalgama de razones para “parar oreja”: yo estaba recibiendo un consejo de alguien que no me conocía; Rebeca, de la noche a la mañana, literalmente, estaba siendo calificada positivamente por el mismo individuo; yo me estaba cansando de acosarlo sin éxito a él y, finalmente, el consejo del portador, en sí, sonaba contradictorio a mis oídos. El mismo tipo que había visto la noche anterior como una amenaza a mi relación con Rebeca, al día siguiente llegaba con el arco y la flecha de Cupido. Con todo, protesté:

       ¿Qué te autoriza a tasar mis posesiones? ¿Dormiste en mi casa porque no tienes dónde y ahora te eriges en juez de mi vida íntima? Si asumes que yo y Rebeca hacemos vida marital, estás equivocado.

       -Eventualmente, casados o no, compartirán un lecho. Mientras tanto, vas a necesitar un pararrayos. Vienen tiempos borrascosos.

       Dijo la sentenciosa observación sacudiendo una molesta piedrecilla del huarache. Yo sacudí la cabeza viéndolo ensimismado en su tarea.

       Vámonos- dije, por toda respuesta.

       -Iré más tarde. No me perdería el caldo de albóndigas por nada de este mundo- dijo, echando a andar en sentido opuesto a mi destino.

       A punto estaba de echar a andar el vehículo, cuando escuché la voz del larguirucho:

       -Está escrito que Rebeca es tuya. No prestes atención a forasteros como yo.

       Como si hubiera muchos forasteros como tú, pensé y encendí el jeep. El motor arrancó pero no aceleré. De súbito una pregunta afloró a mi mente:

       -¿Por qué asumes que voy al merendero?

       -¿Y no es así acaso?

       Noda se alejó sin prisas. Iba rumbo a El Círculo, una ladera con una espesa arboleda al pie de un barranco.

       Irá a hacer o su pipí o su cacá, pensé, sin darle mayor importancia al episodio. En el camino, sin embargo, cavilé en las palabras de mi inesperado huésped. El corto viaje al Embarcadero había sido una experiencia interesante, a pesar de que no había sucedido nada anormal o sobresaliente: el James Bond de la noche anterior, por la mañana había decidido convertirse en Nostradamus o en alguna especie de mi abuela acongojada por mi futuro inmediato. Pero por encima de lo absurdo de lo hablado, yo no podía negarle crédito a su poder de deducción: había acertado sobre mis planes de ir al merendero y, lo más extraño, no se quería perder el caldo de albóndigas “por nada del mundo”. Deducir que iría al merendero no tenía mayor mérito; cualquiera podía deducir que yo necesitaba la presencia de mi chica como el diablo su tridente pero, ¿cómo rayos había adivinado la especial del día en el restaurante?

       Seguramente lo comentaron cuando yo salí del merendero, deduje por mi cuenta, haciéndole a mi vez al Nostradamus. ¡Si él podía adivinar, yo también!

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