Rafael Rivera

Un mes de 20 siglos


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       -¿Qué piensan hacer con las instalaciones en el cerro?- la pregunté a Pat Morrison, viendo hacia la construcción abandonada.

       -No sé; parece que demolerán para no sé qué proyecto. En realidad no le veo futuro a ningún proyecto.

       Quizá Morrison no le veía futuro pero yo sí: ¡el mío!

       Puse en venta “El Fragor”, como dieron los borrachos en nombrar a mi cantina, amontoné los telebrejos de trabajo propios de un ingeniero y los apilé en mi nueva oficina en Campanares. En ese momento, Tampico Tamaulipas pasó a ser historia. Un par de meses y otros tantos sobornos más tarde, la colina en Lago Redondo era mía y de inmediato convertí la cárcel en lo más parecido al Taj Mahal.

       La prisión clausurada contaba con 6 celdas en hilera a las que les quité 3 paredes y quedaron 3 huecos pelones llenos de dibujos lujuriosos y palabrotas alusivas. Después de tapar los hoyos que usaban los presos como retretes, aproveché la tubería ya instalada para dotar de un baño a cada uno de los 3 dormitorios. Luego que vacié galones de pintura para eliminar el “arte” carcelario, llené los 3 huecos con 3 camas y mobiliario adicional y completé la transformación colgando otros tantos adornos en techos y paredes.

       Casi simultáneamente, hice polvo el muro que separaba la oficina de los 2 separos (cuartos para retener presos no consignados) y el espacio creado me dio para cocina, sala y un comedorcito. Agregué un cuarto con media pared de cristal con vista al lago y ahí instalé una oficina-estudio. Eso hubiera sido suficiente para un despistado millonario como yo, pero tenía espacio suficiente como para acomodar el estadio de los Yanquis, así que atrás de la vivienda hice un hangar para mi cigarrón. Con mi teodolito y otras maravillas de la ingeniería abrí un tajo en línea recta rumbo al este, para que Epax pudiera echar a volar el aparato y, acto seguido, frente a la casa construí un “tobogán” pavimentado que me bajaba del cerro todos los días hasta el Café de Rebeca.

       A pesar de la vista de un millón de dólares que saltaba a mis ojos cada que veía por mi ventana, mis ojos siempre apuntaban primero al merendero.

       Rebeca vivía en la casita adjunta al restaurante. La casa tenía una puerta que comunicaba interiormente con la cocina, de modo que la dueña no tenía que abrir su local desde afuera. Lo hacía desde adentro y tan pronto como yo la veía, bajaba el cerro a trompicones.

       Pasaba por aquí, le decía, a veces quitándole la escoba. Ella me veía con ojos de “dame mi escoba y regrésate a tu cerro”, pero finalmente entrábamos juntos derecho a la cafetera.

       Yo no estoy tan olvidado de Dios como para batallar cuando “tiro el anzuelo”. Generalmente alguna pieza de buen ver “pica”, quizá por el brillo de mi cartera o porque cuando sonrío, se me hacen hoyitos entre los dedos de los pies. Pero para mi desconsuelo, la pieza que más deseaba no se impresionó con nada. Rebeca me veía con ojos de brillo esperanzador pero sus manos se manejaban para mantenerme a raya. No sé si fue por eso o hubiera sentido lo mismo de haber terminado horizontales la primera noche. El caso es que mi estadía en Lago Redondo se convirtió en un cortejo juvenil interminable para mí. Un cortejo que me abrió un panorama diferente en la perspectiva de mi vida. Yo aprendí a amar ese devaneo; ese estira y afloja entre besos y miradas tiernas. Para cuando terminé de remodelar mi cerro, mis labios no se habían posado aún más abajo del cuello de mi novia. La dueña del Café de Rebeca pues, era una de las razones, la principal, de mi estancia en la pequeña villa turística.

       -Hablaremos en serio cuando te canses de corretear vacacionistas- me dijo Rebeca un día en que me mostré especialmente insistente.

       Pero si ya voy en tercera. Imposible frenar ahora, refunfuñé para mí, mientras mi presa se alejaba. Rebeca. ¡Ah, Rebeca!, algún día cercano la vería despertar en mi cama, desperezándose con su cabellera en desorden. Ese fue mi pensamiento un día en que me envió un beso y desapareció detrás de su puerta. En esas andaba cuando apareció el pinche esmoquin.

      CAPÍTULO III

      La Especial del Día

      Cuando entré al comedor, “007” ya no estaba en el mostrador; el elegante recién llegado me daba la espalda sentado en una mesa. Frente a él, Rebeca lo veía con mirada embelesada. A ambos lados de la viuda se veía al resto de los comensales. Epax me vio desde su silla fugazmente y sus ojos volvieron al desconocido.

       Si este pendejo cree que me va a volar la novia, tendrá que comprarse un cerro más grande que el mío, pensé y avancé decidido a dar la batalla.

       Jalé una silla y me acomodé en un hueco. Con todo y mi sagacidad para sortear decisiones extremas, no me di cuenta que al sentarme, había pasado a formar parte del quórum del visitante.

       -Y bien, ¿con quién tengo el gusto?- pregunté, con suave entonación y una sonrisilla bailándome en las comisuras.

       -Se llama Noda D’ehvay - dijo Rebeca, con sonrisa boba.

       -Vaya nombrecito. Entre Noda y Nora hay solo una letra de diferencia- dije, con insolencia- ¿En qué idioma se pronuncia?

       Ahora fue el fulano el que sonrió con sonrisa boba. La impresión general es que no había entendido mi sarcasmo. Después de una pausa, dijo, sin embargo:

       -Tengo entendido que mi nombre es de una lengua muerta. Pero más que un nombre propio, es como un título.

       -O sea que se llama así pero siempre no se llama así. Entonces, ¿como se llama?

       El supuesto turista hizo un gesto parecido a arrugar el ceño y se alisó el pelo.

       Es curioso y hasta estúpido pero, ahora que lo pienso… ¡No tengo nombre! Me empezaron a llamar así y… se me quedó.

       La respuesta me dejó parpadeando. Cada palabra del forastero tenía la virtud de enredar más la razón de su presencia. ¿Estaba burlándose? De pronto empecé a sentir que en vez de conversar, yo debía interrogar.

       -El Hombre sin Nombre. Cuidado y no lo vayan a detener los chotas. Lo primero que piden es identificación- dije, levantándome de la silla.

       Se me hace que quiere hacerle al misterioso para impresionar, pensaba mientras me alejaba de la atiborrada mesa.

       Me dirigí al refrigerador y abrí una botella de cerveza. Ya de vuelta, me senté con descaro y me prendí de la botella. En este punto, mi natural rebelde afloró.

       -No tiene nombre pero “se le quedó” Noda. Yo fui a ver “La Guerra de las Galaxias” y se me quedó Yoda. ¿Espera que le creamos señor… no sé cuantos?

       Mi interlocutor no contestó. Sus ojos mirándome me recordaron los de Pocoloco después de un regaño. Mi agresiva pregunta resonó en mis oídos y me sentí como si le hubiera dado una nalgada a un niño. No tenía derecho a irme contra un cliente potencial de mi potencial compañera pero ya no podía borrar lo dicho.

       Nada más cerrar la boca y sentí la centelleante mirada de Rebeca. Las palabras salieron de su boca en defensa del trajeado.

       -Acaba de bajar del cerro, señor D’ehvay; no le ponga atención- le dijo a su nuevo cliente, reduciéndome con los ojos al tamaño de una garrapata.

       -Yo también vengo de arriba, señorita. Entiendo la confusión del señor…

       -…Ratán tan tin. Rin Tin Tin y Tin Tan son mis parientes lejanos- completé, molesto por la intervención de Rebeca.

      -Encantado, Sr. Tantín. Su nombre es muy musical- dijo el fuereño, cual si le hubiera dicho que me llamaba Lady Gaga.

       -¿Cómo estuvo la boda?- pregunté, barriendo el smoking de arriba abajo.

       Noda volteó hacia Morrison; echó un vistazo a su traje y luego se volvió hacia mí, repitiendo la blanca sonrisa.

       -Oh, el traje- exclamó, como reaccionando de súbito-. Me obligaron a usarlo, Sr. Tantín- terminó, como si acabara de explicar la Teoría de la Relatividad.