Rafael Rivera

Un mes de 20 siglos


Скачать книгу

-Busco turistas adinerados, no perros haraganes. Y no estoy borracho César.

       -No, no lo estás, Ratán. Un poco folclórico, tal vez. Pero bueno, aquí no hay ni turistas adinerados ni méndigos como yo- negó Cesáreo López.

       De abajo de mi jeep salió Pocoloco, el perro de Rebeca. Vi al perro y mi tatema se enredó aún más. Pocoloco lucía como recién salido de una siesta. Eso era indicativo de que, en efecto, no había fuereños extraviados en Lago Redondo. Si los hubiera, Pocoloco ya andaría detrás de ellos moviendo el rabo. No obstante, si el maldito canino coquetea con la cola a los recién llegados; ¿por qué el que estaba adentro le pasó de noche?

       -Mejor apaga ese cigarro, Cesáreo. El tabaco mata más rápido que el alcohol- dije, con tono de hermano mayor dando un consejo.

       -Es más fácil que tú vueles por los aires si te arrimo mi cigarro, que a mí me dé cáncer por unas cuantas chupaditas- contestó el viejo fumador, y puro y cabeza desaparecieron tras la ventana.

       Lago Redondo es como un paraisito perdido. Aclaro; para-i-sito, no parásito perdido. No pasa de un centenar de habitantes porque no queremos darle albergue a grafiteros, franeleros, “ciegos” mirones, “cojos” correlones y otras plagas modernas. No queremos semáforos ni anuncios con marcas de cadenas transnacionales. Vamos, no hay ni siquiera servicio de gas butano. El gas lo provee un camión cisterna cada que se le necesita; la gasolina la adquirimos en una estación de servicio que está a la orilla de la autopista, a cosa de 5 kilómetros de distancia, y la “mota” que anima nuestras fiestas nos la provee Samuel Espíndola, el “capitán” del Albatros, un lanchón que parece panga con chimenea.

       Lago Redondo tiene una colina y yo vivo en la cima. Lago Redondo es casi propiedad privada. Nos pertenece a una media docena de rebeldes ambientalistas con dinero y es claro que queremos que siga así. Por eso, yo quiero saber de donde salió un tipo vestido a la moda y que parece tener más de todo, que todos nosotros juntos.

       Pocoloco se lamió las bolas, indiferente a mi confusión, y yo entré al Café de Rebeca decidido a llegar al fondo del misterio. ¡Qué rayos! Yo tenía que averiguar de qué medios se valió el trajeado para llegar a Lago Redondo.

      CAPÍTULO II

      La “Tía” Rebeca

      Mi nombre es Ratán Ferrer. Soy un ingeniero civil nacido en El Chinchorro (¿“chinchorro” en medio del desierto?), un oscuro caserío perdido entre Coahuila y Durango en la República Mexicana. Tengo residencia legal en Estados Unidos y a eso le debo lo que tengo y cómo vivo. Porque quiso el destino que en un proyecto carretero tejano tropezara con una mina. El “tropezón”, que por fortuna sucedió en territorio gringo (en mi país me la hubieran quitado los pinches políticos), no sólo me retiró parcialmente de la profesión sino que me llenó de plata los bolsillos.

       La mina me forró de plata pero mis padres ya habían forrado mi cerebro en oro desde que vi la luz primera. Un padre al que le decían el “alquimista frustrado”, un tanto por sus experimentos en la industria farmacéutica y otro tanto por su incapacidad para hacer dinero, me hizo ingeniero a “huevo”, como dicen en México.

       Les tengo aversión a los escritorios y a las paredes. De modo que escoger ingeniería civil en vez de arquitectura no fue una decisión

      fortuita. Hacer caminos, puentes o presas me mantendría a cielo abierto y me permitiría llevar una vida más o menos errante, lo cual era, a fin de cuentas, lo que me atraía. A regañadientes acepté algunos trabajos mientras estudiaba lo que era mi pasión: la arqueología. Entre cruda y cruda estudié todo lo referente a esqueletos, fósiles, jeroglíficos, momias, y excavaciones, pero como era de esperarse, nunca terminé la carrera.

       Para cuando encontré la mina (¡gracias, geología!), yo ya era un multi talento especializado en todo a medias. Sabía un poco de hacer hoyos en busca de vasijas, podía manipular con ácidos, venenos o antídotos y también podía hacer un puente colgante, siempre y cuando no me pidieran garantía de duración.

       Cuando mi viejo se marchó de este mundo recostado cómodamente en un confortable cajón pero con la billetera vacía, concluí que, llegado el momento, yo, igual que él, tampoco dejaría nada. Un malandrín descendiente mío, no disfrutaría un quinto de mis “fierros” tan solo por llevar mi apellido. ¡Qué diablos!; yo no heredé una méndiga peseta pero el título profesional me ayudó a encontrar la mina. Soy un heredero “self made”, como dicen los güeros. Si por una jugada del destino llego a afinar la puntería lo suficiente como para dejar descendencia, el aspirante a heredero deberá leer un manual que titularé: “Como encontrar una mina”.

       Joven, más o menos bonito, podrido en dinero y con la firme convicción de no dejarle nada a ningún hijo mío vividor, llegué a la conclusión de que si realmente no quería dejar nada, tendría que darme prisa en gastar lo que tenía y lo gasté a lo grande.

       Por un tiempo me dediqué a viajar arrastrando un costal de dólares hasta que una bala forrada en alcohol me mandó al hospital en Tampico Tamaulipas. Por esas coincidencias que se dan en tipos como yo, el doctor que me atendió tenía su clínica frente a la cantina donde me faltaron al respeto (de hecho, algunos parroquianos cruzaron la calle cargándome de “aguilita”). El cantinero del tugurio me vio salir de la clínica “Oceánica” el día que me soltaron y me abordó haciendo caravanas. Al parecer, el tipo nunca había visto un zafarrancho como el que me encamó por 15 días. El efusivo saludo fue el eslabón que me conectó con el dueño del antro y, como resultado, terminé comprando la cantina.

       Hacerme cantinero en Tampico fue un primer paso para anclar. La ciudad me gustó y las chicas locales me animaron a establecerme formalmente. Abrí una oficina en los altos de la cantina y me convertí en el único ingeniero civil en el mundo, cuya actividad principal era administrar un antro. “La Almeja Cuata” que compré, cantina de reputación dudosa, se convirtió en un bar turístico llamado “El Fragor de la Batalla”, en honor a la trifulca de mi primera visita.

      Pero la refriega en La Almeja Cuata fue solo una coma en el largo escrito que fue mi vida a partir de mi debut como minero. Tal vez encontrar la veta madre de “La Ratana”, como bauticé a mi principal fuente de ingresos, no haya sido lo que realmente me hizo rico, porque mucho antes de encontrar la mina, ya gastaba a manos llenas los tostones de una cebada cuenta bancaria. Sin embargo, La Ratana me convirtió en un Bruce Wayne con sombrero Stetson. No tenía batimóvil pero me mandé hacer una especie de Ratanmóvil y dediqué la mayor parte de mi tiempo libre a gritarle al mundo, especialmente a las gatubelas provincianas y otras chicas impresionables, lo bien plantado, poderoso y “gandalla” que era el Bruce Wayne tercermundista que yo era. Con La Ratana como tarjeta de presentación, brillé por espacio de 2 años con la luz que salía de mis bolsillos. Eso, hasta amanecer un día en Lago Redondo a mi estilo: crudo y listo para “seguirla”.

       Tampico es el sitio ideal para una mente cochambrosa como la mía. En alguna borrachera, en algún sitio que ya se borró de mi memoria, algún borracho que tampoco recuerdo como se llamaba, me sugirió que me hiciera actor. Al tipo no lo recuerdo pero los detalles de la sugerencia están frescos. Dijo algo como “tienes la presencia y la voz” y mi ego se hinchó al grado que estuve a punto de hacerle caso.

       Lo que impidió que yo me convirtiera en una caricatura de Claude Van Damme, fue que mi consejero se me declaró en la siguiente borrachera. Después de darle un puntapié en donde la espalda pierde su nombre, decidí que yo era un Robert Redford aún sin descubrir y me dediqué a medir fuerzas con cuanta chica guapa se cruzaba en mi camino.

       Pero no solo me encantaba corretear tampiqueñas más o menos frescas e ingenuas, sino que Tampico se ubicaba en la costa del Golfo de México, cercano a la frontera con el estado donde tenía la mina. No obstante, estaba escrito que el hermoso puerto no sería mi lugar de residencia. Otra borrachera me envió derechito al sitio que me atraparía finalmente y, curiosamente, el cambio de domicilio empezó a operar un cambio también en mi personalidad.

       Describirme a mí no vale la pena. Pero describir dónde vivo y cómo vivo sí que lo vale.