El pelo del fuereño, largo hasta los hombros, casi tocaba el dintel de la puerta rebasando el 1.80 de estatura y sus facciones de rostro alargado, pómulos altos y frente despejada, podían provocar un ¡¡Ah!! de admiración femenina o un ¡¡Chin!! de envidia masculina. Pero no había una pizca de soberbia en el individuo. Antes bien, la perfección física hacía contraste con una asombrosa sensación de humildad. La piel del visitante, tersa y sonrosada, carecía de manchas, vello o callosidades. Las uñas eran translúcidas como las de un bebé y su cabello, color miel, era de una finura dócil, sedosa y brillante. Incluso el brillo de los ojos claros era profundo y límpido. Mi examen barrió al visitante de pies a cabeza y, a pesar de que el resultado arrojaba sobresaliente en lo físico, había algo en él que yo no acertaba a saber qué era. El hombre abrió la boca pero no articuló sonido alguno. Con pasos lentos, quizá demasiado lentos, atravesó el comedor y cuidadosamente se sentó en un taburete frente al pequeño mostrador. Sus rodillas tocaban la madera y tuvo que inclinarse para apoyar los codos. Con los brazos extendidos cruzó los dedos y sonrió de nuevo. En ese momento, ¡saz!, mi cerebro registró lo que faltaba: el individuo ¡no tenía arrugas! Un codazo en las costillas me sacó de mi embeleso.
-¿Vendrá de chambelán o es un novio despistado?- murmuré sin preguntarle a nadie.
-Tal vez no habla español, Ratán- me dijo Epax, mirando al extraño tal como yo lo hacía.
Reaccioné a las palabras de mi piloto y pregunté en inglés, mirando al recién llegado:
-¿Do you speak English?
El trajeado negó con la sonrisa y un movimiento de cabeza.
-¿Parlebú francais?
De nuevo la negativa.
-¿Parla italiano?
-No- fue la lacónica respuesta.
-¿Cual es su idioma?- pregunté en español, ya escaso de idiomas.
-El suyo- fue la desconcertante respuesta.
Epax y yo nos miramos y mi piloto levantó las cejas. Aproveché para cambiar una mirada con él. Ladear la cabeza hacia la puerta y luego hacia el fuereño, era señal de que yo saldría y él se quedaría con el visitante.
-Yo me hago cargo- accedió Epax, acercándose al fulano.
-De seguro no es políglota. Voy a ver si la novia se quedó afuera- dije discretamente.
Me levanté y salí del restaurante. Era éste un rectángulo de troncos con grandes ventanas, rodeado de tierra y de islotes de hierba. Una banqueta-tarima también de madera, hacía una U al frente y los costados de la estructura.
Había llovido durante la noche anterior y algunos charcos espejeaban al sol de un día despejado. Aún después de 15 horas después del chubasco, el terreno lucía claros manchones de barro en los desniveles. Sobre el tablado se veían los rastros de lodo semi seco dejado por los clientes habituales. Me planté sobre la tarima y vi al frente y a mis costados esperando encontrar algún vehículo desconocido.
Giré, escudriñando la distancia con los ojos entrecerrados. A mi izquierda, al sur, se perdía la húmeda calzada que venía de la capital del Estado y, a la derecha, más allá del claro pelón del escaso conjunto de viviendas, el angosto pavimento bordeado de cocoteros culebreaba entre los acantilados de la costa. Insistí por última vez haciendo sombra con mi mano sobre las cejas.
Bajé de la tarima caminando hacia la calzada para apreciar mejor el entorno. Con un ángulo de visión más amplio, paseé la vista en un radio de 180 grados. Fuera de mi jeep y la camioneta de correos del viejo Cesáreo López, no había más coches en el restaurante. Regresé, revisando el terreno con la vista. ¡Nada! Las únicas rodadas visibles eran las que mi Jeep y la cafetera de Cesáreo habían hecho y las marcas terminaban bajo sus ruedas. Los vehículos de los residentes, incluidos los borrachos que se encontraban adentro, se veían en los lugares de costumbre y, por ser locales, no contaban en mi inspección. La vertiente hacia el lago, hasta donde pude ver, lucía virgen, excepto por nuestras propias huellas.
Él lago se abría al oeste en el horizonte, extendiéndose cerca de 4 kilómetros al norte y la mitad de esa distancia al sur. Peiné con la vista la rivera de la tranquila masa de agua y la posé a lo lejos. Estaba seguro de que encontraría una lancha o una canoa desconocida. Pero fuera de las canoas y las lanchas fuera de borda de Roque Mendieta y Albino Esparza, mis ojos sólo vieron la clara luz del sol haciendo un espejo de la apacible laguna. En la orilla de ésta descansaban algunas redes extendidas sobre horquetas. A cosa de 250 metros, una canoa colocada boca abajo se secaba al sol, muy cerca del endeble muelle de los pescadores locales. 50 metros más al norte, en el Embarcadero, como se llamaba la zona de desembarque, se veía mi lancha rápida atada a uno de los pilotes al lado de un muelle más grande y con instalaciones más completas. Destacaban, al otro lado del muelle, el velero de Jácome Strauss y la potente lancha de Pat Morrison, los gringos adinerados que se habían instalado en la villa para tostar un poco su arrugada jubilación.
Además de los vehículos descritos, había una lancha y un camioncillo cubiertos con lonas en la entrada de 2 bungalows desiertos. Eran vehículos de uso de un par de familias de “fin de semana”.
Mi conclusión fue contundente en lo tocante a paseantes recién llegados al merendero: nadie acompañaba al atildado visitante.
Pero yo no soy alguien que llega a conclusiones fácilmente. Mi mayor virtud casi siempre se convierte en mi peor problema: si pensar que todo tiene explicación es mi virtud, empeñarme en probarlo es mi mayor defecto. Porque, ¿a quien pinches le podría importar cómo o con quién llega un turista al único merendero de una villa turística?
A juzgar por mi obcecada inspección, a mí sí me importaba. Nuestro visitante no había llegado por agua y, si lo hizo por tierra, el hijo de tal por cual se acicaló como una señorita antes de entrar en el café. Sin embargo, ningún acicalamiento resiste la caminata que cualquier cristiano debe realizar para llegar a nuestra villa. Campanares queda a 30 kilómetros, La Alameda a 10 y, dado que El Zacatal era prácticamente una prolongación del embarcadero de la laguna, descarté que el fuereño hubiera salido de ahí. Pero suponiendo que nuestro visitante hubiera llegado en globo a El Zacatal y de ahí se hubiera descolgado hasta el “Café de Rebeca” esquivando charcos a brinquitos como la Pantera Rosa, ese trayecto basta, en estos andurriales, para pintar de chocolate cualquier indumentaria, aunque venga sellada anti-virus.
Miré mis zapatos; el fino polvo se acomodaba entre los cordones. Había tierra también en el dobladillo de mi pantalón, aunque no podría asegurar que recién se hubiera acumulado. Deduje que si era fácil distinguir la tierra en mis pantalones color kaki desvaído, imposible no notar su ausencia en el negro de un esmoquin recién planchado.
Más confundido que una tortuga en el maratón de Boston, desanudé el pañuelo que llevaba al cuello y me limpié el sudor de la frente. Me asombró el grado de desconcierto que el desconocido sembró en mí sin siquiera abrir la boca. Pero era un hecho que la confusión no era privativa de mí; se había extendido a Epax, a Rebeca, a Pat Morrison, a Jácome y a los otros 2 comensales en el restaurante. Me bastó ver la cara de la guapa restaurantera para confirmar que había algo extraño en toda la condenada escena.
Mi formación académica, aunque no fuera ejemplo de estricta mentalidad científica, no aceptaba los enigmas sin explicación y aquello parecía venir empaquetado con una nota colgando que dijera: ¡Acertijo! De pronto, decidí tomar los hechos como un reto personal.
Antes de entrar en el restaurante tomé la escalera del negocio y medio cayéndome y no, revisé el techo en busca de… ¡un paracaídas! En el techo no había nada, por supuesto. Apenado de verme “empericado” en la escalera, bajé al suelo y me dispuse a regresar.
El inseparable puro del viejo Cesáreo asomó por la ventana de la miscelánea que hacía las veces de buzón comunitario. Al puro le siguió la flaca cabeza detrás del hilo de humo azul del enorme cigarro.
-¿Buscas goteras, Ratán?- preguntó el encargado del correo.