Gustavo Jordán Astaburuaga

Los almirantes Blanco y Cochrane


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en un estado de indecisión e incertidumbre para Chile.

      Volviendo a la Península, el 7 de octubre de 1813, Wellington cruzaba el río Bidasoa para entrar en territorio francés, donde prosiguieron las operaciones. Pocos días después, Napoleón sufría una decisiva derrota en la batalla de Leipzig del 16 al 19 de octubre. España se hallaba en el bando victorioso, pero había quedado agotada y devastada por una guerra prolongada y cruda. Al menos había alcanzado la paz y se hallaba con las manos libres para destinar algunos recursos, aunque fuesen escasos, para la reconquista de las provincias americanas insurrectas.

      En sincronía con los acontecimientos en Europa, que conducían a una restauración absolutista, la marea revolucionaria en América sufrió un reflujo durante el año 1814. Pese a no contar con nuevos recursos, el Virrey del Perú, José Fernando de Abascal, fue capaz de organizar dos nuevas expediciones contra Chile, la primera de las cuales, bajo el mando del Brigadier Gabino Gaínza, obtuvo no un triunfo militar, sino la paz de Lircay, el 3 de mayo, que no satisfizo a nadie y fue una mera pausa en la lucha, en la que el mando patriota fue reasumido por José Miguel Carrera.

      Relevado Gaínza del mando, desde el Callao se envió a otra expedición, al mando del Brigadier Mariano Osorio, que consiguió derrotar a los patriotas en la batalla de Rancagua, el 1 y 2 de octubre de 1814, para entrar pocos días después a Santiago, y dar por reconquistado Chile. Varios cientos de patriotas, incluyendo los restos del Ejército, cruzaron la cordillera rumbo a Mendoza.

      En el teatro de operaciones de Nueva España, la causa española se hallaba estancada, y en los frentes de Nueva Granada y Venezuela se daba una despiadada lucha cuyo resultado era desfavorable a los patriotas. Los españoles recibían un importante refuerzo, la llamada “Expedición Pacificadora” procedente de Cádiz, fuerte en poco más de 10.000 hombres bajo el mando del General Pablo Morillo, que llegó a aguas americanas en abril de 1815. Su presencia se hizo sentir, con una notoria recuperación de territorio, sin que sirviera un nuevo esfuerzo de Simón Bolívar, en tanto que en Nueva España el líder patriota José María Morelos era capturado y ejecutado.

      En Europa en tanto, el nuevo orden, o más bien, la restauración del viejo orden absolutista, se estaba resolviendo en la serie de conferencias después conocidas como Congreso de Viena, que había empezado en octubre de 1814, acontecimiento superpuesto al último intento de Napoleón de recuperar su trono. Su efímero reinado de los llamados “Cien Días” llegó a su fin con la campaña de Bélgica de junio de 1815, que culminó en su derrota definitiva de Waterloo, el día 18, a manos de británicos y prusianos.

      De modo que, a mediados de 1816, el panorama general de América era ampliamente favorable a la causa española. Tan solo Montevideo y las Provincias Unidas del Río de la Plata quedaban como bastiones patriotas seguros, a salvo de un ataque. Estas condiciones permitieron a las Provincias Unidas declarar su Independencia el 9 de julio, y también, apoyar la formación del Ejército de los Andes organizado por el Gobernador de Cuyo, General José de San Martín. A partir del año siguiente, la marea comenzaría a cambiar, esta vez en favor de los patriotas.

      El declive de la Armada Española, 1808-1818

      La doble adversidad que fueron para España la invasión napoleónica y las revoluciones americanas, sorprendieron a su Marina en una época de indudable declive, en la que esta fuerza era solo una sombra de lo que había sido en la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, hacía solo unas pocas décadas atrás. Esta situación se acentuó de modo constante entre 1808, año del comienzo de la Guerra Peninsular, y 1833, al final del reinado de Fernando VII, quien ha sido quizá el peor monarca que ha tenido España en toda su historia. Su Armada vivió asimismo uno de los procesos de degradación más agudos de su existencia, sino el que más, solo comparable al sufrido tras la desastrosa guerra contra los Estados Unidos, en 1898.

      La explicación más comúnmente aceptada de dicha decadencia es la derrota en la batalla naval de Trafalgar del 21 de octubre de 1805 a manos de la Royal Navy, durante la cual la Armada española, aliada de Francia, perdió una cantidad muy sustantiva de navíos y jefes y oficiales valerosos y capaces. No hay duda que este fue un elemento determinante, pero no basta por sí solo para explicar este proceso. En efecto, en 1808 la Armada española aún podía alinear un poderío no desdeñable: 42 navíos, 30 fragatas, 20 corbetas y más de 130 buques auxiliares.2 A decir verdad, al factor Trafalgar hay que agregar el prolongado desgaste, principalmente por falta de recursos y descuido, que sufrió esta fuerza naval durante la prolongada guerra de 1808-1814.

      Ello se explica por ser esta cruenta conflagración principalmente terrestre, de manera que los españoles que combatían a Napoleón debieron volcar principalmente allí sus esfuerzos. Así, mientras sus aliados británicos tenían un dominio casi absoluto del mar, y para ellos la flota francesa, también fuertemente disminuida, no era un problema, España pudo limitarse simplemente a dejar sus buques en puerto, lo cual significaba que aún conservaba un poder naval no menor en el papel; sin embargo, en la práctica la realidad era muy distinta.

      El historiador naval español José Cervera Pery lo explica claramente al señalar que una cosa era el inventario que ofrecían anualmente los Estados Generales de la Armada, “tan optimista como falto de realismo, de los buques a disponer”, ya que en su mayoría estos necesitaban importantes reparaciones, y al arribar a destino quedaban nuevamente inutilizados. Más exactos y actualizados eran los Estados de fuerzas que redactaban los comandantes de los apostaderos navales de América.3 En suma, como señala dicho autor, era más apropiado hablar de la existencia de cascos que de buques propiamente tales, lo que implicaba que además estuviesen bien tripulados, pertrechados y armados en guerra.

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      Batalla de Trafalgar, óleo de Auguste Mayer, 1836.

      En lo que respecta a los astilleros, estos eran herederos de una excelente tradición, pero el proceso que vivía la Armada no podía dejar de afectarlos. Los principales astilleros peninsulares eran los de Cádiz, Cartagena y El Ferrol, a los que se sumaban los de Mahón, Pasajes y Guarnizo y, en ultramar, La Habana, Manila y el Callao, establecimientos que, se estimaba, podían compararse a los mejores de Europa. Pero la situación general de abandono también los afectó, de modo que perdieron su capacidad tanto de construir como de reparar buques y, en palabras del ministro de Marina Vásquez de Figueroa, “ahora son páramos desiertos, ninguno está útil para realizar trabajos; todo aquel que no haya visto los Departamentos no podrá creer sin repugnancia el mal estado de cuánto tiene relación con la Marina…”.4 A esto se sumaba el desmantelamiento y saqueo de los elementos de dichos arsenales por el propio personal naval, quienes no lo hacían por afanes delictuales o vandálicos: sustraer estas especies para comerciarlas era, simplemente, un modo de supervivencia ante la situación impaga de sus sueldos, que se eternizaba.5

      Si tal era la realidad de los buques y astilleros de la Armada española, la de sus tripulaciones no era mejor, tanto por la escasez de hombres como por su nivel de entrenamiento. Ello se debía en gran parte a que oficiales, marineros e infantes de marina debieron unirse al esfuerzo bélico en tierra contra los franceses. De modo que tras el final de la guerra, según señala el historiador Cervera Pery: “era empresa difícil poder encontrar un Capitán de Navío que regentase un apostadero, porque los más capacitados habían sido premiados por sus relevantes servicios con la licencia de abandonar la Armada para enrolarse en la marina mercante y evitar que muriesen de hambre; y los que quedaban, cuando por casualidad llegaban a sus oídos los preparativos de una expedición a ultramar, acudían al Capitán General a pedir, poco menos que como limosna, una pequeña cantidad a cuenta de las pagas en débito de siete y ocho meses atrás”.6

      Esta afirmación es absolutamente clave y el lector deberá retenerla en la memoria al llegar a los capítulos que siguen, puesto que las consecuencias de dicha situación se reflejarán claramente en las fuerzas navales españolas a que debería enfrentarse la naciente Marina de Chile: buques con tripulaciones insuficientes y mandos carentes de auténticos liderazgos. Difícilmente podría encontrarse en las campañas navales por la Independencia del continente a un auténtico Comandante en Jefe de Escuadra con dotes de tal, especialmente en el Pacífico. Además, los casi inoperantes apostaderos