(los preteristas) afirman que se refiere solamente a acontecimientos acaecidos en la época del apóstol Juan. Entre estos dos grupos, hay otros (los historicistas) que creen que Juan ciertamente se refirió a acontecimientos de sus días, pero también habló de sucesos que aún están en el futuro y que, además, fue inspirado para prever la experiencia de la iglesia cristiana a lo largo de la historia.
Este tercer grupo (los historicistas) debe de tener razón, porque Juan recibió el encargo de escribir “lo que ya es” (en sus propios días) y lo que “va a suceder más tarde (en el futuro)” (Apoc. 1:19). El libro no pudo haber sido dedicado completamente a acontecimientos del futuro distante, porque el primer versículo del primer capítulo, precisamente, dice que el Apocalipsis fue dado para manifestar “lo que ha de suceder pronto”. Y el versículo 3 añade: “El tiempo está cerca”.
Algunas cosas, pero de ninguna manera todas las que están escritas en el libro, estaban “cerca” y habían de “suceder pronto”, en los días de Juan. Algunas cosas iban a suceder después de las primeras, y otras más adelante, por turno, después de aquellas. El Apocalipsis no presenta una aglomeración de acontecimientos que explotan en un instante, como los chicos de un aula cuando se va el maestro. Ciertamente, los acontecimientos que van a ocurrir al fin del milenio vendrán mil años después que los que acontezcan al principio de ese período.
Cuando Apocalipsis 1:1 al 3 se refiere a cosas que han de suceder “pronto” y “cerca”, está hablando del comienzo del cumplimiento de las predicciones que se encuentran en el libro. En los días de Juan, estas profecías estaban, por así decirlo, tirando de la cuerda, ansiosas de comenzar su largo viaje a través de la historia. A Daniel, como ya lo hemos visto, se le mostraron una serie de profecías, cada una de las cuales comenzaba en sus propios días y corrían paralelamente a lo largo de la historia. También en el Apocalipsis varias series de profecías siguen un curso paralelo similar desde los días de Juan hasta el final del tiempo.
Si el Apocalipsis es un libro de predicciones, lo es también de grandes himnos, algunos sublimemente alegres, otros increíblemente tristes. Por ejemplo, Haëndel obtuvo inspiración para su oratorio “El Mesías” de Apocalipsis 19:6: “¡Aleluya! ¡El Señor Dios omnipotente reina!” Hay, incluso, un vestigio de himno en el mismo capítulo primero que estamos estudiando ahora.
“Al que nos ama,
nos ha lavado con su sangre
de nuestros pecados
y ha hecho de nosotros un Reino
de Sacerdotes para su Dios y Padre,
a él la gloria
y el poder por los siglos de los siglos.
Amén” (vers. 5, 6).
El Apocalipsis es también un libro de bendiciones. Bendición significa bienaventuranza, y se ha observado que hay siete “bendiciones” en el Apocalipsis, así como hay nueve “bienaventuranzas” en el Sermón del Monte. (Véase Mateo 5:1 al 12.) Leemos en estos pasajes “bienaventuranzas” para los pobres, los puros y los perseguidos. En el Apocalipsis, leemos de bendiciones prometidas a todos los que mueren en el Señor (14:13), al que está despierto (16:15), al que ha sido invitado a la cena de bodas (19:9), al que participa de la primera resurrección (20:6), al que guarda las palabras de este libro (22:7), y al que lava sus vestiduras (22:14). La primera de estas bendiciones aparece en el capítulo que estamos estudiando ahora: “Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella” (vers. 3).
Comencemos inmediatamente a descubrir las bendiciones que el Apocalipsis reserva para nosotros en su primer capítulo.
El mensaje de Apocalipsis 1
I. Jesús tiene las “llaves de la muerte”
Mi madre sufrió muchos años esa enfermedad paralizante que se conoce como mal de Parkinson. Cuando se acercaba su fin, ya no pudo alimentarse a sí misma, y mi padre la visitaba a menudo en el hogar de ancianos donde la estaban atendiendo. Aquella tarde, cuando sonó el teléfono para anunciar que acababa de fallecer, me arrodillé junto a mi cama y leí de nuevo las promesas de Dios acerca de la resurrección. Me consolé con promesas como estas:
“Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y [...] resucitarán” (Juan 5:28, 29).
“Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Cor. 15:22).
“El Señor mismo [...] bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán” (1 Tes. 4:16).
“Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte” (Apoc. 21:4).
¡Cómo me habría gustado que estas promesas se hubieran cumplido en ese momento! Cómo quisiera, mientras escribo estas líneas, que se cumplieran en este instante, antes de que fallezcan otros seres amados.
En la isla de Patmos, solitaria, yerma y rocosa, Juan debió de haber estado embargado por meditaciones semejantes. Habían pasado unos 65 años desde el instante en que Jesús ascendió al cielo en una nube, y los ángeles prometieron que regresaría de la misma manera. En el Sermón Profético, Jesús también había prometido regresar alguna vez. Uno tras otro, los amigos de Juan habían muerto; algunos por causa de la enfermedad o la edad, y otros como consecuencia de las persecuciones. Sus padres, Zebedeo y Salomé, ya habían fallecido. Su hermano Santiago había sido decapitado por causa de Cristo. La madre de Cristo, María, a quien Juan había prodigado sus cuidados después de la crucifixión, evidentemente ya no estaba más con él. Pedro había sido crucificado por causa de Cristo. Pablo, lo mismo que Santiago, había sido decapitado. Del grupo original de los Doce, todos habían desaparecido, menos él. Y a él mismo ya no le quedaba mucho tiempo. ¡Qué pena que Jesús no había regresado! ¿Regresaría alguna vez? ¿Habría realmente una resurrección alguna vez?
¡Cuánto habría dado Juan por poder hablar con Jesús una vez más antes de morir!
Comienza la primera visión de Juan. De pronto, la ensoñación de Juan fue interrumpida. “Una gran voz, como de trompeta” lo sacudió. “Escribe en un libro lo que veas y envíalo a las siete Iglesias”, le indicó (Apoc. 1:10, 11).
Sorprendido, mientras su viejo corazón latía vigorosamente, Juan se dio vuelta tan rápidamente como pudo para ver quién le hablaba. Para su asombro, el suelo volcánico de la isla parecía resplandecer. Siete candelabros de oro aparecieron donde momentos antes solo se veían piedras desnudas. Y “en medio de los candeleros” estaba de pie “como un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, ceñido el pecho con un ceñidor de oro” (Apoc. 1:13). Sus cabellos eran tan blancos como la nieve, y su rostro y sus pies, lo que no estaba cubierto por su túnica, resplandecía en forma sobrenatural. Era el mismo Ser que Daniel había visto en su ancianidad. (Véase el capítulo 10 de Daniel.) Tal como Daniel, Juan también cayó al suelo como muerto.
Tal como Daniel, Juan también escuchó las palabras llenas de gracia: “No temas”. Al mirar hacia arriba descubrió, a pesar de todo el resplandor, que quien le hablaba era su amado Señor.
Jesús se volvió a presentar a su querido, antiguo y fiel amigo: “Soy yo, el Primero y el Último, el que vive”, le dijo; “estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Apoc. 1:17, 18).
De manera que Jesús seguía vivo. Fuera del corto período que medió entre la cruz y su resurrección, él siempre estuvo vivo; y seguirá viviendo por los siglos de los siglos.
Y tiene “las llaves de la muerte”. ¡Claro que sí! Cuando Roma, el imperio más poderoso de la Tierra, lo crucificó y lo puso en una tumba, frente a la cual apostó una guardia de cien hombres, Jesús salió del sepulcro