Mervyn Maxwell

Apocalipsis


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      Y Juan, allí, en Patmos, habrá recordado una vez más cómo llamó Jesús gente a la vida aun antes de su propia resurrección. Las palabras de Cristo: “Soy yo [...] el que vive”, se parecían a las que pronunciara mucho antes junto a la tumba de Lázaro.

      La muerte y la resurrección de Lázaro. Juan mismo había registrado la historia acerca de Jesús y Lázaro en el capítulo 11 de su Evangelio. Lázaro de Betania había caído enfermo. Sus hermanas, María y Marta, habían enviado un mensajero para que informara a Jesús acerca de su enfermedad, pero no se habían atrevido a pedirle que fuera a Betania a sanarlo. Sabían que Jesús amaba a Lázaro lo suficiente como para acudir sin que se lo pidieran.

      Pero cuando Jesús recibió su ansioso mensaje, “permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba” (vers. 6). Recién cuando supo sobrenaturalmente que Lázaro estaba en realidad muerto, comenzó a conducir a sus discípulos en dirección de Betania. Les dio esta explicación: “Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarlo”.

      Los discípulos se sorprendieron. “Señor, si duerme”, le replicaron, “se curará”. El sueño sería una señal de que la fiebre había desaparecido y que estaba en camino de recuperar la salud.

      Cristo habló con tanta naturalidad acerca de la condición de Lázaro que “ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño”. Pero “Jesús lo había dicho de su muerte”. Entonces les dijo con claridad: “Lázaro ha muerto” (vers. 11-14).

      La muerte de su amigo Lázaro no infundió temor en Jesús. Para él, la muerte de un creyente era solo un breve intervalo entre la vida y la Vida; un período apenas un poco más largo que el que media entre el momento de ir a dormir y la mañana siguiente, comparado con la eternidad.

      “Lázaro duerme”.

      “Lázaro ha muerto”.

      “Voy a despertarlo”.

      Cuando Jesús, con su comitiva, llegó a Betania dos días después, María y Marta lloraban transidas de una amante incomprensión. En medio de sollozos, ambas le dijeron: “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano” (vers. 21, 32). Una y otra vez brotaron de sus labios estas palabras durante las horas de insomnio que habían transcurrido desde la muerte de Lázaro: “Si Jesús hubiera llegado a tiempo, nuestro hermano estaría todavía vivo”.

      Esas mismas palabras vinieron a mi mente con respecto a mi madre y a mis amigos que duermen. Sin duda, Juan en Patmos pensó lo mismo acerca de la muerte de su hermano Santiago y de sus otros seres queridos. ¡Si Jesús hubiera regresado antes!

      A las hermanas de Lázaro, Jesús les dijo: “Tu hermano resucitará”.

      Marta replicó: “Ya sé [...] que resucitará el último día, en la resurrección” (vers. 24).

      Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?” (vers. 25, 26). Marta no entendió lo que Jesús quiso decir, pero sabía que podía confiar en Quién era. “Sí, Señor”, le contestó, “yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo” (vers. 27).

      Cuando Jesús dijo: “Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”, no quería dar a entender que los creyentes no morirían en ningún sentido. Después de todo, Lázaro había creído en él y, no obstante, había muerto.

      Lo que Jesús quiso decir es que la clase de muerte que padecen los cristianos es, a la vista de Dios, solamente un sueño; porque cuando el Señor lo disponga, el cristiano despertará para vida eterna. Y la promesa de vida eterna en Cristo es tan sólida, tan cierta, que es como si nuestra vida eterna comenzara aquí y ahora, y como si la muerte solo fuera un descanso un poco más largo que lo común.

      Y Jesús lloró. Pero aun cuando la muerte de sus amigos no horrorizaba a Jesús, el relato nos dice que junto a la tumba de Lázaro “Jesús se echó a llorar” (vers. 35). No negamos nuestra fe cuando lloramos al morir nuestros amados; a veces lloramos incluso cuando solo se van de viaje. El amor nos incita a llorar por la gente que echamos de menos, y “el amor es de Dios (1 Juan 4:13). Los empresarios de pompas fúnebres confirman la observación de que los creyentes y los incrédulos lamentan la muerte de sus amados en forma muy diferente.

      Jesús ocupó su lugar entre los deudos frente a la entrada de la tumba, y pidió a alguien que hiciera rodar la piedra. Para ese entonces, Lázaro había estado muerto por espacio de cuatro días. Cuando el sol de Palestina irrumpió a través de la abertura, el cadáver envuelto en lienzos, ubicado en su lugar, se convirtió en el foco de la atención de todos. Los ancianos lo contemplaban solemnemente, conscientes de que muy pronto ellos mismos serían amortajados de la misma manera. Los chicos lo observaban, mientras hacían nerviosos comentarios jocosos acerca de cuán fantasmal se veía. María y Marta lo miraban muy seriamente, todavía con deseos de que Jesús hubiese llegado más pronto.

      Entonces Jesús pronunció estas palabras sencillas, pero revitalizadoras: “¡Lázaro, sal fuera!” Inmediatamente, el cadáver que estaba en la tumba comenzó a manifestar vida. Resucitado, Lázaro afirmó bien sus pies en el suelo, se enderezó y salió a reunirse con sus amigos. (Véase Juan 11:43 y 44.)

      ¡Cuántos abrazos, y lágrimas y risas!

      El mensaje de Capernaum. Sí, el creyente muere, en cierto modo; pero en otro sentido, tiene vida eterna aquí y ahora. En la sinagoga de Capernaum, poco antes de la resurrección de Lázaro, Jesús dijo a la congregación: “Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él tenga vida eterna, y que yo lo resucite el último día”. “En verdad, en verdad os digo: el que cree, tiene vida eterna” (Juan 6:40, 47).

      El que cree, tiene vida eterna.

      Y yo lo resucitaré en el último día.

      Si creemos en Jesús, tenemos vida eterna ahora, comparado con la eternidad como una promesa viva y segura. Cristo es vida; y si tenemos a Cristo, tenemos vida. “Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida” (1 Juan 5:12). Pero necesitamos que se nos resucite en el último día, para que la promesa se cumpla en la realidad. Si no fuera así, no habría necesidad de resurrección.

      “Lázaro duerme”.

      “Lázaro ha muerto”.

      “¡Lázaro, sal fuera!”

      Jesús es, a la vez, la Resurrección y la Vida. Nuestra vida en él es eterna, no porque nunca vayamos a dormir, sino porque a pesar de caer dormidos y después de haber dormido, seremos resucitados por Jesús en su segunda venida en el último día.

      “El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar” (1 Tes. 4:16).

      La resurrección de Jesús mismo. “Estuve muerto”, dijo Jesús a Juan en la isla de Patmos, “pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Apoc. 1:18).

      La muerte y la resurrección de Cristo son nuestra evidencia, nuestra garantía, de que él verdaderamente ha vencido la muerte. Los turistas se detienen admirados junto a las tumbas de Abrahán Lincoln, Napoleón Bonaparte y Simón Bolívar; pero miles de cristianos viajan cada año a Palestina para maravillarse ante la tumba vacía de Cristo. “No está aquí, ha resucitado” (Mat. 28:6) es el grito de triunfo que se eleva cada vez que en Semana Santa se celebra el Día de la