Mervyn Maxwell

Apocalipsis


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recorrió sus caminos y sus calles para señalarles el camino de la paz. Les enseñó a perdonar, a devolver bien por mal, y a respetar toda autoridad legalmente constituida. Cuando un soldado romano, en ejercicio de sus privilegios, obligaba a un judío a llevarle su pesado equipaje por una milla, Jesús les aconsejó que se lo llevaran por una milla más (véase Mateo 5:41).

      Si todos los judíos de Judea y de Galilea hubieran aceptado las enseñanzas de Cristo, no se habrían dedicado al terrorismo y al sabotaje que provocó la represalia de los romanos. No habrían dejado de pagar sus impuestos. No habrían suspendido sus oraciones en favor del emperador, acto de traición que produjo la guerra. Ni tampoco habrían llegado a la conclusión de que Dios iba a hacer milagros por un pueblo que desde hacía mucho lo estaba desobedeciendo, a menos que se arrepintiera primero. Tampoco se habrían dividido en feroces facciones, sino que se habrían apoyado generosamente los unos a los otros.

      Pero no todos los judíos rechazaron a Jesús. Miles lo aceptaron (Hech. 2:41). Confiaron no solo en sus enseñanzas religiosas, sino también en sus profecías. Recordaron sus palabras: “Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, erigida en el Lugar Santo”, es decir, “cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos”, “entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes” (Mat. 24:15, 16; Luc. 21:20).

      Parece que los cristianos de origen judío dejaron Jerusalén en ese momento. Al trasladarse al norte, fundaron una colonia en Pella, al sudeste del mar de Galilea. Las palabras de Cristo traducidas por “huyan a los montes” en la Biblia de Jerusalén, puede traducirse adecuadamente por “escapen hacia las colinas” o “váyanse al campo”. Pella está ubicada en el campo, en medio de colinas.

      Los cristianos judíos obraron como Jesús les aconsejó porque confiaron en su profecía. Y no se sabe de ningún cristiano judío, ya sea madre, padre o hijo, que haya muerto en la terrible destrucción de Jerusalén.

       III. La abominación y la iglesia cristiana

      Tal como vimos, donde la Biblia de Jerusalén nos habla, en Mateo 24:15, de “la abominación de la desolación”, otras versiones emplean expresiones similares, como ser “la abominación desoladora” (RVR); “el horrible sacrilegio” (versión Dios Habla Hoy); “el espantoso horror” (Versión Popular Inglesa).

      Ya hemos visto que Jesús estaba hablando simbólicamente de los ejércitos romanos que asediarían Jerusalén entre los años 66 y 70. (Compárese con Lucas 21:20.) Pero lo que dijo merece mayor atención. “La abominación de la desolación” iba a ser algo mucho más grande que los ejércitos romanos.

      Jesús demostró que la abominación de la desolación había sido predicha “por el profeta Daniel”. Eso era cierto, porque Daniel –en diferente idioma, por supuesto, pero exactamente con la misma idea in mente– se refirió en Daniel 11:31 a “la iniquidad desoladora”. Predijo que esta abominación pisotearía “el Santuario y el ejército”. Refiriéndose a lo mismo, de otra manera, en Daniel 9:24 al 27, el profeta nos habla de un príncipe desolador que aparecería en la estela de las abominaciones para destruir la ciudad de Jerusalén y el Templo.

      De manera que el profeta Daniel, con distintas palabras, se refirió varias veces a la abominación de la desolación.

      En el Antiguo Testamento, la palabra abominación se emplea a veces para referirse a la adoración de ídolos (2 Rey. 23:13; Isa. 44:19.) Sacrilegio tiene que ver con la irreverencia llevada al máximo. De manera que “la abominación de la desolación” y “el horrible sacrilegio” mencionados por Daniel y por Jesús son una y la misma cosa. Básicamente, se trata de un sistema pecaminoso de culto que cometería el sacrilegio de pisotear y desolar la ciudad de Dios, el Santuario de Dios y su pueblo.

      El ejército romano que se ubicó en el Lugar Santo y que destruyó y desoló Jerusalén, era intrínsecamente idólatra. Era ciertamente una “abominación” y un “sacrilegio”, que produjeron “desolación”.

      La abominación era “Roma”. Ahora bien, en Daniel 8:13 la expresión “la iniquidad desoladora” se aplica al “cuerno pequeño” simbólico. En el primer tomo de esta obra, en las páginas 148, 149 y 181 a 184, vimos que algunos estudiosos de las Escrituras han supuesto que este cuerno pequeño era Antíoco Epífanes. Estudiamos acerca de este excéntrico reyezuelo de Siria (175-164 a.C.) que suspendió los sacrificios del Templo entre los años 168 y 165 a.C. Descubrimos que realmente no cumplía las numerosas especificaciones referidas al cuerno pequeño. Y, por cierto, el hecho de que en Mateo 24:15 y en Lucas 21:20 Jesús identificara la abominación de la desolación con los ejércitos que circundarían Jerusalén –suceso que en ese momento (31 d.C.) todavía estaba en el futuro–, prueba fuera de toda duda que no se trataba de Antíoco Epífanes.

      Descubrimos que lo que realmente representa el cuerno pequeño de Daniel 8 es “Roma”; tanto la pagana como la cristiana; tanto el Imperio Romano como la Iglesia Romana medieval.

      Las profecías de Daniel 2, 7 y 8 son paralelas. (Veáse el diagrama en el tomo 1, p. 241). Cada profecía comienza en los días de Daniel y transcurre a través del tiempo hasta el final del mundo. Los diversos símbolos de Babilonia, Persia y Grecia están seguidos en cada capítulo por un símbolo de Roma: hierro en Daniel 2, un monstruo en Daniel 7 y un cuerno pequeño en Daniel 8. Tal como lo vimos en el primer tomo, en las páginas 114 a 128, intencionalmente Dios pasó por alto los beneficios que produjeron tanto el Imperio Romano como la Iglesia Romana. Decidió en cada capítulo poner énfasis sobre los aspectos negativos y represivos de Roma, con el fin de enseñar importantes lecciones.

      Estamos listos ahora para preguntarnos: el cuerno pequeño de Daniel 8, es decir, “la iniquidad desoladora” de Daniel 8:13, ¿“pisoteó” el “santuario” de Dios y su “ejército” (o su pueblo)? La respuesta es SÍ. En su etapa pagana, Roma destruyó el Templo de Jerusalén, que había sido el principal sitio de culto público de Dios por casi mil años. Todos sabemos que el Imperio Romano también persiguió a la gente que creía en el verdadero Dios; pero en su etapa cristiana, también persiguió a los creyentes. Además, como lo vimos en el primer tomo de esta obra, las enseñanzas y la conducta de la cristiandad medieval oscurecieron muchísimo el ministerio “continuo” (tamid, en hebreo) de Jesús en el Santuario celestial. Entre Cristo y su pueblo, la Roma medieval interpuso un falso sacerdocio, un falso sacrificio, una falsa cabeza de la iglesia y una falsa forma de salvación. (Véase el tomo 1, página 169.) Que la Iglesia Cristiana medieval se comportó mal, ha sido reconocido por prominentes autores jesuitas a partir del Concilio Vaticano Segundo. (Véase el tomo 1, páginas 164 y 169.)

      Desde este punto de vista, “la abominación de la desolación” es un falso sistema de culto, es decir, Roma tanto