todo lo anterior, no es raro que sean pocas las empresas en que los ejecutivos, supervisores y personal operativo perciban que el sistema de gestión del desempeño es justo y que genera un aporte. Por el contrario, es muy común que se lo perciba como una carga excesivamente burocrática y desconectada de la operación relevante, que incluso es sufrida por los profesionales de gestión de personas, que deben andar rogando para que los supervisores “les contesten las evaluaciones”.
¿Cómo ha evolucionado la gestión de la productividad y el desempeño?
El problema de la gestión del desempeño es tan antiguo como la civilización y es conveniente recordar cómo la forma de responder a un problema ha ido generando nuevos desafíos. Podemos comenzar recordando que, desde la Antigüedad y hasta el Renacimiento, el desarrollo de capacidades se producía en relaciones interpersonales de mentoría altamente individualizadas, muchas veces en el ámbito familiar, en las que los discípulos o aprendices trabajaban junto a un maestro, aprendiendo en la práctica y la observación directa de la actividad hasta que alcanzaban la destreza que les permitía trabajar de manera independiente. Con el tiempo estos procesos se fueron formalizando a través de asociaciones o gremios, quienes otorgaban la certificación y permitían el ejercicio de la labor de maestro, término que todavía ocupamos con algunos trabajadores técnicos independientes en construcción y otros campos relacionados6. Ahora bien, simplificando las relaciones en el proceso de desarrollo, se puede decir que el crecimiento de las ciudades y el desarrollo de una clase comerciante aumentó la demanda por bienes de consumo y esto a su vez, en el marco de una cambio cultural orientado al optimismo tecnológico7, incentivó la innovación en tecnología, buscando producir aumentos en la productividad a través de división de las tareas y estandarización. Podemos explicar la elección de esta estrategia recordando que la necesidad de contar con grandes grupos de trabajadores realizando tareas estandarizadas puso en evidencia una limitación crítica de los procesos de planificación y coordinación basados en la coordinación por observación directa e instrucciones de un individuo, que consiste en la dependencia de la calidad y propiedades de los lenguajes con que las personas piensan y se comunican. Específicamente el problema consiste en que los idiomas se desarrollaron en comunidades relativamente pequeñas en que las actividades eran de naturaleza concreta y altamente estable, como “sembrar”, “alimentar al ganado” o “traer agua” y debido a esto y la necesidad de utilizar eficientemente la capacidad de memoria, resultó que en los idiomas los verbos no describen lo que se hace, sino que solo lo que se espera como resultado. Para ilustrar esto, podemos observar que la instrucción “abrir la puerta” describe lo que le pasa a la puerta, no qué es lo que debe realizar concretamente la persona que la abre. Normalmente esta limitación del lenguaje verbal es complementada por demostraciones y gestos, pero el rango de interpretabilidad y la variación que se va produciendo con las repeticiones hace imposible que se pueda depender del lenguaje para lograr la estandarización y estabilidad que requieren los procesos productivos masivos. Al mismo tiempo, la productividad individual es limitada y ya Adam Smith pudo establecer la necesidad de dividir las funciones para aumentar la productividad total del sistema productivo8. La estrategia que se fue concibiendo para solucionar este problema consistió en dividir el trabajo, describir o normar las tareas y posteriormente desarrollar máquinas y herramientas que minimizarían la necesidad de reflexionar o negociar ajustes, lo que conocemos como burocratización. En su aplicación a los procesos industriales esta estrategia alcanzó la forma de lo que conocemos como Taylorismo o Fordismo, en la que se alcanza grandes volúmenes de producción estandarizada a través de una división minuciosa de tareas de trabajo altamente estructuradas, hasta el punto que las diferencias intelectuales, destrezas, motivación, estado emocional u otras características de los individuos que las desempeñan no afecten al proceso en lo absoluto9. Esta idea todavía está a la base de la noción de calidad industrial, donde conceptos como Six Sigma expresan la aspiración a lograr un mínimo de variabilidad, llegando a 3,4 o menos variaciones por millón de eventos. Obviamente esta estrategia tiene limitaciones y las principales se producen precisamente por la eliminación de la variabilidad. Por ejemplo, la idea de hacer siempre lo mismo resulta contraproducente en ámbitos como salud o educación, donde es necesario comprender causas y situaciones específicas antes actuar. Para explicar esto recordemos que dos pacientes pueden responder de manera muy diferente a un medicamento en función de su edad, género, condición física, experiencias y enfermedades anteriores e incluso dependiendo del grado de confianza que le tienen o no a su terapeuta. Así mismo, los niños tienen preferencias y características que hacen imposible tratarlos como si fueran un artefacto. Debido a esto es que la formación de profesores, médicos, enfermeras y otras ocupaciones, cuyos trabajos tienen que ver con el manejo de personas, mantuvo, al menos parcialmente, las características de la formación artesanal: Grupos de aprendizaje más pequeños, predominio de la relación discípulo-maestro y la temprana inserción del estudiante en la práctica.
Hay que reconocer que, por mucho que hoy se nos hagan patentes sus limitaciones, la división y estructuración de tareas fue una solución tremendamente exitosa en su tiempo y, en la forma de burocratización, no solo permitió la expansión del Estado y el desarrollo de los sistemas industriales, sino que aportó al proceso de modernización cultural y el desarrollo de una clase media y la profesionalización de los servicios personales incluso en los ámbitos de salud, educación o seguridad en que fue necesario limitar su aplicación10. Ahora bien, desde los años 50 y con la decisiva influencia del trabajo de Peter F. Drucker11 se empieza a difundir la llamada Administración por Objetivos y Resultados (APOR), con la que se buscaba mejorar la coordinación de organizaciones profesionales o, en las empresas industriales, la coordinación entre las áreas productivas cuya lógica de calidad era la eliminación de variabilidad y las unidades comerciales y staff, que deben manejar una lógica de calidad opuesta, consistente precisamente en el ajuste a las necesidades específicas de los clientes y usuarios, lo que aumenta la variabilidad. La metodología APOR implicaba un análisis de los objetivos organizacionales, determinando las causas y efectos necesarios para lograrlos. Posteriormente, estas relaciones permitían asignar a cada unidad, e idealmente a cada miembro, los objetivos específicos necesarios para que se cumpliera el plan total. Con todas las limitaciones y dificultades que esto puede implicar en una organización de gran tamaño, al menos suponía un enfoque proactivo y orientado a fomentar la responsabilidad individual y la adaptación a las condiciones contingentes, potenciando la efectividad de los comités y otros tipos de reuniones en que las jefaturas de cada unidad buscan negociar estrategias y formas de adaptación12. La versión más sofisticada de los APOR son los sistemas de control de gestión que discriminan entre indicadores de pasado, presente y futuro o distintos ámbitos de acción, como el Balanced Score Card13 u otros asociados, en uso hasta la actualidad. Hay considerable evidencia de que las intervenciones orientadas a definir objetivos y potenciar la colaboración grupal generan mejoras en el desempeño, que pueden llegar a ser duraderas14. Ahora bien, el adecuado funcionamiento de los modelos de gestión por indicadores supone que los miembros de la organización tengan las capacidades requeridas, lo que se ha ido haciendo crecientemente más difícil y generó la necesidad de crear campos de estudio como gestión de competencias y gestión del talento. El foco en desarrollo de capacidades en las personas, versus el foco fordista en la estabilidad de los procesos se evidencia en la literatura de gestión a fines de los años sesenta, cuando se empieza a buscar respuesta a la creciente complejidad y rapidez de cambio en el entorno, imposibles de manejar efectivamente con los modelos y técnicas disponibles hasta ese momento15. Esto va aumentando exponencialmente en la medida que la crisis energética de los setenta impulsa el desarrollo de redes informáticas, que a su vez posibilita el desarrollo de los intercambios comerciales y traspasos financieros que dan origen a la actual situación de la economía mundial, la que transita desde un sustento en la producción y manufactura a un estado en el que la mayor parte de los empleos y la demanda depende de la industria de servicios.
Los modelos de gestión que se impulsan actualmente están focalizados en lograr el funcionamiento descentralizado y flexible que se requiere para proporcionar servicios adaptados a los requerimientos y capacidades de múltiples grupos de usuarios, para lo cual se debe contar con sistemas informáticos que idealmente permitan que los mismos clientes y usuarios configuren y administren las actividades; trabajadores competentes