hacia delante, al pueblito cercano. La niña se enderezó, me sonrió de nuevo y siguió su camino.
Yo seguí caminando. Parecía que estaba tardando en llegar a aquel poblado más de lo que había imaginado. Pero finalmente llegué. Miré a un lado de la calle y al otro. Ninguna de las calles se veían como la mía, pero con seguridad las personas que vivían en ellas sabrían dónde vivía mi familia. Elegí una gran casa blanca, me acerqué a la puerta y golpeé.
Una joven de mirada dulce abrió la puerta. Detrás de ella, un poco agachado, mirando desde atrás, estaba el hombre más desagradable que hubiera visto alguna vez, con un bigote sobre su labio superior. Así que me dirigí a la joven:
–Tengo hambre, y quiero un poco de arroz con leche. ¿Puedes llevarme donde está mi mamá y el arroz con leche?
–Entra, pequeña. ¿Cómo te llamas?
–Soy Marlyn.
–Bueno, Marlyn, no tenemos arroz con leche, pero sí un poco de frijoles y tortillas. ¿Qué tal suena eso?
Eso sonaba bien, y pronto estaba devorando frijoles y tortillas muy feliz. Cuando me llené, le dije a la mujer que estaba lista para ir a ver a mamá. Ella prometió llevarme, pero dijo que primero necesitaba dormir una siesta. Me llevó a una habitación y me ayudó a subir a la cama. Yo me acurruqué muy contenta para dormir una siesta.
Cuando me desperté, nuevamente anuncié que estaba lista para ir a ver a mamá. La mujer prometió llevarme pronto, pero no en ese momento. ¿Todavía no? ¿Por qué no?, me pregunté. Entonces me sentí muy somnolienta, y eso es lo último que recordé hasta mucho más tarde en el día.
El resto de la historia se desarrolló cuando yo no estaba, así que la contaré como me la contaron a mí.
Cuando la abuela Edith terminó el estudio bíblico, recogió sus cosas y salió al patio para llamar a los niños. Wanda y Frank acudieron corriendo. Pero ¿dónde estaba Marlyn? Wanda y Frank se miraron perplejos; sus rostros empalidecieron al darse cuenta de que no habían visto a su hermana desde hacía un buen rato. El rostro de la abuela Edith, al darse cuenta de que ellos no sabían dónde me encontraba, también empalideció. Todos, incluidos la señora Figueroa y sus dos hijos, comenzaron a buscarme por todas partes: en cada rincón de cada habitación de la casa, revisando varias veces el patio, y finalmente en la calle.
“¡Marlyn! ¡Marlyn!” gritaban desesperadamente, mientras recorrían las calles y los campos. Entonces, la abuela Edith encontró a una adolescente que caminaba por la calle y que reconoció inmediatamente el nombre Marlyn.
–¡Señora! ¡Señora! Mi nombre es María, y vi a una pequeña que se llamaba Marlyn caminando solita por la calle –María dio las noticias, casi sin aliento.
–Sí, María. ¿Has visto a una pequeña con un vestido rosado caminando sola por la calle?
–¡Sí, un vestido rosado!
–¿En serio? ¿Cuándo? ¿Dónde? –exclamó la abuela Edith con gozo incontenible.
–Fue hace como una hora, a un kilómetro y medio, más o menos, por esta calle. Dijo que estaba yendo a su casa, al siguiente poblado.
Animado por las buenas noticias, el grupo de búsqueda corrió hasta llegar a la parte de la calle que María había mencionado. Allí comenzaron una cuidadosa búsqueda casa por casa, y las personas en la mayoría de las casas se unieron a la búsqueda de buena gana. La única excepción fue la pareja de una de las casas: una mujer de rostro dulce y un hombre de bigote fino. No solo no fueron serviciales; fueron totalmente desagradables.
La abuela Edith buscó y oró, oró y buscó. Lo último que quería era volver a casa y decirle a su hijo que su pequeña estaba perdida. Enferma de remordimiento y temor, finalmente tuvo que tomar a Frank y a Wanda y subir al autobús para volver a casa, no sin antes notificar a la policía y al periódico local. Revolvió su cartera hasta encontrar una foto mía para dejar en cada lugar.
Antes de irse de la estación policial, la policía le comunicó una noticia aterradora: “Señora Vega, debo decirle que hay una banda de secuestradores que trabaja aquí en Guadalajara. Docenas de niños han desaparecido y han sido vendidos en el mercado negro”. Esta noticia hacía que una situación intolerable fuera aún más aterradora.
Y entonces ella tuvo que dirigirse a la parada del autobús con Wanda y Frank y, una vez en casa, confesarle a su hija la terrible noticia de que su hijita más pequeña había desaparecido y no se la encontraba por ningún lado. Mi madre escuchó anonadada por varios segundos antes de dejarse caer en una silla.
–¿Miraste por todas partes? ¿Dónde? ¿Dónde es “en todas partes”? ¿Estás segura de que no se estaba escondiendo debajo de una cama o en un ropero? ¡Tú sabes cómo es ella! ¡Podría estar en cualquier lado!
Entonces, cuando la verdad de las palabras que había pronunciado la golpeó, comenzó a sollozar. Sí, su pequeña era aventurera, confiada e intrépida, así que podría estar en cualquier lado… ¡en cualquier lado!
–Buscamos en todos esos lugares varias veces, ¡así como en cada casa en kilómetros a la redonda! Pero llamemos a Monrad. ¡Con seguridad él sabrá qué hacer!
Mi padre era el presidente de la Asociación de Guadalajara (en ese entonces Misión de Guadalajara). Había salido de viaje esa mañana para visitar varias iglesias y a miembros de iglesia en la zona, y no esperábamos su regreso por varias semanas.
–Sí, sí. Los líderes de la Asociación sabrán dónde encontrarlo; ellos tienen su itinerario. ¡Llamaré a la Misión ahora mismo!
Las personas en la Asociación quedaron estupefactas ante la noticia de la pérdida de nuestra pequeña, e inmediatamente comenzaron a hacer llamadas telefónicas para ubicar a mi padre. Sin embargo, él estaba en las montañas, a caballo, y todos los esfuerzos para encontrarlo fueron en vano.
Esa noticia fue un segundo golpe para mi madre, y casi acaba con ella. Su hijita no aparecía y nadie podía encontrarla, y peor aún, su esposo no estaba por ninguna parte. Estaba sola, excepto por Dios.
¡Excepto por Dios! ¡Exactamente! Era miércoles, noche de reunión de oración, y la mayoría de los miembros de iglesia estaría allí. Juntos podían formar un ejército invencible.
–¡Vamos, todos! Vamos a ir a la reunión de oración. ¡Ya casi es la hora! Doña Triné, ¿puede prepararle algo de comer a los niños? Yo no tengo hambre. ¿Y tú, abuela Edith? ¿No? Me imaginé. Pero Frank y Wanda quizás sí. Deles de comer, y después deberían cambiarse la ropa y ponerse algo más limpio.
La reunión de oración de esa noche fue una súplica agonizante por el regreso de una pequeña en un vestido rosado, que se había ganado el corazón de cada miembro de iglesia. Luego, Nacho Ponce, el tesorero de la Misión, anunció que iba a ir adonde se me había visto por última vez, y me buscaría hasta encontrarme. Frank, de nueve años, preguntó si él también podía ir. Mi madre y el señor Ponce estuvieron de acuerdo, y los dos se alejaron en el vehículo del tesorero.
Nadie durmió esa noche. La abuela Edith se quedó toda la noche golpeando la puerta del Cielo por el retorno seguro de la pequeña Marlyn. Mamá no podía consigo misma de tanto miedo y angustia, al punto que se enfermó. La abuela Edith interrumpió su oración para hacerle un té de hierbas e intentar calmarla. Aparentemente ayudó, pero no mucho. Incluso Wanda, que solo tenía cinco años, compartía la angustia generalizada. Sollozaba una y otra vez: “La piscina. Estaba jugando en la piscina. Debe haber caído en la piscina y se debe haber ahogado. Mi culpa. Es mi culpa porque no la estaba mirando. Oh, Jesús, ¡perdóname, por favor!”
Finalmente llegó la mañana. Con ojos enrojecidos y exhaustos, la familia se vistió para comenzar el día. Frank regresó, decepcionado y cansado, sin Marlyn. Wanda salió a buscar el periódico a la puerta.
–Mira, mamá, ¡Marlyn está en el periódico!
Mamá