yo), de la residencia para ancianos y del sanatorio donde trabajaban mamá y papá. ¿Y lo mejor? Papá pudo negociar el precio hasta setecientos dólares. ¡Incluso en ese tiempo era un precio increíble! Ahora, todo lo que necesitábamos era una casa para la propiedad. Unos meses después, papá encontró un anuncio en el periódico sobre casas del ejército a la venta. Eran bastante básicas, pero con un carpintero habilidoso y una talentosa decoradora de interiores en la familia, ese no sería un problema. Así que papá seleccionó una casa y la compró.
Recuerdo estar parada sobre un montículo con Wanda y Frank, a una distancia prudencial del lote, mirando cómo salían volando rocas y tierra en todas direcciones cuando la dinamita explotaba para formar un hueco rectangular para el sótano. Cuando el sótano estuvo terminado, llevaron la casa hasta nuestra propiedad, y la asentaron sobre el sótano. Entonces, se instaló un baño externo temporal y se levantó una gran carpa, y todos nos mudamos a la carpa para estar cerca de la casa.
Mamá y papá trabajaban en la casa varias horas por día. Papá construyó dos dormitorios en nuestro nuevo sótano: uno grande para las tres niñas, y uno más pequeño para Frank. Arriba, tiró abajo varias paredes y construyó nuevas para crear una nueva cocina, una sala de estar, un dormitorio para él y mamá, y un baño para todos. Mamá pintó todo, con un poco de ayuda de Frank, y eligió los pisos, que papá instaló. Luego, mamá hizo cortinas y eligió hermosos (a mis ojos, al menos) muebles de segunda mano. Antes de que empezaran las lluvias de invierno, nuestra nueva casa estaba lista para ser un hogar. Un día muy feliz abandonamos la carpa y nos mudamos a la casa. Luego de vivir todos apretujados por casi un año y medio, nuestro nuevo hogar parecía increíblemente espacioso.
Pasó el tiempo, y llegó el momento de que yo empezara el primer grado en la escuela. ¡Cuánto amaba la escuela! La Sra. Fuller fue mi maestra de primer grado en el instituto San Diego, una escuela/iglesia en National City. Me encantaban las historias, colorear, cortar y pegar; ¡pero lo mejor de todo era que estaba aprendiendo a leer! Vivíamos a un kilómetros y medio del instituto, y Frank, que ya estaba en sexto grado, nos llevaba a Wanda y a mí en bicicleta ida y vuelta. Nos llevaba de a una, una cuadra por vez; dejaba a la que había llevado y volvía a buscar a la otra, hasta que llegábamos a salvo a la escuela.
Un día, después de terminadas las clases, cuando yo todavía estaba en primer grado, fui corriendo detrás de Wanda, como un metro y medio detrás de ella, para cruzar la calle. Mamá estaba del otro lado de la calle, caminando hacia nosotras para encontrarnos y volver a casa. Siguiendo a Wanda, corrí detrás de un autobús escolar que estaba estacionado. Un vehículo venía desde la dirección contraria y la conductora no podía verme, ni yo a ella, a causa del autobús. Me choqué de lleno contra el costado del auto que pasaba y terminé de espaldas sobre el pavimento. Abrí mis ojos a tiempo para ver el rostro horrorizado de la mujer que conducía el auto, y el grito desesperado de mamá. Mamá me contó después que cuando me vio corriendo hacia la calle, oró, gritó y se cubrió los ojos todo al mismo tiempo. Cuando abrió los ojos y me vio tirada en el pavimento, pensó que seguro me habían atropellado. Una vez más vimos que Dios me había estado protegiendo.
“Vacía tu corazón delante del Señor, déjalo que corra como el agua; dirige a él tus manos suplicantes y ruega por la vida de tus niños” (Lam. 2:19, DHH).
Capítulo 3
El siete es el número perfecto
Había algo nuevo en el horizonte: el regalo más maravilloso que me hubieran dado alguna vez. El primer indicio llegó una cálida mañana de verano, en julio, antes del amanecer… aunque yo no supe lo que presagiaba. Mamá le clavó un codo a papá.
–Monnie, despierta. Quiero comer tacos. Por favor, levántate y busca tacos.
Sobresaltado, papá se sentó en la cama.
–¿Qué? ¿Anita, estás embarazada?
Él sabía lo que significaba que mamá tuviera antojos así.
–No lo sé… Monnie… tacos, ¡rápido, por favor! (Mamá estaba tratando de aprender inglés, y a menudo mezclaba español con inglés cuando hablaba. Este fue uno de esos momentos.)
Vistiéndose rápidamente, papá se preguntó dónde podría encontrar tacos tan temprano por la mañana.
–Está bien, Anita. Está bien. Voy a buscar.
Papá abrió la puerta, estiró los brazos en la mañana veraniega e inhaló el aire fresco. Tuvo que hacerse sombra contra el brillante sol que ya aparecía. Había aves por todas partes, que trinaban y revoloteaban sobre su cabeza. Los árboles se mecían en la brisa con aroma a madreselva. ¡Iba a ser un día hermoso!
Él soltó una risita al entrar al auto, recordando el viejo adagio que dice que cuando una mujer embarazada tiene antojos de comida picante, el bebé será un varón. “Oh, sí, por favor, Dios, que sea un bebé y que sea varón. Al menos”, musitó, “como son las seis de la mañana no hay mucho tráfico”. No encontró nada en National City. Finalmente, encontró un restaurante mexicano abierto las 24 horas en San Diego.
El doctor confirmó que mamá estaba embarazada, pero nuestros padres lo mantuvieron en secreto. Entonces, una tardecita, Millie y yo estábamos jugando en el piso de la sala de estar con nuestras muñecas. Mamá se sentó en el piso, tomó una muñeca, y comenzó a cantar “Tengo un bebecito, tengo un bebecito. Está en mi pancita. Está en mi pancita” al ritmo de la canción de cuna “Arrorró”. Papá sonreía de oreja a oreja.
–¿Un bebé en tu pancita? –pregunté.
–¡Un bebé! ¡Un bebé! –Millie no paraba de saltar.
–¿Un bebé? ¿Cuándo, mamá? –Wanda, que había estado sentada en el sofá, soltó su tejido.
–El doctor dijo que en marzo. Mi panza está creciendo muy hacia adelante, igual que cuando estaba embarazada de Frank. Creo que va a ser un varón.
–¿En marzo? ¿En mi cumpleaños? ¿Un varón? –yo danzaba de alegría y esperanza.
–Ya veremos… –mamá reía.
El día en que yo cumplí siete años, la panza de mamá parecía una sandía gigante. Ella puso mi mano en su panza, y pude sentir cómo se movía el bebé.
–Tu regalo de cumpleaños todavía está envuelto en mi panza, pero por cómo está pateando, creo que pronto nacerá.
Diez días después, el 16 de marzo, papá salió corriendo con mamá hacia el hospital de madrugada, y el bebé Milton nació. Como era la costumbre en esos días, mamá se quedó en el hospital por varios días. Esperando en la vereda que papá trajera a Milton y a mamá a casa, miré a mi alrededor. ¡la naturaleza estaba llena de bebés! Los lirios lanzaban ramitas exploratorias desde la tierra y las aves trabajaban construyendo nidos. Mis manos exploraban las ramas bajas del árbol de damasco para encontrar brotes que pronto se abrirían para liberar flores con pétalos suaves.
Finalmente, nuestro auto paró en la entrada. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, con una emoción que nunca antes había sentido. Cuando vi la carita regordeta del bebé, no pude pensar ni notar nada más a mi alrededor; el mundo parecía detenerse y parar el tiempo, solo por ese momento perfecto.
–Hola, Milton. Soy tu hermanita mayor.
Mis manos temblaban al acercarse lentamente para tocar sus pequeños deditos. Cuando sus dedos apretaron el mío, con un agarre firme, supe que él era fuerte. Acaricié suavemente su rostro con las yemas de mis dedos. Me enamoré.
Nuestra familia de seis ahora era una familia de siete. Todos nos apretujamos alrededor de mamá.
–Hagan lugar –nos retó papá–, así pasamos.
Y guio a mamá, que sostenía al dulce bambino, hasta adentro, donde se sentó en el sofá.
Yo corrí y me senté al lado de ella.
–Mamá,