Marlyn Olsen Vistaunet

Más allá de las cenizas


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de cómo estaban entrando en la habitación. Todo lo que podía hacer era observar.

      –Ven, Monnie, vamos a la cama. Necesitas un buen descanso. Aquí no hay serpientes corales, ¡te lo garantizo! –le dijo mamá.

      Y así comenzó la vida en California. Mamá empezó a trabajar en la residencia para ancianos, donde su aptitud y su espíritu amoroso le hicieron ganar una multitud de amigos. Mientras nosotros hacíamos amigos y aprendíamos inglés de ellos, empezamos a dirigirnos a mamá y papá en inglés, y papá poco a poco comenzó a recuperar su salud en el Sanatorio Paradise Valley. Frank asistía a un colegio adventista que estaba a un kilómetro y medio de distancia, e iba en bicicleta todos los días.

      Recuerdo esos días como los mejores: días que pasamos disfrutando la cálida y dulce brisa, corriendo por el césped, observando las aves y las ardillas, y trepando los fuertes brazos de nuestro árbol preferido: un enorme árbol de pimienta ubicado a la entrada de la propiedad. Alrededor del perímetro de la propiedad había árboles de damasco, de membrillo y vides silvestres. Nosotras recogíamos frutas en baldes y se las llevábamos a mamá. Con los membrillos, mamá preparaba atole, una bebida española que es espesa y dulce.

      Llegó el día, luego de un mes en el sanatorio, en que papá regresó a casa. Los niños corrimos hacia él y lo abrazamos todos juntos. ¡Qué bueno era que ya no se viera pálido y demacrado! Todavía debía seguir con cuidados ambulatorios, pero ya podía ser amo de casa. Él se acomodó a la tarea y se ocupaba de comprar semillas y trabajar con nosotros para plantar lechuga, tomates, papas, frijoles y más. Nuestra huerta florecía todo el año, y prácticamente vivíamos gracias a lo que recolectábamos de ella. Él también economizaba de otras maneras. Compraba dos kilos de miel de un apicultor local, frascos enormes de mantequilla de maní y cachos de bananas de una tienda de precios bajos cercana. Los sándwiches de mantequilla de maní, miel y banana eran una de las bases de nuestra alimentación.

      Aun así, era un poco difícil para nuestra familia, y cualquier cosita pequeña nos ayudaba. Cuando mamá volvía de trabajar a las tres de la tarde, papá se ponía su traje y salía a trabajar como colportor, vendiendo libros cristianos de casa en casa. Y a veces predicaba en Escondido. Mamá preparaba una canasta con chiles, sándwiches y ensalada de papas. Luego del servicio, encontrábamos un lugar donde estirar un mantel debajo de algún árbol, y almorzábamos estilo picnic.

      Papá creía en la importancia del trabajo. En México, como él estaba de viaje la mayor parte del tiempo, y mamá trabajaba en la oficina de la Asociación, los criados hacían casi todas las tareas del hogar y de crianza. Como resultado, los niños casi no habíamos tenido responsabilidades. El sistema de papá era muy diferente. Teníamos nuestras tareas acorde a nuestra edad y a nuestras habilidades, y recibíamos un pequeño estipendio. Yo ahorraba mis centavos para comprar caramelos… cuando solo costaban monedas.

      La abuela Edith se mudó a Tijuana, donde usó su energía para construir la iglesia local, enseñar a los niños del vecindario y ayudar a los enfermos usando hierbas y métodos naturales. Los niños nos entristecimos al ver partir a los loritos con ella, pero los podíamos ver cuando la íbamos a visitar, cada uno una semana, por turnos. ¡Cómo amábamos esas visitas! La abuela Edith nos hacía unirnos a sus clases para niños, y enseñábamos español. Ella quería asegurarse de que no olvidáramos cómo hablar español.

      Entonces, la bisabuela María viajó a Tijuana para estar con la abuela Edith y ayudarla con su trabajo. Mientras la abuela Edith trabajaba durante el día, la bisabuela María se ocupaba del patio meticulosamente arreglado, de limpiar la casa y preparar las comidas. La bisabuela María era especial para mí, y siempre creí que yo también era especial para ella. Era alta, delgada y erguida. Le encantaba estar al aire libre, y cuando se arrodillaba en el césped, trabajando en el jardín con una pala, yo me sentaba al lado de ella y escarbaba en la tierra con mi pequeña palita. Caminábamos por el vecindario juntas, tomadas de la mano, mientras ella tarareaba alguna melodía. Recogíamos mangos y papayas y los comíamos; y teníamos sesiones de belleza, en las que yo cepillaba y trenzaba su largo cabello, y ella cepillaba el mío y lo arreglaba en rodetitos.

      Mamá se estaba moviendo un poco más lento estos días, y los niños sabíamos por qué: ¡mamá iba a tener otro bebé! Una noche, mamá entró despacito a nuestra habitación y susurró que ella y papá estaban yendo al hospital, y que Frank quedaba a cargo. Para cuando nos despertamos a la mañana siguiente, papá había vuelto con el sensacional anuncio de que teníamos una nueva hermanita: ¡Mildred!

      Desde el comienzo fue Millie para nosotros. Tenía cabello oscuro, mejillas regordetas, y su piel era de un color oliva perfecto. Yo solo tenía cuatro años, y era demasiado pequeña para cuidar de Millie, pero Wanda tenía seis. A ella le encantaba ayudar con Millie. Desde el comienzo, ellas dos compartieron un vínculo especial.

      Poco a poco, papá estaba mejorando. Ya no arrastraba los pies; ahora caminaba a paso rápido en su trabajo, y su rostro comenzaba a estar más redondo y saludable. De hecho, estaba mejorando tanto que le pidieron que pastoreara una iglesia en Tijuana y comenzara una iglesia de habla hispana en una ciudad cercana. Pero eso significaría estar lejos de su hogar muy a menudo, como antes. Ahora que estaba experimentando lo que era estar con su familia, no quería renunciar a ello. Terminó aceptando un trabajo como enfermero en el Sanatorio Paradise Valley.

      Solo seis semanas después del nacimiento de Millie, mamá tuvo que regresar a trabajar. Mamá y papá hicieron arreglos para que ella trabajara de 7 a 15; y papá trabajara por las tardes, de 15 a 23. Así, uno de ellos casi siempre estaba en casa con nosotros y, si por alguna razón no podían estar, los Moon no tenían ningún problema de cuidar de nosotros.

      Si nosotros disfrutábamos de ese arreglo, papá lo disfrutaba aún más. Recuerdo su suave y feliz risa mientras bañaba a Millie en el fregadero, la vestía y salía afuera con ella y conmigo; Wanda ahora estaba en la escuela. Millie daba grititos de alegría cuando él la lanzaba al aire. Luego, él hacía lo mismo conmigo, aunque yo ya era una niña grande de cuatro años. Era una faceta de él que yo no había visto mucho, ya que él viajaba tanto y había estado tan enfermo en México.

      Se estaba haciendo más y más evidente que yo era propensa a los accidentes. Por ejemplo, un día, Wanda, Frank y yo estábamos afuera jugando a las escondidas cuando tropecé con un cable con corriente y caí al piso, inconsciente. Frank me tomó de la pierna, pero rápidamente me soltó por la patada que le dio la electricidad al pasar a su cuerpo. Él y Wanda comenzaron a gritar:

      –¡Marlyn! ¡Marlyn! ¡Despierta!

      Mamá escuchó los gritos y vino corriendo. Al ver lo que estaba ocurriendo, tomó un palo y lo usó para alejarme del cable.

      –Mamá, ¿Marlyn está muerta? ¿Qué le ocurrió?

      Mamá me tomó un brazo y buscó el pulso. Encontró que todavía tenía pulso, pero era débil e irregular.

      –No está muerta, pero me temo que pronto lo estará si Dios no hace un milagro. ¡Oremos con tanta fuerza como podamos!

      El sanatorio más cercano no tenía una sala de emergencias, así que era Dios o nada. Luego de varios minutos de ferviente intercesión conjunta, mamá vio que uno de mis párpados comenzaba a moverse, y luego una pierna. Ella me tomó en brazos y me llevó al tráiler. Para la hora de la cena, yo me encontraba como si nada hubiera pasado.

      Una casa nueva

      Se estaba haciendo evidente que necesitábamos un lugar más grande donde vivir. Una vivienda que apenas funcionaba con tres niños se hacía imposible con cuatro. En un tráiler diminuto ¡el lugar se ensuciaba rapidísimo! En poco tiempo se desordenaba, y el piso se volvía demasiado sucio para la pequeña Millie, que estaba gateando por todas partes. Por supuesto, en unos pocos minutos se podía ordenar, barrer y trapear; pero un par de horas después había que hacerlo todo de nuevo. Y con las cosas tan apretujadas, especialmente cuando llovía, no era extraño que alguien le pisara una manito a Millie, o se tropezara con ella, y ella gritara.

      Todos comenzamos a orar por una casa