Gloria Román Ruiz

Franquismo de carne y hueso


Скачать книгу

materiales se ven beneficiados o que sus valores ideológico-religiosos están bien representados.

      Por su parte, el «asenso» fue encarnado por quienes dieron por buena y por conveniente la dictadura, sin llegar a identificarse completamente con ella. El «consentimiento» fue la actitud de los condescendientes que optaron por acomodarse a una nueva realidad que les resultaba atractiva, aunque no fuera en todas sus dimensiones. Los hubo también «resilientes» que, seguramente prefiriendo otro sistema político, se adaptaron al nuevo contexto. Justo en el centro de la tabla (gráfico 1) se sitúan las actitudes apáticas o abúlicas, las albergadas por aquellos sobre quienes resultaron más efectivos los mensajes de despolitización. Ahora bien, las muestras de indiferencia pudieron jugar tanto a favor como en contra de la dictadura en función de lo que esta esperase de los individuos en cada momento. Tampoco faltaron quienes se resignaron o conformaron aceptando a regañadientes las circunstancias, aunque les fueran adversas. Por su parte, los que albergaron «disenso» en su interior discreparon de las nuevas reglas del juego, aunque pudieran estar de acuerdo con algunas de ellas. La «disconformidad», en fin, fue la actitud de quienes estuvieron en desacuerdo con la dictadura.

      A diferencia de algunas de las propuestas realizadas con anterioridad, aquí entendemos que tanto los comportamientos resistentes como los colaboracionistas constituían acciones que dejaban traslucir las actitudes sociopolíticas de los sujetos, que no actitudes en sí mismas, de ahí que no aparezcan expresamente recogidos en nuestra tabla de clasificación (gráfico 1). Las percepciones próximas a la disconformidad se manifestaron a menudo –si bien no siempre- en forma de resistencias, en tanto que aquellas cercanas al consentimiento se expresaron frecuentemente –aunque no necesariamente– mediante la colaboración con las autoridades.71 Esto no implica, sin embargo, que tan solo los disconformes resistieran ni que únicamente los consentidores colaboraran, sino que puntualmente ambos grupos pudieron comportarse de manera distinta a la que, por sus percepciones sociopolíticas, se esperaba de ellos.

      Pero las resistencias y los colaboracionismos obedecían también a intereses económicos o personales que poco tenían que ver con la convicción ideológica. Así lo ha explicado Géraldine Schwarz para el caso del III Reich. Esta autora francoalemana utiliza el término «Mitläufer» para referirse a aquellos «que siguen la corriente». Es decir, quienes simpatizaron con los nazis e incluso llegaron a afiliarse al partido por miedo, cobardía, oportunismo o indiferencia. Según la autora, habrían sido mayoritarios en la sociedad alemana y, por ende, claves en el sostenimiento del régimen.72 En el caso de la España franquista un opositor neto pudo, por ejemplo, acudir a las autoridades a denunciar por estraperlista a un convecino de quien lo separaba una fuerte rivalidad profesional, sin que probablemente estuviera a favor de la política autárquica del Gobierno. Y, al contrario, un adepto tan contundente como un alcalde pudo resistirse a acatar la prohibición de celebrar el carnaval en su pueblo para «ganarse» a los vecinos, entre los que se encontraban sus propios familiares y amigos, aunque no rechazara de plano el sentido moralizante de la normativa.

      Sin embargo, lo cierto es que la mayor parte de las veces las actitudes no se exteriorizaron ni en forma de resistencias ni de colaboracionismos, sino que los sujetos se mantuvieron en un estado de inacción. La pasividad, no obstante, era significativa, pues en función del contexto podía ser reflejo de actitudes tanto de aceptación como de rechazo, como ocurrió con la falta de entusiasmo y cooperación en muchas de las actividades propuestas por las delegaciones juveniles de Falange (Frente de Juventudes y Sección Femenina).73 Así pues, los hubo resistentes, colaboracionistas y pasivos. Con sus respectivas acciones o inacciones, dejaron traslucir las actitudes que encarnaban en cada momento respecto a las distintas manifestaciones del poder franquista.

      Como han explicado diversos investigadores, los regímenes autoritarios se apuntalan y sostienen tanto en mecanismos represivo-coercitivos como en el apoyo social que consiguen recabar.74 La represión busca evitar la activación de resistencias y minimizar así el desafío al Estado que suponen. Por su parte, la búsqueda de apoyos sociales a través de la propaganda o las políticas sociales persigue transformar actitudes apáticas en otras de tipo aquiescente. Por tanto, castigo y recompensa son los mecanismos de que se valen las dictaduras para evitar la generalización de comportamientos contestatarios susceptibles de desestabilizarlas. Sin embargo, no siempre los aplican con la misma intensidad ni resultan todas las veces igual de efectivos, por lo que las actitudes sociales –consentidoras, apáticas y disconformes– van variando su peso relativo a lo largo del tiempo. Durante el periodo 1939-1975 el sentir popular hacia la dictadura estuvo moldeado por distintos factores tanto internos como externos. En concreto, en cada etapa del franquismo existió malestar respecto a unos discursos o políticas y receptividad hacia otros.

      Como régimen nacido de un conflicto civil, la «experiencia de guerra» y la adhesión tanto de los excombatientes que habían estado en el frente como de quienes habían permanecido en la retaguardia resultaron claves para su apuntalamiento inicial.75 Durante la inmediata posguerra la dictadura se sostuvo también gracias al despiadado ejercicio de la represión, que extendió el miedo y el silencio. Y a su legitimidad de origen, esto es, la victoria en la Guerra Civil y el recuerdo que impuso de ella, que actuaron como elementos disuasorios de expresiones disconformes.76 No obstante, existió una resistencia armada protagonizada por los maquis, que llegaron a representar un verdadero quebradero de cabeza para las nuevas autoridades en algunas zonas de montaña. Estas acciones guerrilleras, junto con los intentos clandestinos por revitalizar las organizaciones políticas y sindicales, constituyeron los esfuerzos organizados más sobresalientes por plantar cara al régimen recién nacido.77

      En estos años cuarenta fueron tres los aspectos que más condicionaron las actitudes sociopolíticas de la población.78 En primer lugar, la gestión de la crisis alimentaria, causada –o al menos, agravada– por la férrea y prolongada adopción de la política autárquica, que suscitó las críticas y las quejas de los vecinos.79 El grave problema de desabastecimiento trató de resolverse con el parche de la beneficencia, fundamentalmente canalizada a través de la institución falangista Auxilio Social, que ha sido bautizada como «la sonrisa de Falange» y que bien pudo contribuir a tornar más amable la imagen de la dictadura.80 En segundo lugar, la Segunda Guerra Mundial que, por una parte, generó comentarios aliadófilos entre quienes mantenían la esperanza en una intervención exterior que hiciera virar el rumbo político del país81 y, por otra, fue utilizada por la propaganda dictatorial para la construcción del relato del Caudillo como garante de la neutralidad de España en la contienda.82 Por último, la furia represiva de la dictadura alcanzó todos los ámbitos de la cotidianeidad al revestir múltiples aristas –física, económica, cultural, psicológica– conectadas entre sí. Los procesos represivos y coercitivos contra los vencidos dieron pie a sentimientos encontrados. Por un lado, habrían recibido el visto bueno de amplios grupos sociales en los que caló el discurso oficial del «justo y merecido castigo» por los «desmanes» cometidos.83 Por otro lado, suscitó el rechazo de importantes sectores que, aun habiéndose alegrado de la victoria franquista, estimaron a todas luces excesivo el duro y prolongado ejercicio de la violencia que siguió a la victoria. Para este segundo grupo, una vez concluida la guerra, la represión contra los perdedores quedaba fuera de los márgenes de lo comprensible.

      La entrada en la década de los cincuenta supuso un importante éxito para un régimen que había logrado sobrevivir y estabilizarse durante los difíciles años cuarenta. En esta etapa se difuminó la marcada polarización sociopolítica entre quienes habían ganado la guerra y quienes la habían perdido, al tiempo que se abría paso un nuevo y más moderado discurso sobre la Guerra Civil.84 Paralelamente, los mecanismos represivo-coercitivos, aunque omnipresentes a lo largo de todo el período, perdieron intensidad o, al menos, adquirieron nuevos y más sutiles sesgos.85 Fue esta también la década en que se puso fin al ostracismo político de un régimen que comenzaba a ser aceptado internacionalmente, cuestión percibida positivamente por la población y que habría contribuido a su consolidación en el interior. No obstante, los años cincuenta trajeron consigo algunas de las primeras grandes exteriorizaciones de actitudes de disconformidad de la era franquista, caso de la huelga de tranvías de 1951 o de los disturbios universitarios de 1956, cuyos