la localidad sí habrían estado bien vistas. Los niños «alojados» que «echaban» en su casa y con los que ella misma se sentaba a la mesa, o el comedor de Auxilio Social al que acudían algunos vecinos en busca de un plato caliente, habrían suscitado el asenso de la familia.
Sin embargo, los Lora Jiménez vieron con muy malos ojos la brutal represión practicada sobre los «hombres de la sierra» que actuaban en la zona. Y ello a pesar de que, en el año 1946, el niño Pepín, el menor y el único varón de los cinco hermanos, fue secuestrado por una partida de guerrilleros que lo mantuvo escondido durante varios meses en una cueva y la familia hubo de pagar el elevado rescate exigido por carta anónima para traerlo de vuelta a casa. El hecho de que el chico nunca hablase mal de sus raptores a su regreso, arguyendo haber recibido un buen trato, y de que el propio José Jesús llegase a entrar en la cárcel por haberles entregado el dinero, hubieron de moldear esta actitud de disenso. María no tomó rencor a quienes se llevaron a su hijo, entendiendo que «ése era su trabajo, para comer y para comer su familia» y que lo habían hecho porque de algún modo habían de «buscarse la vida». Y, una vez que los detuvieron, el padre se negó a que Pepín acudiera a reconocerlos, espetando un revelador: «¿para qué?, ¿para que matéis vosotros a gente?». Encarna, por su parte, no ha borrado de su memoria la imagen del cuerpo sin vida de Diego «el de la Justa», uno de los maquis que participó en el secuestro de su hermano, que fue paseado por el pueblo en una mula mientras era vapuleado por varios vecinos que lo cogían del pelo para levantarle la cabeza o que le acercaban encendedores hasta quemarle la piel.99
La década de los cincuenta coincidió con la juventud de Encarna, que empezó a seguir radionovelas como Ama Rosa y a participar en las actividades de ocio –labores de costura y bordado, gimnasia o teatro– organizadas por la Sección Femenina en la sede de Falange, instalada en la antigua Casa del Pueblo. En unos días en que «no había nada de diversión» en Teba las muchachas de su edad percibieron con interés, e incluso con entusiasmo, los ofrecimientos lúdicos que les llegaban desde la delegación falangista y que les proporcionaban un cierto margen de autonomía.100 Hacia mediados de la década de 1950 hizo el Servicio Social, que desde 1944 debían realizar con carácter obligatorio prácticamente todas las mujeres de entre 17 y 35 años para poder obtener el pasaporte y el carné de conducir o conseguir un empleo en la administración.101 Las tareas que le asignaron consistieron en realizar cuestaciones a favor de la Cruz Roja y repartir la leche en polvo y el queso en bola que llegaba desde Estados Unidos, el nuevo aliado político de la dictadura desde 1953. «Y nosotras muy orgullosas de las prestaciones que se hacían», afirma en una muestra de consentimiento activo (gráfico 1).
Por aquellas fechas comenzó su noviazgo con Pepe, un convecino diez años mayor que ella que regentaba un estanco. Como el resto de muchachas de la época, cuando salía con él tenía que hacerlo acompañada de una de sus hermanas o de una amiga, pues «estaba muy mal visto eso de irse solos». Así ocurría con motivo de los bailes de Pascua, en los que las madres «tenían que estar delante», o cada domingo o «dominguillo chico» (miércoles) que acudían al cine Anaya. Allí veían el nodo, que precedía a la proyección de la película, y que ella recuerda con una mezcla de añoranza, asenso y adaptación resignada en los siguientes términos: «Gustaba de ver esas cosas porque te salía un reportaje como si fuera una película. Todas esas cosas no estaban mal. Se veían bonitas. Hombre, lo que había. Es que no había otra cosa».
A los 15 años, como Pepe ya estaba «pretendiéndola», decidió empezar a llevar medias de cristal y, como mandaba la costumbre según la cual el uso de esta prenda precipitaba la entrada de las muchachas en la edad adulta, se sintió forzada a abandonar la escuela. Su percepción sobre la rígida y conservadora moralidad imperante, que hasta ahora le había resultado indiferente por ser tan solo una niña, la habría situado en el ámbito del disenso en este terreno. Encarna reconoce que, dado que durante la feria del pueblo –coincidiendo con las fiestas patronales– los padres estaban vigilantes en las casetas, los jóvenes preferían la romería –celebrada con motivo del día de San Isidro Labrador, patrón de la HSLG, el 15 de mayo–, pues en el campo «se desperdigaba una un poquito». Además, recuerda que «para darle un beso a mi novio me venía negra. Yo me tiraba dos meses y más (…) Estaba todo muy estricto, es que era demasiado, era exagerado». Para tratar de remediar aquella desesperante situación la pareja se las ingeniaba para salir de la casa de Encarna y poder quedarse unos preciosos minutos a solas, en lo que constituía un pequeño desafío a la estricta moral oficial del nacionalcatolicismo. Una de las argucias de las que se valieron fue el pretexto de ir a visitar a una de sus hermanas casadas, Isabela, propuesta que era hecha por el joven en presencia de los familiares de la mujer.
Ya a la altura de 1959 esta familia tebeña propietaria de tierras con trabajadores a su cargo se vio afectada por el conflicto laboral que estalló en Teba motivado por las demandas de reducción de la jornada laboral. La «lucha por las seis horas» y la negociación del convenio colectivo del campo, amparada en la Ley de Convenios Colectivos promulgada por la dictadura en 1958, enfrentó a la Sección Económica de la HSLG, que presidía José Jesús, con la Sección Social, que teóricamente representaba los intereses de los trabajadores agrarios. Ello pudo llevar a los Lora Jiménez a un punto actitudinal ubicado a caballo entre la resignación y el disenso hacia el régimen de Franco.
Durante todo el periodo la familia, profundamente religiosa, habría encontrado en la confesionalidad católica del Estado uno de los atractivos del régimen que habrían merecido su consenso (gráfico 1). Así se desprende del relato de Encarna, que recuerda cómo, a raíz de la vuelta a casa de Pepín tras su secuestro por los «bandoleros» en la sierra, la madre «se echó una promesa de andar descalza todo un año entero en invierno y en verano, lloviera y no lloviera. Y luego después fue a Sevilla detrás del Gran Poder [gracias a un contacto] cuando ninguna mujer podía ir detrás del Gran Poder». Y prosigue su testimonio: «en mi casa había una mesa con un corazón de Jesús y allí cuando vino mi niño [su hermano] allí se rezó. Eso estuvo muy bonito, muy emocionante». No obstante, al recordar que las mujeres debían entrar en el templo con velo, manga larga o manguitos y medias que cubrieran sus cabellos, brazos y piernas, reconoce que «la Iglesia era muy dura antes», a pesar de lo cual se habría adaptado a estas disposiciones a regañadientes, movida por una religiosidad subjetivada e interiorizada.
A finales de los años cincuenta y, sobre todo, a principios de los sesenta tuvo lugar en Teba una fortísima emigración de vecinos que decidieron hacer la maleta ante la falta de vivienda y trabajo. Esta partida masiva hacia el extranjero de muchos de sus convecinos habría sido percibida en términos positivos por Encarna, que la entendía como una oportunidad para que estas personas pudieran mejorar sus condiciones de vida. «Franco abrió la mano y se fue mucha gente a Alemania y se fueron y ganaron dinero», afirma mostrando una actitud próxima al consentimiento. A forjar esta opinión habrían contribuido ejemplos como el de uno de sus convecinos emigrados a América que, a su regreso, «trajo dinerito» y abrió el American Bar, donde se instalaría uno de los primeros aparatos de televisión del pueblo. Cuando en 1963 contrajeron matrimonio, Encarna y Pepe estuvieron entre los primeros de la localidad en saborear las mieles del publicitado «desarrollismo». Los recién casados no solo pudieron acceder en una fecha relativamente temprana a bienes como la televisión, ya disponible en su nuevo hogar, sino que hicieron del «boom económico» su medio de vida, pues él regentaba una tienda de electrodomésticos. A través de aquel primer televisor en blanco y negro Encarna recuerda haber visto «cuando se subió a la luna y cuando mataron a Kennedy», una ventana a un nuevo mundo que le hizo más llevadera la cotidianeidad en el pueblo y que la situó nuevamente en las inmediaciones del consentimiento hacia el régimen (gráfico 1).
También por televisión tuvo conocimiento, a los 35 años de edad, de la muerte de Francisco Franco, el hombre que había regido con mano de hierro el país desde antes incluso de que ella llegara al mundo. «La gente tenía ya muchas ganas de democracia porque la verdad que era muy restringida la cosa. Franco la tuvo muy restringida. Era una dictadura y era muy restrictiva la vida», concluye Encarna, dejando traslucir que a esas alturas eran ya pocos en su entorno los que se mantenían en la esfera de las actitudes sociopolíticas aquiescentes.
La historia de vida de esta mujer de Teba (Málaga), si bien mediatizada