Gloria Román Ruiz

Franquismo de carne y hueso


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mediante la campaña propagandística de los «XXV Años de Paz».86 En clara correlación con aquella estuvo la del «desarrollismo» o «boom económico», que vino a sumarse a la legitimidad de origen y que condicionó las actitudes sociales de una población que, partiendo de niveles de miseria, empezaba a adquirir bienes de consumo y a mejorar sus condiciones materiales de vida. En esta etapa de madurez el régimen dio un nuevo impulso a la creación de infraestructuras y a algunas políticas sociales como la construcción de viviendas baratas que sirvieron para granjearle nuevos apoyos hasta el punto de llegar a convertirse en otro de sus grandes hitos propagandísticos.87 Pero durante esta década las actitudes estuvieron también moldeadas por la emigración al exterior, germen de impopularidad hacia un régimen que, incapaz de generar suficientes puestos de trabajo, expulsaba a parte de su mano de obra. Al mismo tiempo, las salidas al extranjero constituyeron una oportunidad para la entrada en contacto con realidades democráticas europeas que alejó para siempre a estos emigrantes de la dictadura. Tampoco habría contribuido a la aceptación social del franquismo la creciente hostilidad de buena parte del ámbito estudiantil ni el distanciamiento, cuando no las críticas abiertas, de importantes sectores de la Iglesia católica imbuidos de las ideas de justicia social traídas por el Concilio Vaticano II.88

      Los primeros años setenta, en fin, ofrecen numerosos síntomas del ya evidente deterioro de la relación entre el Estado franquista y la sociedad civil. Durante el tardofranquismo aumentó el peso de las actitudes disconformes, logrando imponerse sobre los decrecientes apoyos sociales de una dictadura que comenzaba a tambalearse. Las actitudes disconformes se exteriorizaban cada vez más frecuentemente a través de micromovilizaciones, al tiempo que empezaban a construirse poderes alternativos al de la dictadura que, sintiéndose gravemente amenazada, intensificó la represión. En estos años se puede hablar con propiedad de oposición por parte de grupos sociales que venían expresando su disconformidad ya desde mediados de la década anterior, como el de los estudiantes o el de los católicos socialmente comprometidos, así como de extensión de la cultura democrática entre la sociedad, inclusive la rural.89 La balanza de las actitudes sociales estaba a estas alturas inclinada del lado oscuro que va desde la resignación a la oposición (gráfico 1). Es cierto que las protestas en que se tradujo el disenso no resultaron lo suficientemente contundentes y articuladas como para precipitar la caída de la dictadura, pero no lo es menos que hicieron inviable su continuidad.

      Lo interesante de todos estos discursos y políticas elaborados y puestos en marcha por el régimen a lo largo de sus casi cuarenta años de existencia es la forma en que fueron recibidos «a ras de suelo», esto es, su incidencia y repercusión sobre la gente de a pie.90 Solo mediante el estudio de las recepciones podremos conocer las percepciones que suscitó la obra de Franco entre los españoles y acercarnos al franquismo realmente vivido y experimentado. Se trata de comprender el funcionamiento y el impacto de los aparatos ideológico-políticos sobre la población. El éxito, fracaso, intensidad y alcance de los discursos y políticas franquistas estuvo condicionado por el proceso de negociación a que fueron sometidos por una población que no asumió sin más cuanto le llegaba «desde arriba», sino que fue capaz de aceptar unos aspectos y desechar otros. Por tanto, entre las autoridades franquistas y la sociedad civil se estableció un diálogo –aunque evidentemente desigual– bidireccional y con influencias recíprocas.

      Encarnación Lora Jiménez es una mujer nacida en 1940 en el seno de una de las familias más pudientes de Teba, un municipio eminentemente agrícola situado en el noroeste de la provincia de Málaga, en la comarca del Guadalteba, cuyas tierras han estado principalmente dedicadas a los cultivos de secano. La distribución de la propiedad de la tierra en la localidad se ha caracterizado por ser poco equitativa,91 lo que explica el grave problema de paro estacional, la secular conflictividad laboral y la intensidad de la emigración a los centros industriales que han afectado históricamente a la localidad. El flujo migratorio a partir de comienzos de la década de 1950, fundamentalmente dirigido hacia las regiones del norte peninsular, sobre todo Baracaldo (Vizcaya), estuvo motivado por la escasez y las duras condiciones del trabajo en el campo, donde existía una amplia masa jornalera. Teba pasó de tener 7.616 habitantes en 1950, el momento más álgido del municipio en términos demográficos, a verlos reducidos a poco más de 5.500 en 1970.92 Como consecuencia directa de la disminución de la mano de obra, la situación de los jornaleros que permanecieron en el pueblo mejoró sustancialmente. Además, la accidentada orografía dificultó la mecanización, con lo que se mantuvo la demanda de trabajo. No obstante, ello no se tradujo en el fin de la conflictividad en el campo tebeño, pues los jornaleros no cejaron en sus demandas de mejoras salariales y de reducción de la jornada laboral a seis horas.

      El hecho de que durante la Guerra Civil Teba estuviera atravesada por una de las líneas del frente sur (Peñarrubia-Gobantes), unido al elevado grado de politización que históricamente la había caracterizado, así como a los desafueros cometidos durante el periodo de «dominación roja», colocaron a este municipio malagueño entre los más brutalmente castigados por la represión tras su «liberación» el 15 de septiembre de 1936. Temerosos de las represalias ante la proximidad de las tropas nacionales, muchos vecinos abandonaron el pueblo con la esperanza de alcanzar Almería. Durante la fatídica noche del 23 de febrero de 1937, popularmente conocida como «la noche de los ochenta», tomada ya Málaga por parte de las tropas de Queipo de Llano, fueron fusiladas y enterradas en una fosa común del cementerio 125 personas, a las que se unirían 26 más en los días sucesivos.93 Además, casi una veintena de tebeños fueron encausados por el Tribunal de Responsabilidades Políticas y otros tantos fueron depurados de sus puestos de trabajo.94 Así las cosas, muchos se vieron obligados a exiliarse o huir a la sierra, acabando más de sesenta de ellos en campos de concentración franceses o nazis.95

      Encarna Lora nació en esta localidad malagueña en aquel fatídico contexto de la inmediata posguerra. Vivió en una gran casa en la esquina que formaban las céntricas calles Grande y Herradores junto a su padre, José Jesús, propietario sin «ninguna procedencia política», presidente de la sociedad casino y jefe de la Sección Económica de la Hermandad Sindical de Labradores y Ganaderos (HSLG), el sindicato único en el campo; su madre, María, una mujer apuesta con un bagaje cultural destacable para la época y muy apreciada en el pueblo; y sus cuatro hermanos, Pepín, Isabel, María y Pilar. Durante la guerra «los rojos» habían asesinado a su tío, Francisco Lora, en la zona conocida como «Fuente de los perros». En la década de los cuarenta fueron tres las cuestiones que más condicionaron el sentir de la familia hacia la Nueva España: la crisis de abastecimientos, las políticas benéfico-asistenciales puestas en marcha para contrarrestar los problemas de suministros y la despiadada represión llevada a cabo por la dictadura contra sus enemigos (gráfico 1).96

      Como jefe de la Sección Económica de la HSLG, encargada de defender los intereses de los labradores, José Jesús estuvo entre los que encabezaron las reclamaciones contra el cupo forzoso a entregar al Servicio Nacional del Trigo, uno de los principales símbolos de la impopular política agraria y autárquica del régimen.97 Mucho más de cerca vivió Encarna la escasez de productos de primera necesidad, pues a la casa acudían muchos vecinos a pedirles comida. Al tratarse de una familia pudiente, fueron víctimas de hurtos famélicos como el perpetrado por un convecino que se escondió en el pajar con la intención de llevarse unos huevos y un poco de pan. Y es que, como recuerda esta malagueña, había familias en el pueblo que amanecían sin nada que llevarse a la boca y cuya situación era «de llanto y de pena». La familia se mostró solidaria con quienes acudían a pedir a la casa, a los que autorizaba a coger habas del campo o entregaba vasitos con el suero que quedaba tras elaborar queso con la leche de las vacas, cabras y ovejas que tenían. Encarna no ha olvidado los días en que ella y sus hermanos tomaban las chocolatinas, las «vitaminas» y el aceite de hígado de bacalao que compraba su madre a las matuteras, mujeres de posguerra que asumían diariamente el riesgo de desplazarse hasta el Campo de Gibraltar para adquirir y esconder bajo sus ropas artículos de contrabando que luego vendían en sus pueblos.98 Ella veía este negocio «estupendamente, porque las pobres con eso se ganaban su dinero». Así, la desastrosa política de abastecimientos