Julio Rilo

Los irreductibles II


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que aún no hubiera reventado ninguno de los escasísimos elementos decorativos de su piso ante la frustración de que la gente que controle su dinero le toree a uno de una forma tan descarada. Era por eso por lo que se había empezado a liar un porro después de dejar la HSB sobre la mesa, de manera que la pantalla se proyectaba hacia arriba en el aire enfrente de él. Así tenía las manos libres.

      De hecho, era por su libertad que se había dado cuenta de las irregularidades en su cuenta. Después de haber dejado su trabajo en 5 Minutos la semana anterior, Kino tenía pensado escribir todos los días y disfrutar de su tiempo libre. Aunque lo cierto era que todavía no había conseguido ninguna de las dos cosas.

      Se pasaba los días revisando lo que tenía de su texto, releyendo y corrigiendo, aunque sin nuevas ideas, dando vueltas en círculo sin avanzar de forma significativa. Al menos ya había conseguido llegar hasta el punto de la historia en el que Regalt y Nina se conocen y emprenden juntos un viaje lleno de aventuras. El problema era que aún no había ninguna aventura. A Kino le daba la sensación de que su historia no avanzaba, de que la trama era aburrida, los personajes eran pasivos y puramente reaccionaban a lo que pasaba alrededor sin influir proactivamente en el desarrollo del argumento. En definitiva, Kino pensaba que lo que tanto esfuerzo le estaba costando escribir era una mierda y un tostón. Un auténtico coñazo.

      Sufriendo una nueva acometida de la tan familiar sensación de ansiedad que le sobrevenía cada vez que se sentía atascado y frustrado en su texto, optó por distraerse, pero solo las veces que no fuera capaz de producir, de manera que se solía pasar los días aburrido y fumado, tirado en el sofá sin hacer nada.

      Arrastrado por la dejadez, incrementó bastante la cantidad de porros que se fumaba diariamente. Y fue cuando, preguntándose cuánto se habría gastado en la última semana en fumar, hizo algo de lo que habían pasado meses desde la última vez: revisar el extracto de su cuenta. Y ese fue el detonante.

      Quizás si no lo hubiera hecho hubiese seguido viviendo feliz en su ignorancia de fumeta, pero al revisar el extracto de las últimas operaciones se dio cuenta de que ese mes su banco le había cobrado más de cincuenta euros solamente en comisiones. No era una cantidad muy grande, de hecho, si no se había dado cuenta hasta ese momento era por eso, aunque aquello le dio mala espina y se puso a mirar el extracto de meses anteriores. Y para su disgusto descubrió que aquel gasto, en concepto de algo que él desconocía («suplencia de activos», decía el extracto bancario en la línea de al lado del importe), era uno que se repetía todos los meses. Un gasto pequeño, sí (algo menos de lo que costaban dos menús del Burger con refresco y patatas), pero Kino se imaginó que los beneficios no serían tan pequeños si el banco se dedicaba a repetir aquella operación con miles de clientes. De la misma manera que hacían las energéticas, de la misma manera que hacían las operadoras de telecomunicaciones y, en general, de la misma manera que hacían todas las empresas que le regalaban a algún expolítico un puesto vitalicio como «asesor externo». Aquel eufemismo que tan bien servía para encubrir sobornos y hacer como que no pasaba nada.

      Kino sabía perfectamente que si mañana entraba en cualquier sucursal del Banco Cantabria y decía que se apellidaba Lázaro, al instante lo recibiría el director de la oficina con la mejor de sus sonrisas, y pensar en eso le enfermaba. Por cosas así, además de que en los últimos años su relación con Ricardo se había ido a pique, era por lo que Kino usaba el apellido de soltera de su madre. No le gustaban los aduladores, y menos los que adulaban a su padre, y los evitaba en la medida de lo posible. Al fin y al cabo, cualquier director de sucursal es un adulador especializado en gente de alto poder adquisitivo, que son los que interesan captar.

      Mas era de suponer que al Banco Cantabria también le interesaban Industrias Lázaro por otros motivos, y es que casi un veinte por ciento de las acciones estaban controladas por la familia Botillo, el clan descendiente del emprendedor que fundó en su día el banco. Algunas veces, Kino se preguntaba en cuántas empresas tendrían capital invertido el Banco Cantabria con la intención de controlar mejor los mercados.

      No era ningún secreto que el banco cántabro colaboraba generosamente con todos los partidos políticos mayoritarios de España, asegurando así una buena relación con todos ellos, independientemente de la ideología que decían profesar y obedeciendo solo al mismo ideal que todos ellos compartían: el amor por el dinero. Kino solía decir en broma que, al final, eran los bancos quienes no solo habían logrado acabar con la división insondable de izquierdas y derechas como consecuencia del bipartidismo (ahora todos los partidos hacían propuestas de leyes sospechosamente parecidas las unas de las otras, especialmente en ámbito fiscal), sino que además habían logrado terminar con la división de clases convirtiéndonos a la mayoría en pobres. Por desgracia para él, este chascarrillo solía ser recibido con indiferencia e incluso confusión, ya que el público no solía entender a qué se refería Kino, y los que le entendían pues les daba igual aquello. Y en momentos así, cuando la gente contestaba a sus comentarios críticos con silencios confusos, era en los que Kino entendía cómo era que seguían eligiendo cada cuatro años a la misma turba endogámica de inútiles que no era capaz de dedicarse a otra cosa que a la política. Quienes nos gobiernan, vamos.

      Como los ecos de un fantasma, las palabras que le había oído a su padre en la penúltima sesión de la AF01 resonaron en su cabeza: «cuanto más cambia algo, más se parece a lo mismo».

      En la última sesión en la Caverna habían repasado los que fueron los últimos días de la mili de su padre, y a Kino le resultó muy curioso el ambiente enrarecido que reinó no solo en el cuartel, sino también en Miño cuando volvió a casa. El miedo se palpaba porque la gente no sabía qué era «lo que iba a pasar», y la tensión era evidente. La muerte de Franco también tuvo el efecto de que la gente que estaba en contra del régimen (aunque ya se había empezado a manifestar en los años previos a su muerte) ahora salieron, por así decirlo, de sus escondites. Mucha gente tenía miedo de que estallase otra sublevación armada como la del 36, algo que no cabía en la cabeza de Kino porque, precisamente, la sangría de la Guerra Civil era demasiado reciente. Aunque como su padre se encargó de apuntar, precisamente por eso era por lo que había tanto miedo. «Además —le había dicho Ricardo—, tú porque ya sabes cómo termina esta historia, pero vivirla es un tema muy diferente».

      Mientras esperaba que le pasaran de una vez con el departamento de reclamaciones y devoluciones, todos estos pensamientos y recuerdos le daban vueltas en su cabeza mientras seguía escuchando su música, eterna compañera en momentos difíciles. Una canción de los Arctic Monkeys terminó para ser relevada por una de los Porretas que, muy apropiadamente para el día que estaba teniendo Kino, se titulaba Mirando el gotelé.

      Prendiéndose el porro se preguntaba también si con lo que le había enseñado su padre era suficiente para hacerse una idea de cómo era vivir en aquella época pasada. Probablemente no. Sí que le había comentado desde su punto de vista algunos de los eventos que le dieron forma al país, pero muy por encima, mucho más de lo que le hubiese gustado a Kino. Ricardo parecía que solo le enseñase recuerdos personales. A decir verdad, aunque puede que en un principio le interesase la época en la que vivió su padre más que sus propios recuerdos, lo cierto era que estaba empezando a disfrutar de las historias de Ricardo y ya tenía ganas de que llegase el viernes. Sabía cuáles eran los próximos recuerdos que visitaría.

      Kino sabía que Ricardo, poco antes de cumplir veinte años, se fue a Madrid a buscar fortuna, y tenía la esperanza de que ahí sí que empezaría a ver la diferencia y el paso del tiempo ya que, al fin y al cabo, él se conocía Madrid bastante bien y le daba curiosidad saber cómo sería la ciudad de hacía sesenta años. Se preguntaba qué habría querido decir Ricardo con aquello de que cuanto más cambian las cosas, más permanecen igual.

      —Departamento de reclamaciones y devoluciones, buenas tardes, le atiende Zuleyma, ¿en qué puedo servirle?

      —¡Coño! —exclamó un sorprendido Kino—. Me había olvidado ya de vosotros.

      —Buenos días, señor, ¿en qué puedo servirle? —preguntó Zuleyma impávida ante la humareda que flotaba delante de la cara de su interlocutor.

      —Buenos días, Zuleyma, pues verás, a ver si puedes