Julio Rilo

Los irreductibles II


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dentro de mí sabía que no iba a volver a ver a muchas de aquellas caras en mucho tiempo: el padre Carreño, Jaime y Ramiro, Jesús, Rogelio… pero, sobre todo, fue a doña Josefina a quien echaría de menos. Más que a nadie.

      —¿No dejabas ninguna novia atrás? —preguntó Kino incisivamente.

      —Qué va —contestó Ricardo.

      Kino sabía que aquello no era del todo cierto. Por lo que había visto en la sesión anterior, al volver de la mili el joven Ricardo se había hecho cercano de Cristina, la chica a la que habían visto en la playa y que le tiraba insistentemente los trastos al padre de Kino desde hacía tiempo. Y en aquella ocasión, Ricardo no puso objeciones para que Cristina lo llevase a lo oscuro. De todas maneras, Kino decidió no profundizar en aquel tema, ya que cuando la semana pasada vislumbró algunas imágenes de su padre con la tal Cristina empezó a notar el dolor de la sien, por lo que se imaginó que por algún motivo no eran recuerdos que le apeteciesen volver a visitar a Ricardo.

      El regreso de la mili no fue fácil para Ricardo, y Kino lo pudo entender. Venía de salir de casa y vivir fuera por primera vez, y en aquel tiempo había conocido a los chavales de la Algameca y había experimentado otra forma de vivir la vida. Era lógico que la vuelta a casa se le hiciese cuesta arriba, sobre todo cuando encima tenía a su madre adoptiva todo el día insistiendo en que se buscase un trabajo como Dios mandaba, en vez de seguir con aquella «trapallada» de la iglesia del pueblo.

      —Que está muy bien trabajar para el Señor y seguro que te lo agradece en la otra vida, pero céntrate en esta. Mejor deja el trabajo sacro para los profesionales del tema y búscate un trabajo más terrenal. O si quieres trabajar en una iglesia métete a seminarista, que en el clero se vive bien haciendo poco —le decía la mujer que lo había cuidado hasta entonces—. Porque más allá de esas opciones, Ricardiño, yo no sé qué decirte. Si quieres salir de aquí, estudia y búscate un futuro.

      —No te preocupes, mamá —le decía Ricardo, que siempre la llamaba así—, que me voy a buscar un futuro.

       —¿Estudiando?

       —No. Escribiendo.

      Y este solía ser el punto en el que los dos ya dejaban de hablar para empezar a discutir e incluso a gritarse, ya que a doña Josefina no le hacía ni pizca de gracia que con casi veinte años que tenía, Ricardo siguiese con aquellas fantasías de convertirse en director de cine. O como él decía, cineasta.

      Después de muchas riñas y no menos discusiones, doña Josefina se fue haciendo poco a poco a la idea de que su hijo tenía la firme intención de cumplir sus planes, y era consciente de que aquello también significaba que abandonaría el hogar. De todas maneras, nunca discutían mucho tiempo, ya que Ricardo siempre reculaba y era capaz de serenar a su madrastra. No le gustaba discutir con ella, le dejaba muy mal cuerpo. Eso sí, aunque Kino sabía que su padre detestaba discutir con doña Josefina, eso no impidió que le llegasen hasta su mente flashazos de innumerables discusiones entre ellos dos. Flashazos acompañados del habitual dolor de sien.

      Y aunque aquello la apenaba, ya que todos los hijos que había criado se terminaban yendo de casa, doña Josefina lo aceptó con un estoicismo encomiable. Al fin y al cabo, estaba acostumbrada a ver a sus niños partir, y en el fondo se sentía orgullosa al ver cómo se iban ganando la vida modesta y honradamente. Ella no había educado a vagos. «Quién sabe, hasta es posible que Ricardo llegue a trabajar honradamente de esto algún día, y puede que no se convierta en un farandulero más», se decía a sí misma todos los días con la intención de ir convenciéndose poco a poco para así no sufrir tanto el día que se fuera.

      La sesión de la semana anterior había terminado con el joven Ricardo despidiéndose en la estación de tren de Ferrol de sus dos figuras paternas: doña Josefina y el padre Carreño. A Kino no se le escapó que ambos estaban un poco más viejos que la imagen que tenía de ellos hacía unos años, y podía sentir como si fuese suyo el sentimiento de añoranza de Ricardo al revivir esos momentos. Como si en el fondo de su alma se arrepintiese de haber dejado atrás a las dos personas que más lo habían querido por algo tan egoísta como perseguir su sueño. Como si ahora entendiese un poco mejor cómo se debió de haber sentido doña Josefina al comprender que si de verdad quería dedicarse al mundo del cine, Ricardo tendría que irse ya no de casa, sino de Galicia.

      Ahora, viendo al recuerdo del joven Ricardo sentado en el incómodo asiento de aquel destartalado tren que a Kino le parecía tercermundista (su padre había insistido en que tampoco era para tanto, que era lo normal en aquella época), se preguntaba si en el intervalo de tiempo entre sesiones su padre se habría quedado «atrapado» en aquel momento, reviviendo aquellos recuerdos y recreándose en la nostalgia y la melancolía. El motivo de que se le ocurriera eso no solo era que habían retomado la sesión desde el momento justo en que la dejaron el otro día, sino también que en aquella sesión el fantasma de Ricardo que lo acompañaba a través de las memorias tenía un aspecto mucho más adulto del que acostumbraba normalmente, como si rondase los cincuenta años. Se parecía más a como lo recordaba Kino. Casi al instante, Kino recordó que aquel no era su padre, sino una máquina, y poco a poco se obligó a sí mismo a dejar de sentirse mal por un ordenador.

      Camino a Madrid se dirigía el joven Ricardo antes de alcanzar la veintena, con una mochila cargada con poca ropa, pero muchos sueños, y las casi cien mil pesetas que había ido consiguiendo ahorrar desde que había empezado a trabajar en la iglesia del pueblo hacía ya más de seis años. Una muy pequeña fortuna, pero una auténtica muestra de constancia y dedicación que ahora parecía que iba a dar por fin sus frutos, ya que Ricardo calculaba que con aquella cantidad de dinero tendría suficiente para subsistir sin problemas al menos medio año, ya teniendo en cuenta que la vida en la capital era mucho más cara que en un pequeño pueblo costero en Galicia.

      —Cuando llegué a Madrid, a pesar de que ya iba preparado para encontrarme con algo muy diferente me fue imposible no sentirme como Paco Martínez Soria. Me bajé en Atocha, que aún tenía la fachada y la estructura del tejado original en vez de esa horterada monstruosa que le han construido encima, y ya entonces me empecé a empapar de la ciudad.

      Los dos podían ver el recuerdo del joven Ricardo caminando por Atocha, buscando un bar en el que tomar algo, y a Kino le fue muy fácil meterse de lleno en aquel paisaje parecido al que él conocía, pero al mismo tiempo tan diferente. Aunque no había tanto coche ni tanto humo ni tanto ruido como en la actualidad, el de aquella época parecía un ambiente más vivo. Desde luego había más colorido, a diferencia de los grises edificios a los que Kino estaba acostumbrado en su época, y las fachadas aún conservaban las formas de la arquitectura típica madrileña. A Kino le gustaban los hermosos balcones con barandillas de metal, pero lo que más le llamaba la atención eran los bajos de los edificios, donde había infinidad de pequeñas tiendas y comercios, así como de cafeterías y bares entre los grandes portales de piedra pulida que conectaban con las viviendas y eran custodiados por el portero correspondiente. En los mismos sitios donde ahora solo había tiendas, locales de franquicias y pantallas luminosas de hologramas publicitarios.

      Ricardo se ajustó la mochila en los dos hombros y se palpó disimuladamente la entrepierna para notar el sobre donde llevaba el dinero, pues algo antes de llegar a la estación había tenido la prudencia de cambiarlo de lugar. De la mochila a un sitio más seguro. Al fin y al cabo, la fama que Madrid tenía en aquella época era más que merecida.

      Ricardo fue caminando en dirección a Delicias descendiendo por las calles que desembocaban en la Ronda de Atocha, callejeando sin rumbo hasta que encontró un bar en el que se imaginó que sabrían satisfacer sus necesidades. Se pidió un botellín de Mahou y un bocadillo de calamares, y se sentó a esperar fumando un Ducados en una de las mesas situadas en la porción de acera que el dueño insistía en llamar terraza.

      A Kino le fascinaba aquel bar. Era uno como los que ya no quedaban. Recordaba haber visto alguno de esos bares por Galicia y cuando era bastante más joven. A día de hoy era impensable que en cualquier establecimiento tuviesen un mostrador con las tapas y raciones a la vista y hechas desde el principio del día; como también era impensable un camarero que, en vez de estar engominado