Julio Rilo

Los irreductibles II


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en la boca te suelte en tono cortante «¿Qué va a ser?». Desde luego la segunda opción era la más difícil de vender a un público trending-victim acostumbrado a que camareros pagados bastante por debajo del salario mínimo se dirijan a ellos como si fueran personajes de un programa de Disney Channel en medio del ambiente aséptico de un local que parece sacado de un tríptico de promoción de la franquicia en cuestión. Y quizá fuera por eso por lo que era la segunda opción la que más atraía a Kino.

      Impensable era también que dejasen fumar dentro de los bares, como se dio cuenta Kino que era el caso desde el momento en el que el recuerdo de su padre entró a pedir un café y pagar después de haber dado buena cuenta de aquel almuerzo tan madrileño y que era la primera comida que hacía aquel día. Lo de fumar en un bar sí que era algo que Kino no había visto en su vida, y que le gustaría haber vivido.

      Mientras se tomaba el café, Ricardo le preguntó al camarero si sabría recomendarle algún sitio donde empezar a buscar pisos baratos. Hubo suerte, ya que la hermana del camarero estaba casada con uno que había estado trabajando en una constructora durante los años en los que se habían construido las grandes ciudades-dormitorio de las afueras de Madrid. Ahora estaba en el paro, pero se ganaban la vida de rentas alquilando algunos pisos que él había conseguido comprar sobre plano a un precio que no estaba hinchado, a diferencia del resto.

      Ricardo le pidió algún número de teléfono, pero el hombre le dijo que mejor le llamase mañana, a lo que Ricardo no tuvo ningún inconveniente y se fue a hacer noche a una de las pensiones que había cerca de la estación después de haber llamado, eso sí, a doña Josefina para hacerle saber que ya había llegado, que estaba bien y que acababa de comer.

      A la mañana siguiente volvió a desayunar al mismo bar, donde recibió la noticia de que el buen camarero ya había hablado con su hermana y le había dicho que ahora mismo tenían un piso disponible en Carabanchel. Nuevamente, Ricardo no tenía problema.

      Después de llamar por teléfono él mismo a la hermana del camarero y fijar una cita para ir a ver el piso, se volvió a sentar en la terraza para tomarse su café con churros.

      —¿Y así conseguiste piso? ¿Preguntándole a un camarero?

      —¿Y qué querías que hiciera? ¿Qué buscase en El Idealista?

      —Pues digo yo.

      —Joaquín… en esa época no había internet ni nada que se le pareciera…

      —Ah, ya… Bueno, ¿y no conocías a nadie que viviese en Madrid?

      —Pues sí, pero o bien no tenía su información de contacto o bien aún no sabía que vivían aquí.

      —¿Quiénes?

      —No te adelantes a la historia. Bueno, el caso fue que encontré piso al segundo día.

      Ambos volvieron a centrar la atención en la escena que estaba desarrollándose delante de ellos. En esos momentos el camarero le estaba dando indicaciones a Ricardo.

       —Mira, tú baja todo recto por esta calle, que no tiene pérdida. Esta es la carretera de Santa María de la Cabeza que desemboca en la N-401, que es la que va a Toledo, vamos. Y si te perdieras (que no creo porque es todo recto, pero oye, los que sois de fuera…), pues tú pregunta por el Matadero, que es al lado del río ya.

       —Y al otro lado del río ya está Carabanchel, ¿verdad?

       —Sí. Aunque Carabanchel es muy grande. ¿Dónde has quedado con mi hermana?

       —En la Avenida de Oporto.

       —Vale. Pues cuando hayas cruzado el río y dejes atrás el Matadero, tú pregunta por el Antojo. Y una vez ahí, ya seguro que encuentras la Avenida de Oporto.

       —Joder, pues muchas gracias, Marcial.

       —De nada, chaval, de nada. Ya me contarás qué tal con mi hermana, ¿vale?

      —Me flipa que te pusieras a hablar con un desconocido.

      —¿Cómo que te flipa? —preguntó Ricardo a su hijo.

      —Pues que me parece superraro. ¿Te ponías a hablar con la peña random o es que todo el mundo era así?

      —Por aquella época la gente aún no se había olvidado de cómo comportarse como seres humanos, y aún se practicaba la educación. No siempre, tampoco nos engañemos.

      —No, si es solo porque ahora, hoy en día, nadie habla con nadie por la calle.

      —Muchas veces ni siquiera, aunque se conozcan. No, pero tienes razón. Por aquella aún quedaba el espíritu de los barrios.

      —¿A qué te refieres?

      —Pues que, aunque viviesen en una ciudad grande, había cultura de barrio y la gente era cercana y familiar. No como ahora, que si ven a alguien atropellado no le hacen caso por miedo a que le denuncien.

      Kino sabía a qué se refería su padre. Cuando él aún era pequeño, hubo una noticia en la prensa muy sonada de un hombre al que atropellaron y el conductor se dio a la fuga. Una señora que pasaba por allí y lo vio decidió ayudarlo, pero no contaba con que el hombre al que iba a ayudar la iba a terminar denunciando a ella al no tener a nadie más a quien exigir indemnización aparte de un conductor huido. Aquel despojo llevó a juicio a su buena samaritana particular, y la argumentación que dio de su caso fue que siendo aquella señora una persona no formada, y por tanto no capacitada para tratar gente herida, cuando fue a socorrerlo le causó una serie de lesiones al intentar moverlo.

      Todo mentira, por supuesto, pero una mentira bien contada convence a cualquiera, y en este caso convenció al juez. Fue un caso bastante mediático, y una de las consecuencias que tuvo fue que la poca solidaridad que existía dentro de la sociedad para con el prójimo terminase de desaparecer. No como en las imágenes que estaban visitando en aquel momento, donde los vecinos se saludaban desde lejos y los extraños se ayudaban. Kino recordaba a su padre enfadándose cada vez que aquella noticia salía por la televisión.

      Pero en aquellos momentos la imagen que tenía de él era la de alguien despreocupado, que bajaba desde Atocha hacia el río con su macuto al hombro, llegando hasta las abandonadas naves del Matadero sin necesidad de pararse a preguntar a nadie más. Para asombro de Kino, quien se sorprendió del buen sentido de la orientación de su padre, puesto que se movía por aquellas calles como si ya las conociese.

      La zona que, aunque recientemente había comenzado de forma oficial a llamarse Usera, para todos los locales seguía siendo Carabanchel, ofrecía un paisaje que a Kino no se le parecía a nada que hubiese visto él en Madrid en todos los años que llevaba viviendo allí. Algunos de aquellos edificios le recordaban a las últimas casas que habían tirado por la zona en la que él vivía, por sus formas cuadradas, su poca altura y sus tejados naranjas (cuando Kino se estaba terminando de instalar habían empezado a derribar aquellas viejas viviendas, y en su lugar había ahora nuevas torres de apartamentos idénticas a aquella en la que vivía él). Sin embargo, aquel paisaje le recordaba más a los abandonados pueblos manchegos. Casas sobrias y austeras, funcionales, de acceso fácil y construcción sencilla. Las de Carabanchel eran casas baratas pensadas para obreros e inmigrantes (ya que más de las dos terceras partes de la población de Carabanchel en esos días venía de fuera de Madrid), y calles anchas con aceras espaciosas que parecían hechas a medida para que los niños de pantalones cortos y jerséis de rombos jugasen libremente, pero siempre a una distancia a la que alcanzasen a oír la llamada de su madre desde las ventanas.

      —No parece Madrid —dijo Kino—. Parece un pueblo.

      —Bueno, en Madrid se le llama barrio a lo que en otros sitios se le llama pueblo. Por proximidad, supongo. Como si siempre hubiesen sabido que la gran ciudad les iba a terminar absorbiendo tarde o temprano y que no tenía sentido resistirse intentando ser un municipio independiente.

      —Es que se me hace muy raro porque parecen las afueras de Madrid.

      —Es