Julio Rilo

Los irreductibles II


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a la línea 1. Kino no perdía detalle en cómo eran los vagones antiguos del metro, ya que por muy nuevos que estuvieran, a él le parecían piezas de museo con aquellas vías metálicas y los cableados eléctricos que tan poco eficientes eran en comparación con los sistemas de transporte modernos. En Plaza de Castilla se volvía a bajar, y subía hasta el intercambiador donde tomaba el bus que lo llevaría hacia Alcobendas.

      Salvo los días de verano que amanecía antes, era al salir de la boca de metro en Plaza de Castilla donde Ricardo veía el sol por primera vez. Y aún no estaba más despierto que cuando acababa de salir de su casa. Después de un aburrido trayecto en un bus que avanzaba traqueteando por las calles pobremente asfaltadas de aquella zona de la ciudad, Ricardo se bajaba en Las Tablas y desde ahí iba caminando tranquilamente, mientras se fumaba otro cigarrillo, a uno de los recientemente construidos polígonos industriales del barrio de Valverde, que era el lugar en donde se alzaba el edificio naranja que albergaba los estudios de la TVE, y donde se grababa el programa más importante de la televisión nacional. Teniendo en cuenta todos los trasbordos, raro era el día en el que Ricardo tardaba menos de dos horas en hacer el viaje desde la puerta de su casa hasta la de su trabajo, más el trayecto de vuelta por la noche, que a veces duraba más tiempo ya que era cuando había menos transporte público.

      Al llegar, siempre se quedaba charlando un rato con alguno de los conserjes a los que relevaba, o Humberto o Romualdo, quienes como llevaban doce horas allí plantados sin nadie que les diese bola solían tener ganas de palique. Cuando se iba el del turno anterior, Ricardo se cambiaba, y entonces por fin empezaba su jornada.

      —Menuda paliza.

      —Pues ese viaje me lo metía todos los días dos veces. Uno de ida, y otro de vuelta. Y no te creas que me fue fácil conseguir este curro —decía el fantasma de Ricardo mientras, una vez más, parecía rejuvenecer por momentos—, al principio no me querían ni recibir dentro del edificio al no tener yo nada que ver con la tele, y luego me tuve que enterar de cuál era la empresa que se dedicaba a contratar a los conserjes.

      —¿No era el propio estudio?

      —Qué va. Bueno, el caso fue que, tras mucho insistir, y un poco de suerte, conseguí el trabajo —dijo radiante Ricardo.

      —¿Un poco de suerte?

      —Uno de los conserjes que trabajaba aquí estaba cerca de jubilarse, y como ya le quedaba poco, a él lo prejubilaron y a mí me dejaron empezar aquí.

      —Pero ¿por qué era tan importante que trabajases aquí? Es decir, no es que empezases trabajando en ninguna tarea creativa ni de producción. Ni siquiera de asistente o ayudante. ¿Cómo fue que terminaste haciendo todo lo que hiciste si empezaste trabajando de conserje?

      —Verás, Joaquín, como ya te dije, el cargo o la profesión no era importante en este caso. Lo importante era trabajar en este estudio. Aquí era donde se grababa el Un, dos, tres… —Ricardo esperó una respuesta de algún tipo por parte de su hijo, pero no recibió nada más que un encogimiento de hombros—. ¡El Un, dos, tres…! ¿No sabes lo que era el Un, dos, tres… Responda otra vez?

      —No. ¿Qué era?

      —Pues el concurso más famoso y visto de España. Un concurso que lo vio una generación completa, y gran parte de las siguientes. Llegó a tener más de veinte millones de espectadores que, si ya era una burrada de audiencia en los años posteriores al boom de la tele en España, lo era más si tienes en cuenta que en los setenta solo había treinta y pico millones de españoles. Fue tan exitoso y popular que su formato se exportó a otros países como Reino Unido o Italia.

      —Me suena que en alguna otra sesión me comentaste que en España por esta época solo había dos canales de televisión.

      —Sí. ¿Y?

      —Que entonces es normal que fuese el concurso más visto, ¿no? —alegó Kino con una sonrisa burlona.

      —Pfff, tú no lo entiendes —contestó Ricardo ofendido.

      —Hombre, entiendo que para ti era importante trabajar aquí, pero lo que no entiendo es por qué.

      —Pues porque este concurso estaba producido por una de las mentes más lúcidas y brillantes de la industria audiovisual de la época.

      Enfrente de la puerta de entrada de los Estudios Roma, el joven Ricardo vestía su uniforme (camisa azul cielo y pantalón negro) mientras se apoyaba sobre su mesita con los brazos cruzados. La vista pendiente del reloj de pared, pues a esa hora solían terminar las lecturas de guion los domingos como aquel. Los primeros en abandonar los estudios solían ser los actores, músicos y artistas invitados, que a no ser que fueran grandes estrellas siempre iban a las lecturas y a los ensayos. Después de las modelos y secretarias del programa salía el presentador, el polifacético Kiko Ledgard, quien siempre con su peculiar vestuario (elegante pero excéntrico, con calcetines de diferentes colores o varios relojes) y sus buenos modales, salía despidiéndose de Ricardo, fría pero amablemente. Y, por último, cuando ya parecía que no debía quedar nadie más en el edificio que los vigilantes, conserjes y limpiadoras, salía la cabeza pensante.

       —Buenas tardes, don Narciso.

      —Buenas tardes, don Ricardo —contestó Chicho Ibáñez Serrador con su peculiar y melódico acento, un deje muy sutil de la mezcla de acentos de su Uruguay natal y su Argentina adoptiva, aunque muy bien disimulado con el mismo tono neutro que empleaban los locutores de radio españoles al hablar.

      Caminando por los pasillos de Televisión Española apareció un hombre que para Kino tenía aspecto de profesor de Historia, o de Lengua y Literatura. Era un hombre de facciones angulosas, aunque suavizadas por unos kilos que, aunque no le sobraban sí evitaban que se le pudiese llamar delgado. Tenía una abundante mata de pelo oscuro que se peinaba hacia la derecha salpicada con alguna que otra cana, y la tupida barba le tapaba los carrillos. Desde detrás de unas enormes y cuadradas gafas de cristal brillante se podían ver dos ojos de mirada penetrante que brillaban aún más que sus lentes, como si a través de su iris pardo se pudieran ver reflejos y destellos de todas las historias que constantemente tenían lugar en el interior de aquella cabeza tan imaginativa.

      —Por favor, don Narciso —dijo Ricardo algo apurado—. Me da mucha vergüenza que me trate de usted.

       —Y a mí me haces sentir viejo, pero tú sigues tratándome de usted. Que no hay manera, macho, por gente como tú envejeceré antes.

       —Bueno, pues haré lo que pueda por tutearlo.

      —¿Cómo «tutearlo»? Será «tutearte» —replicó Chicho fingiendo indignación.

       —Era para ver si estabas atento.

      Ambos se rieron.

       —Será descarado…

      —¿Qué tal la lectura, don Chicho?

      —¿Don Chicho no era el de «El Padrino»?

      —Sí, es verdad —contestó Ricardo riendo al caer en la cuenta de que su interlocutor tenía razón—. Era el cacique de Corleone.

      —¿Qué me quieres decir con eso, Ricardito? —Nuevamente se rieron los dos—. Ven, vamos afuera que necesito algo de aire.

      Como bien sabía Ricardo, lo que en realidad quería decir era que le apetecía fumar y, paradójicamente, al aire libre para respirar mejor. Cosas suyas. Si bien es cierto que a diario tampoco se cortaba un pelo a la hora de fumarse un puro en pleno estudio, que para algo era el jefe, ¿no?

      En el exterior, Ricardo se sacó un Ducados de la cajetilla, y Chicho movió la bufanda blanca que le colgaba por los hombros para coger de su chaqueta gris un Montecristo que tenía ya empezado, probablemente de cuando estaban enfrascados en la lectura del guion. Por la cara que lucía aquel día, probablemente tampoco fuera el primero ni el segundo.

       —Pues eso, ¿qué tal fue la lectura?