Julio Rilo

Los irreductibles II


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qué?

      —Pues por delincuencia, más que nada. Aunque yo nunca tuve ningún problema. Normalmente los chavales del barrio cruzaban el río, se afanaban una motillo y se iban hasta el barrio de Salamanca. Y ahí era donde se ponían a hacer tirones, donde estaba la pasta fácil, para los que no reventaban tiendas o farmacias.

      —¿Tirones?

      —Desde la moto, pasaban al lado de alguien con una mochila o un bolso y… —Ricardo hizo un gesto con el puño como si agarrase un objeto invisible que flotaba ante él—. Y bueno, también estaba la cárcel. Casi todos en el barrio conocían a alguien dentro a quien iban a visitar de vez en cuando, así que ese era otro motivo para no liarla demasiado cerca de casa. Una visita de vez en cuando estaba bien, pero tampoco se trataba de convertirse en compañeros de celda, ¿entiendes?

      —¿Y a ti nunca te atracaron?

      —Pues hombre… la verdad es que sí. Pero por el acento más que nada, porque se pensaban que estaba de paso por aquí (que tampoco era mentira), pero ya te digo que estos chavales no solían liarla por el barrio en el que vivían.

      —Ya, ya… Bueno, supongo que tiene sentido, por no atraer atención y tal. Pero eso, ¿te llegaron a atracar a ti?

      Ricardo suspiró, y acto seguido el ambiente en torno a ellos cambió. El joven Ricardo iba caminando una noche de vuelta a casa cuando de pronto, del hueco de un portal, aparecieron tres chicos que, sin pasar de los veinte el mayor de ellos, salieron perfectamente organizados rodeándolo en un instante y cortándole la retirada entre dos mientras que el tercero le apoyaba un pincho de cocina en la garganta. Ricardo, ante el susto, soltó una instintiva maldición en gallego, pero cuando se dio cuenta de qué era lo que estaba pasando, guardó silencio y pareció serenarse.

      —A ver, ¡turista! —dijo el del pincho con un marcadísimo y callejero acento madrileño—. Suelta la mosca que hay hambre.

      —¿Cómo que turista? Si yo vivo aquí. Soy del barrio. ¿En serio vas a atracar a un currito que apenas gana para vivir? Que vengo de echar doce horas en el turno, por favor…

      —¡A mí no me cuentes tu vida, figura, que no me interesa! —Y aunque intentaba parecer amenazador, a Kino no se le escapó que la voz le bailó un poco—. He dicho que sueltes la guita, ¡o prepárate para que te dibujen una sonrisa que no se te va a ir en lo que te queda de vida!

      El cuchillo se apretó contra las venas del cuello de Ricardo, y Kino también pudo sentir el recuerdo de lo afilada que estaba la hoja mientras esta se apoyaba en la piel de su padre. Ricardo alzó las manos, en tono conciliador.

       —Mira, yo te lo doy. Si quieres te doy todo lo que llevo encima, hasta los gayumbos. Pero antes te propongo una cosa. Ya te digo, el dinero es tuyo, pero, por favor, escucha lo que tengo que decir.

       —¿Qué pasa?

       —Te propongo que tanto tú como yo vaciemos nuestros bolsillos. Y el que tenga más dinero se lo da al otro. Yo ya sé que vas a hacer lo que quieras porque eres tú el que tienes la sartén por el mango. Pero venga, al menos déjame irme con la satisfacción de saber que le doy el dinero a alguien que lo necesita más que yo.

      El chaval se lo quedó mirando muy confundido y sin entender nada. Era un farol muy raro el que se estaba marcando aquel tipo de acento cantarín. Con una mirada rápida consultó las de sus dos cómplices, que se la devolvían igual de confundidos que él. Finalmente, uno de ellos se encogió de hombros, y el que llevaba el cuchillo, después de fijarse con un rápido vistazo en que Ricardo no llevaba ni cadena ni reloj, dijo por fin:

       —Venga. Pero eso sí. Como tengas tú más que yo, no solo te vas a quedar sin nada, sino que aún encima te vas a llevar una buena somanta, pollo.

       —No espero menos.

      Los dos que estaban detrás de él lo agarraron de los hombros mientras que el que parecía el cabecilla rebuscaba entre sus bolsillos y sacaba la calderilla que llevaba cerrada en un puño. Ricardo no tuvo que buscar, y en un breve movimiento recogió el contenido de su bolsillo derecho y se lo quedó en la mano con el puño todavía cerrado sostenido entre él y el del cuchillo.

       —Cuando quieras —dijo Ricardo.

       —Vamos, abre.

      Ricardo abrió la mano, a diferencia del quinqui. Pero la cara del joven delincuente cambió cuando vio cuatro míseras pesetas en la palma de la mano de Ricardo.

      —La puta que lo parió… —Agarrando el cuchillo con un par de dedos de la mano que sujetaba su dinero, usó la otra para registrar rápidamente los bolsillos de Ricardo, comprobando al instante que efectivamente ahí no había nada más— pues sí que está más tieso que nosotros —dijo el joven algo cohibido y volviendo a guardarse su dinero en el bolsillo y sin haber abierto la mano en ningún momento.

      —¿Qué haces, Lupas? —dijo uno de los que sujetaban a Ricardo por detrás.

       —Pues lo que parece. ¿Qué le vamos a mangar? Si no tiene na.

      —¿En serio que fue así como te libraste? —le preguntó Kino a su padre aguantándose la risa.

      Ricardo le devolvió la mirada con una sonrisa que mezclaba orgullo y felicidad a partes iguales.

      —La primera y última vez que me atracaron unos quinquis. Me hice amigo de ellos. —Alzó uno de los dedos y los fue señalando uno a uno, empezando por el del cuchillo y terminando por el que le había preguntado al otro que qué hacía—: el Lupas, el Jerez y el Potrillo.

      —¿El Potrillo? ¿Por qué le llamaban así?

      —Porque le gustaba demasiado el caballo. Más que a los otros, incluso. —La imagen de Ricardo se rascaba la nuca apesadumbrado, aunque en su rostro había grabada una sonrisa nostálgica—. Eran buena gente, pero en el fondo.

      —¿Y cómo es que ibas por ahí con tan poco dinero? ¿Tan tieso estabas?

      —Estaba bastante tieso, sí. Pero yo también sabía cuánto dinero necesitaba para coger el bus y el metro. Y siempre me llevaba algo más, pues para tabaco y picar algo por ahí. Tenía las cantidades muy bien medidas, y eso ayudaba a que no gastase más de la cuenta. Que me hacía falta ahorrar.

      —Dijiste que volvías de currar —dijo Kino después de un corto silencio—. ¿Dónde te tenían trabajando doce horas?

      —Pues verás, el día siguiente a encontrar piso fue cuando empecé a buscar trabajo. Y la verdad es que no me fue demasiado difícil encontrarlo.

      —¿En una ciudad que no conoces sin tener ningún tipo de contacto te fue fácil encontrar trabajo?

      —Bueno… he dicho que no fue demasiado difícil. Digamos que yo ya tenía un plan preparado y fui siguiendo los pasos.

      —¿Qué plan?

      —¿Sabes cuál fue mi primer trabajo cuando llegué a Madrid? ¿Nunca os lo conté? —Kino se encogió de hombros mientras negaba con la cabeza—. Pues debería haberlo hecho. Fue de conserje.

      —¿De conserje? —exclamó Kino muy extrañado—. ¿Y de qué manera esto era parte de tu plan?

      —Pues verás, mi plan no era tan estricto como para escoger una profesión que me sirviera de trampolín. Yo nunca planeé de qué empezaría trabajando, pero sí que planifiqué dónde empezaría trabajando.

      —¿Y dónde fue eso?

      —Pues en los Estudios Roma.

       IV

      Todos los días que no libraba, Ricardo se levantaba muy temprano y de muy mal humor al no ver el sol en el cielo. Desayunaba frugalmente y salía de su pequeño y austero piso