Laura Emilia Pacheco

El infinito naufragio


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      Llorosa Nueva España que, deshecha,

      te vas en llanto y duelo consumiendo…

      FRANCISCO DE TERRAZAS,

      Nuevo Mundo y conquista

      1

      La tierra desconoce la piedad.

      El incendio del bosque o el suplicio

      del tenue insecto bocarriba que muere

      de hambre y de sol durante muchos días

      son insignificantes para ella

      —como nuestras catástrofes.

      La tierra desconoce la piedad.

      Sólo quiere

      prevalecer transformándose.

      2

      La tierra que destruimos se hizo presente.

      Nadie puede afirmar: “Fue su venganza.”

      La tierra es muda: habla por ella el desastre.

      La tierra es sorda: nunca escucha los gritos.

      La tierra es ciega: nos observa la muerte.

      3

      Los edificios bocabajo o caídos de espaldas.

      La ciudad de repente demolida

      como bajo el furor de los misiles.

      La puerta sin pared, el cuarto desnudo,

      harapos de concreto y metal que fueron morada

      y hoy forman el desierto de los sepulcros.

      4

      Mudo alarido de este desplome que no acaba nunca,

      las construcciones cuelgan de sí mismas. Parecen

      grandes camas deshechas puestas de pie

      porque sus habitantes ya están muertos.

      Pesa la luz de plomo. Duele el sol

      en la Ciudad de México.

      5

      El lugar de lo que fue casa lo ocupa ahora

      un hoyo negro (y representa al país entero).

      Al fondo de ese precario abismo yacen pudriéndose

      escombros y basura y algo brillante.

      Me acerco a ver qué arde amargamente en la noche

      y descubro mi propia calavera.

      6

      Isla en el golfo de la destrucción plural indiscriminada,

      nunca estuvo tan sola esta casa sola.

      No se dobló ni presenta grietas.

      Contra la magnitud del sismo la pequeñez

      fue la mejor defensa.

      Sigue indemne, pero deshabitada.

      Nadie quiere ser náufrago

      en este mar de ruinas donde nada previene

      contra el oleaje de la piedra.

      7

      Del edificio que desventró en su furia salvaje

      al embestir el toro de la muerte,

      brotan varillas como raíces deformadas.

      Sollozan hacia adentro

      por no ser vegetales,

      capaces de hundirse en tierra, renacer,

      a fuerza de paciencia reconstruirse,

      y levantar lo caído.

      Raíces inorgánicas estas varillas que nada más soportan

      su irremediable vergüenza.

      Las vencieron

      la corrupción y la catástrofe. Parecen

      tallos sobrevivientes de árbol caído.

      Pero son flechas

      que apuntan a la cara de los culpables.

      8

      Entre las grandes losas despedazadas, los muros

      hechos añicos, los pilares, los hierros,

      intacta, ilesa,

      la materia más frágil de este mundo:

      una tela de araña.

      9

      Esos huecos sembrados

      con tezontle color de sangre

      o plantas moribundas

      que algunos llaman “jardines”,

      tratan de conjurar la omnipotencia de la muerte

      y no logran

      sino que llene su vacío la muerte.

      (Quizá “vacío”

      es el nombre profundo de la muerte.)

      Al pisar

      los monumentos que la nada erigió a la muerte

      sentimos

      que allá abajo se encuentran todavía

      desmoronándose los muertos.

      10

      Las fotos más terribles de la catástrofe

      no son fotos de muertos. Hemos visto

      ya demasiadas. Éste es el siglo

      de los muertos. Nunca hubo tantos

      muertos sobre la tierra. ¿Qué es un periódico

      sino un recuento de muertos

      y objetos de consumo para gastar

      la vida y el dinero y ocultarnos tras ellos

      contra la omnipotencia de la muerte?

      No: las fotos más atroces de la catástrofe

      son esos cuadros en color donde aparecen muñecas

      indiferentes o sonrientes, sin mengua, sin tacha,

      entre las ruinas que aún oprimen

      los cadáveres de sus dueñas, la frágil vida

      de la carne que como hierba ya fue cortada.

      Invulnerabilidad de los plásticos que en este caso

      tuvieron nombre

      y existencia de alguna forma.

      Acompañaron, consolaron, representaron la dicha

      de aquellas niñas que intolerablemente nacieron

      para ver desplomarse su futuro

      en el fragor de este fin de mundo.

      11

      Hay que cerrar los ojos de los muertos

      porque vieron la muerte y nuestros ojos

      no resisten esa visión.

      Al contemplarnos

      en esos ojos que nos miran sin vernos

      brota en el fondo nuestra propia muerte.

      12

      Esta ciudad no tiene historia,

      sólo martirologio.

      El país del dolor,

      la capital del sufrimiento,

      el centro deshecho

      del inmenso desastre interminable.