contraria a los atacantes, tropezando con los retrovisores de los coches aparcados en la estrecha calle.
No llegáis muy lejos.
El primer golpe apenas duele; un impacto seco desde atrás que te hace caer al suelo, dejándote la piel de las mejillas y la frente en las baldosas. Aún tienes la lucidez suficiente para entender que esto te está sucediendo a ti.
En vano intentas protegerte con los brazos desde tu posición vulnerable donde no alcanzas a ver la cara de vuestros agresores, solo las suelas de sus botas que se estrellan una y otra vez contra tu cabeza, acompañadas de esos insultos que has oído ya tantas veces en tu vida que ni siquiera te hace falta traducirlos del francés para entenderlos.
...maricones de mierda, fiottes, enculés, pédés de merde..., ¿no son siempre las mismas palabras? Repetidas una y otra vez, en el colegio o en las calles, o lo que es peor, dentro de tu cabeza, resonando incesantes, royendo tu autoestima desde su mismo centro hasta que apenas queda; no es tan distinto ahora, solo vienen subrayadas con golpes.
Rodando hacia un lado consigues recuperar el equilibro y ponerte en pie, y al ver a tu amigo tumbado en el suelo con la cara ensangrentada una furia visceral te hace hervir la sangre, y te lanzas con más desenfreno que técnica al contraataque... Pero ellos son más.
Ni siquiera recuerdas el golpe que te hizo perder el conocimiento. Despiertas varias horas después en la habitación aséptica de un hospital, asistido por una enfermera que comprueba el goteo del suero cargado de calmantes que te sumen en un profundo sueño.
Cuando vuelves a despertar tu familia y un agente de policía están a tu lado, pero tú no recuerdas nada, solo quieres saber si Oliver está bien; el agente te aclara que intentaste defenderle, pero que os dieron una buena paliza.
Nunca habías sentido un dolor así, emanando difuso de cada rincón de tu cuerpo, y cuando tu hermana te acerca su espejito de bolsillo con forma de corazón, no eres capaz de reconocerte en ese rostro amoratado e hinchado que te observa.
Respondes lo mejor que puedes al interrogatorio del agente, pero los detalles del ataque están borrosos. La prensa lo calificará como escalofriante ataque homófobo a dos turistas españoles y un travesti.
Tu selfie con la cara amoratada se vuelve viral, corriendo como la pólvora por todas las redes sociales y portales digitales de noticias, pero nada de eso te importa; tú solo quieres ver a tu amigo, y ante tu insistencia consigues que te acerquen en silla de ruedas hasta la habitación de Oliver.
Amiga, amiga... ¿por qué nos han hecho esto...?, alcanza a decir Oli antes de que ambos rompáis a llorar de pura rabia y frustración. Las lágrimas escuecen al pasar sobre las cicatrices recién cosidas, pero aun así aprietas la mano de tu amigo y os dejáis llorar por largo rato.
¡Ay, Álex...! Mira que pintas, ¡si parezco Jodie Foster en Acusados! A ver cómo compongo yo este estropicio....
Estalláis en risas dejando atónito al personal sanitario que os rodea. Pero tú sabes bien que esa risa es vuestra arma más poderosa contra la discriminación, contra todos aquellos que quieren apagar vuestra sonrisa.
Volvamos a París el próximo verano, Álex, volvamos juntos...
Volveremos, te lo prometo... ¡vaya si volveremos!
Dalida
Compruebas la hora en tu reloj y lanzas una ojeada al bigotudo que, unos metros más allá, te hace señas con la mano invitándote a seguirle mientras sonríe en cinemascope, y tú piensas ¡Qué coño!, ¡vamos a pasarla bien! ¡Vámonos con estos de fiesta! y Oli pega un respingo de alegría mientras anuncia que os apuntáis al bombardeo.
Perdidos en el bullicio de las calles, armando jaleo, buscando jarana, alguien del grupo pide un cigarro, otro apura una copa, roba un beso, mete mano, envía un mensaje fuera de tono sin esperar respuesta, comprueba direcciones, alguien pide un taxi y tú diciendo a todo que sí, que fantastique, ¡quelle fantaisie! y quiere la casualidad que en el taxi te toque sentarte junto a Omar Sharif, que resulta llamarse Erhan como pronto averiguas cuando al fin os presentáis, aunque con el alboroto no entiendes bien su nombre y te lo tiene que repetir dos veces, tres veces, acercando cada vez más su boca a tu oído hasta que te hacen cosquillas los pelos de su bigote, electrizándote con un escalofrío.
A diferencia de Oli, que sería capaz de hablar con una mismísima piedra encontrada en el camino, a ti te cuesta un poco más arrancar una conversación con un perfecto desconocido, sobre todo si no hay alcohol o música alta de por medio, y tu fracaso por sacarte de la manga alguna ocurrencia, algún comentario ingenioso para acercarte al muchacho turco te resulta frustrante, así que lo dejas para más tarde y te dedicas a observar a través de la ventanilla, preguntándote quién vivirá tras esas puertas y ventanas ahora a oscuras, y si serán felices por el mero hecho de vivir en París.
El taxi se detiene en una callejuela empinada de Montmartre, dejando atrás los fluorescentes burdeles y sex shops que iluminan de shocking pink las aceras de Pigalle, frente a un portal de formas labiales pintado de ardiente rojo lipstick, rouge de fachada Russian Red con grandes letras blancas rotulando Madame Arthur como en un poster de Toulouse-Lautrec. Uno de vuestros nuevos amigos, un muchacho de rasgos argelinos con ojazos negros se camela al portero que sin duda conoce de otras ocasiones para que os deje saltaros la cola y entrar cual invitados VIP al cabaret, para mayor alegría de Oli, que invade el local con ademanes de Farah Diba impératrice.
A la derecha tras el pequeño foyer, pasáis a una sala alargada y más bien estrecha, decorada con maderas nobles y pintada de verde oscuro como cristal de botella, con un par de recias barras de bar y una entreplanta desde donde asomarse al mínimo escenario cubierto con un telón de terciopelo rojo que ha conocido mejores días; huele a tabaco y a perfume de mujer, a maquillaje sudado y copas derramadas, un ambiente de cabaret decadente o de burdel con ínfulas de elegancia, iluminado por globos de vidrio que arrancan destellos al oropel de las molduras pintadas con esa pintura mala que hace a oro, pero que no es oro.
Invadís de inmediato algunas de las mesitas más cercanas al escenario, pero esta vez la fuerza del destino no te coloca junto a Erhan, ¡en fin! piensas ¡qué mala suerte!, cuando ya alguien grita Garçon! Garçon! S’il vous plaît... y pide un par de botellas de vino de la casa, blanco, barato y frío para todos, porque esta noche ellos invitan, ellos pagan todo porque están celebrando un no sé qué, un cumpleaños o algo por el estilo.
¡Pero a callar! ¡Que están bajando las luces!, ¡que se está pidiendo silencio al público, que el spotlight ya apunta al telón! ¡silencio! shhhhh...
...que comienza el espectáculo.
Un par de piernas ceñidas en medias cristal se cuelan entre los labios del telón, como recién nacidas, a lomos de un par de tacones de vértigo en charol negro, relucientes como el revólver de un asesino. La chaqueta de frac puro relumbrón de lentejuelas negras rielando bajo los focos, ¿y el cabello? Platino Marilyn, ¡por supuesto!, ¿y las cejas? Circunflejas e imposibles a lo Marlene, ¡faltaría más!, y el sombrero de copa, y los labios falsarios de profundo carmesí mintiendo con su mímica transformista, fingiendo cantar con su lip-sync sincopado...
...Show me the way to the next whisky bar...
El travesti lanza su hechizo y ya no estás en París, sino en algún oscuro sótano berlinés en 1945, por decir alguna fecha, y afuera, en la calle, todo es caos y destrucción, pero entre estas sórdidas paredes se está bien, la música es alegre y los chicos son fáciles