te vino con ese cuento? —Alcé las cejas.
—Sí —contestó, su mirada miel se fijó en la mía—. Solo dime la verdad. —Mi estómago se contrajo y no entendí el porqué, pero debía mantenerme ahí, fuerte, imperturbable, indiferente.
—No es algo que te deba importar, Alice.
—Claro que sí —expresó con inquietud—. Quiero saber si estoy encerrada con el hijo de Denovan. ¡Merezco saberlo! —elevó el tono de su voz.
Entendía completamente los cambios anímicos que sufría Alice dentro de ese lugar y con respecto a la situación en la que se encontraba. En ocasiones me causaba gracia, en otras, como estas, me desesperaba y me irritaba.
—Alice, cálmate —le pedí. Ella me observó con preocupación y nuevamente regresó al colchón para sentarse—. Marcus estuvo una noche con mi madre y luego la abandonó, de esa única y oscura noche nací yo —expliqué lo mejor que pude—. Marcus Denovan no significa nada para mí, es más, no quiero que vuelvas a decir que es mi padre. —La miré fijamente y ella continuó seria.
Todo lo que decía era verdad y en cientos de ocasiones se lo dije a Marcus en su propio rostro, así que no me interesaba que estuviese vigilándome detrás de las puertas.
—Ya basta, Alice. No quiero seguir hablándote de mi vida como si fuéramos amigos o algo parecido porque no lo somos.
Ella guardó silencio, fijó su mirada en el sucio suelo y comentó por lo bajo:
—Me hubieses advertido antes que eras el hijo de Denovan —susurró—. Puede que Joe tenga razón.
—¿Qué? —Alcé la vista para mirarla y me acerqué a ella. Me acomodé en cuclillas frente a ella. Alice se movió unos centímetros atrás con desconfianza, desconfianza y miedo que no quería que sintiera. Ni en un millón de años podría hacerle daño.
—Puede que Joe tenga razón —repitió en un tono más alto para que la escuchara.
—¿Razón? ¿Razón en qué? —inquirí con insistencia, pero ella desviaba su mirada para no hacer contacto visual conmigo.
—En que no debo confiar en ti.
Arrugué el entrecejo algo molesto, nuevamente me puse de pie y me quedé mirándola hacia abajo.
—¿Y te vino a decir: «Puedes confiar en mí»? —sonreí.
—Al menos él es más amable que tú. No quiero escucharte más —pidió—. Ni a ti ni a nadie.
Alice parecía más perdida de lo que ya estaba. Se sentó en el colchón con la espalda apegada en la pared, rodeó sus piernas, que se encontraban pegadas a su pecho y hundió en ellas su cabeza. No supe si estaba llorando o simplemente intentando dejar de pensar en el lugar en el que se encontraba. Podría haberme acercado, podría haber hablado con ella e incluso darle algunas palabras de aliento, pero mi madre y Debanhi estaban en mi cabeza y no podía abandonarlas justo ahora.
Alice Brenden
Por un momento se me había pasado por la cabeza que todo lo que había dicho Joe era una completa mentira, pero no. Todavía no podía asimilar que estaba frente a un hijo de Marcus Denovan, la cabecera de este perverso secuestro de treinta chicas inocentes.
No soporté demasiado todos los pensamientos que se encontraban en mi cabeza y comencé a llorar sin previo aviso, pero intenté, a toda costa, hacerlo en silencio. Ashton se mantenía en la otra esquina con la expresión de querer decirme algo, pero no lo hacía. Miré a mi alrededor, tomé la frazada que se encontraba encima del colchón y me acomodé para dormir.
Cuando desperté, sentí la desesperación escapar de mi cuerpo. Por primera vez, estaba sintiéndome completamente atada de manos y el agobio de estar ahí me sobrepasaba excesivamente. Rápidamente, me puse de pie y comencé a caminar de un lado a otro como cualquier persona en estado psicótico. No sabía por qué necesitaba caminar de un lado a otro, contar mis pasos, mirar las grietas en los muros, devolverme por los mismos pasos que había dado…, así una y otra vez.
Miré la puerta oscura y vieja que se encontraba con cerraduras y por el minúsculo espacio que quedaba debajo de la puerta comenzó a entrar luz, o al menos eso creía yo. Miré el picaporte de la puerta, lo tomé y giré la manilla, pero estaba completamente cerrada, sabía que estaba así, pero aun así había intentado imaginar que no. Mi corazón latía con fuerza. Caí sentada al costado de la puerta y nuevamente mis ojos se rebalsaron en lágrimas. Quería ir a casa…, con mi familia.
—¿Qué estás haciendo? —escuché su voz. Alcé la vista para mirarlo él frotó sus ojos y luego miró el reloj—. Son las siete y media, ¿qué sucede?
—Nada —contesté secando mis ojos con vigor.
—Vuelve a dormir, Alice.
Me puse de pie y con la poca dignidad que me quedaba caminé hacia el colchón bajo la intensa mirada celeste de Ashton. Me senté y comencé a mirar la pared que estaba frente a mí, pues era la única diversión que tenía.
—¿No dormirás? —preguntó.
—No puedo —respondí seca.
—¿Por qué?
—Quiero ir a casa —susurré—. ¿Cuánto tiempo me tendrán aquí?
—No lo sé.
—No quiero estar toda mi vida encerrada aquí —confesé—, ya no lo soporto.
—¿Y qué quieres que haga? —se acomodó con sarcasmo.
—¿Eres una mala persona?
—Soy un hijo de puta —respondió.
—¿Y estás orgulloso por eso?
—En ocasiones sí.
—¿Por qué?
—Porque así aprendí a vivir.
—¿Nunca has querido hacer algo bueno, una buena causa?
—¿Por qué lo dices? —Alzó su mentón con curiosidad.
—Ayúdame a salir de aquí —supliqué.
Él tragó saliva, miró a su alrededor y luego comenzó a hablar con frialdad.
—¿Me parezco a un ángel? —me preguntó con ironía—. Pues no lo soy, así que baja de esa jodida nube. No te sacaré de aquí arriesgando mi vida, no hables idioteces.
Me quedé congelada mirándolo. Su voz había sido de lo más terca y orgullosa. Aun así, no pude sentir el suficiente miedo que él quería, pues en sus ojos se reflejaba que ocultaba algo. Intenté tragar el nudo de mi garganta y comerme la lengua. Solo pude mirar un punto fijo en el cemento.
—Alice —murmuró, alcé la vista para mirarlo—. Soy un hijo de puta, sí, pero soy un ser humano. Soy real.
—Eres igual a Marcus —escupí.
- capítulo nueve -
—¿Qué? —Su rostro se tensó mirándome, casi como si hubiese dicho una broma de mal gusto.
—Eres igual a él —repetí.
—¡No hables estupideces! —alzó la voz con fuerza.
—¡Ya basta! —levanté la voz también intentando que dejara de gritar, pues me ponía los pelos de punta.
—¡¿Qué diablos pasa contigo?! ¡¿Qué diablos pasa por tu cabeza?! —se puso de pie mirándome hacia abajo—. ¿Crees que puedes venir y gritarle a quien sea cuando se te dé la gana?
Mis ojos se llenaron de lágrimas y cada vez me sentí más hundida en el colchón.
—¡Solo quiero ir a casa! —pedí a gritos. Me intimidaba,