Alberto Caselles Ríos

Cómo superar el trastorno bipolar


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con la sorpresa de que alguien ya había elegido por mi. Mi padre, empresario sin formación y hombre hecho a sí mismo, me tenía preparado como regalo, nada más y nada menos, que una empresa. Un hombre hecho a a sí mismo puede correr varios riesgos al llegar a sus propias conclusiones. Uno de ellos es pensar que lo que ha sido bueno para él, también tiene que ser bueno para los demás. Sin pretender hacer un retrato de mi padre y para resumir, sólo decir que se trata de una persona que responde muy bien al adjetivo diferente. A menudo brillante, pero también desesperante como un verano sin sol. Un buen hombre que tuvo la mala fortuna de conocer sólo el éxito y al que agradezco todo lo bueno que aprendí de él.

      Este puede ser un buen momento, aunque quizás prematuro, para explicar que me dedico a la escritura tal y como me sugirió: “tú estudias Ingeniería y luego haces lo que quieras”. Sin muchas ganas, accedí a su deseo de convertirme en ingeniero por vocación paterna. En este caso, y como casi siempre, mi padre tenía mucha razón. Lástima que tuvieran que pasar más de veinte años para que yo descubriera qué es lo que quería hacer con mi vida, el mismo tiempo que tardé en recordar estas palabras.

      También ha pasado mucho tiempo desde el día en que me convenció con un engaño tan inteligente como eficaz. Hasta aquí, nada excepcional. Pensar que yo he sido la única persona llamada a continuar una empresa como tradición familiar sería demasiado inocente. El único propósito de esta pequeña introducción es ilustrar las circunstancias vitales que contribuyeron a que mi cuerpo quedara reducido a un manojo de síntomas y necesitara, por prescripción facultativa, acudir con frecuencia a la farmacia para aliviar el sufrimiento. Aliviar el sufrimiento, sin ninguna duda, supone una mejora en el nivel de bienestar, pero sólo guarda un cierto parecido con el bienestar real. Un bienestar que parecía no llegar nunca y, desgraciadamente, estuvo ausente de mi vida durante más de quince años.

      Inicialmente, mi vida laboral en la empresa familiar fue una experiencia de dificultades de todo tipo, muchas de ellas debidas a rasgos de mi personalidad insalvables. Otras pude superarlas con el aprendizaje y, las menos, pero más significativas, se convirtieron en experiencias emocionales que hicieron tambalear mi estabilidad hasta necesitar ayuda médica.

      La sensación de pánico al verme al frente de una empresa no fue muy diferente a la que hubiera tenido si me hubieran otorgado el mando de un Airbus 380 para cruzar el Atlántico con quinientos pasajeros a bordo. La salud se quiebra definitivamente cuando una persona se siente desbordada, sin salida o las exigencias superan con creces a los recursos personales. Yo cumplí al mismo tiempo las tres condiciones y mi cuerpo dijo basta como primera señal de alarma. Mi primera depresión con la edad de treinta años transformó un dicho popular en uno nuevo: “nunca es tarde si la desdicha es buena”.

      En esta primera etapa mi aprendizaje fue excesivamente particular. Con el mismo resultado que si hubiera tenido que debutar en Las Ventas habiendo visto en la televisión del salón de mi casa todas las corridas de Manolete: un auténtico fracaso con pasaporte al hospital. La analogía no es sólo un recurso cargado de sentido del humor, encierra muchas similitudes reales. Mi padre, un verdadero artista en su ruedo natural, la empresa. Yo mismo, contemplando una faena que me resultaba tan ajena como una corrida de toros, con la única motivación de no salir corneado y sin muleta ni espada. Carencias de todo tipo me impedían evitar sufrir con una profesión tan respetable como cualquier otra, pero que no era para mi.

      Todavía hoy en día, aún en el caso de no sufrir el dolor crónico que padezco, me cuesta imaginar ocho horas en una oficina. Uno de los motivos principales es que tengo una necesidad de estimulación intelectual muy diferente a la que un trabajo rutinario me puede aportar. Las tareas que me encomendaban se dividían en dos tipos: las que podía desarrollar y las que me resultaban inalcanzables. Un pensamiento bipolar y, a la vez, muy frustrante. Las actividades rutinarias me impedían entrar en lo que se conoce como flujo: la placentera sensación de perder la noción del tiempo al estar plenamente concentrado e inmerso en una tarea concreta. Un verdadero problema teniendo en cuenta que, en la sociedad moderna, el noventa y nueve por ciento de los trabajos requieren si no, disfrutar de la rutina, sí ser capaz de sobrellevarla sin perder la salud. Lamentablemente, éste sólo era uno de los muchos problemas que me hacían imposible desempeñar mi profesión de una forma saludable y que no fui capaz de descubrir yo mismo. Tuvo que ser mi primera psicóloga quien lo hizo con un elocuente: “No llevas bien la rutina”. Podría continuar con una lista casi interminable de carencias que actuaban a modo de freno en mi quehacer diario como ingeniero, pero trataré de describir las más importantes en forma de sensaciones.

      La primera era la sensación de no poder soportar mi propia mediocridad, no en el sentido peyorativo del término, sino en el sentido de medianía: una persona más en el mundo que desarrolla su trabajo sin otra expectativa que cobrar un sueldo como única remuneración para compensar su tiempo y esfuerzo. El inconformismo es una forma de rebeldía y, equivocadamente o no, siempre he pensado que el trabajo tiene que servir para pagar las facturas y algo más. A lo largo de mi vida, me ha costado renunciar a lo que creo que es posible, sabiendo que esta actitud es siempre un arma de doble filo. Si lo intentas una y otra vez hasta hacerlo posible, estarás de enhorabuena porque tu vida alcanzará un nivel de bienestar y felicidad admirado por todos. ¿Y qué sucede si fracasas? El efecto será justamente el contrario y te hartarás de oir decir: “Te lo dije”.

      La segunda sensación, muy desagradable por cierto, era una falta de control sobre mi propia persona que acabó por inundar mi vida no sólo en el entorno laboral, sino en todos los ámbitos.

      Volvamos a la plaza de toros porque allí es donde se desarrolla la acción. Después de la primera cornada, en forma de visita al psiquiatra, tratamiento y sufrimiento como principal enemigo que combatir, la vida parecía regresar a una aparente normalidad. Hasta aquí, la historia de un torero de vocación heredada que ha sufrido su primer revolcón y sigue empeñado en brindar a su público una tarde de toros memorable. Hasta que finalmente aprende a dar sus primeros pases a toros sin complicaciones.

      Cuando vives en una sociedad en la que, si no eres un engranaje y no mueves la máquina, puedes acabar sintiéndote un inútil, el riesgo de deprimirse es importante. Y eso es exactamente lo que me sucedió a mi. Leer en un informe médico “episodio depresivo recurrente” me hizo plantearme si simplemente yo era una persona depresiva, como el que es calvo o italiano. En realidad, no creo que las personas depresivas existan como tal. Pero con toda seguridad uno puede acabar sumido en una depresión de la que corre el riesgo de no volver a salir nunca si no encuentra ayuda profesional adecuada. Los libros que procuran consejo para enseñarte cómo evitar la depresión, no alcanzan en número a aquellos que tratan de divulgar los secretos de la felicidad. Desconozco si en el mundo hay más personas deprimidas que infelices o viceversa, pero la evidencia es que el mercado, aunque trata de satisfacer las necesidades del hombre, pocas veces lo consigue. La cuestión es que mi autoestima, cuando una profesión frustrante me convirtió en una persona frustrada, se vio gravemente resentida.

      Dos años después, decidí buscar una mejor plaza donde torear con la intención de descubrir dónde estaba el problema. Una nueva sorpresa estaba esperándome en una multinacional, a la que accedí con una facilidad asombrosa y una ilusión desbordante. Tan desbordante que el torero se convirtió en toro y salió al ruedo derrapando y con la energía contenida de un animal atado a la sombra de un gran árbol durante demasiado tiempo.

      Encontrarme de frente con una ocupación ilusionante, tras muchos años sintiéndome en cierta manera un inútil, tuvo como resultado un nuevo récord de ventas en la sección de la que era responsable. Aunque, en realidad, el récord fue doble: pasé de ser una persona motivada y feliz a una persona deprimida en el tiempo récord de cuatro meses. Quien al llegar aquí haya podido pensar que el protagonista de esta historia ya había conocido lo que es la euforia, no fue así. De hecho, el diagnóstico de trastorno bipolar llegó años después. A pesar de ello, no tengo ninguna duda de que esta experiencia, entre otras, fue la primera señal de alarma y el eslabón necesario para que un día apareciera inesperadamente en mi vida la euforia.

      Aunque la experiencia así contada pueda parecer incluso divertida, el deterioro de mi salud durante los cuatro años que comprenden esta etapa de mi vida fue creciente. Además, muchas veces el sufrimiento emocional es