Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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o brutal dimensión melodramática familiar, jamás logrando eliminar sus huellas por completo, insinuando en ecos sus anquilosados tentáculos aún en acción, a modo de resabios de relatos mentirosos y deformantes sustanciales de la realidad que acechan por todas partes, a semejanza de los embustes que asesta sin piedad ni pudor ni culpa el pequeño héroe encantador (diríase barruntando verbalmente en germen a El hombre que miente de Alain Robbe-Grillet, 1968) a cuanta criatura cruce por el camino que hace al andar. Y la aventura peregrinante ha sido el espejismo de un embeleco visual sin darnos cuenta entrañablemente exotista y antipatético.

      El paralelo inexorable

      Submarino (Submarino)

      Dinamarca-Suecia, 2010

      De Thomas Vinterberg

      Con Jakob Cedergren, Peter Plaugborg, Patricia Schumann

      En Submarino, sexto largometraje en la atropellada carrera del pionero del renovador radical grupo danés Dogma ‘95 Thomas Vinterberg ya de 41 años (Festen, la celebración, 1998; Calles peligrosas, 2005), con guion suyo y de Tobias Lindholm basado en la novela homónima de Jonas T. Bengtsson, el inestable desempleado y lumpen irascible con recuperada exmujer despectiva Nick (Jakob Cedergren) es violentamente incapaz de sostener relación afectiva de ningún tipo, apenas dejándose usar por la degenerada madre drogadicta impedida de ver a su triste vástago Sofie (Patricia Schumann) y tolerando que ésta se ofrezca como iniciadora sexual del patético cuate obeso obsexo Ivan (Morten Rose) que la acabará estrangulando en su primer coito y huyendo para que su amigo protector sea enviado a prisión, guardando un silencio cómplice, pero, mientras esto ocurría, el Hermano Menor junkie de Nick (Peter Plaugborg) lidiaba con su adicción heroinómana, penaba por sostener a su tierno hijito que no superaba el kinder Martin (Gustav Fischer Kjaerulff), heredaba una fortuna de su madre, compraba droga de calidad magnífica para revenderla ineptamente, dejaba pasar a una maestra redentora, se hacía capturar por la policía callejera, coincidía apenas con su hermano en la cárcel y se suicidaba. El paralelo inexorable se hace evidente, y hace evidente el prefijado destino trágico de los dos hermanos, al obedecer con severidad una estructura ingeniosamente malvada que plantea por los menos tres innovaciones distintas, distantes y distanciantes: uno, preceder / concluir las dos historias por un largo y desgarrador prólogo / epílogo, en el que ambos personajes aparecen predeterminados desde la infancia, tanto por la presencia ominosa de la golpeadora madre borracha que se meaba tirada en el suelo de la cocina, como por el accidental deceso de un hermanito bebé, recién bautizado al azar de un Juego de Submarino (corriendo el dedo por una página del directorio telefónico) para elegirle nombre, líricamente; dos, lanzar la historia del Hermano Menor semanas atrás de la muerte de la madre común y hacerla avanzar coincidiendo con signos exteriores estratégicamente calculados y colocados (la madriza callejera de Iván, un autoexcitado TVprograma de concurso, el telefonema de mudo), como si la vida de cada hermanos dependiera de la del otro, a modo de una vía abierta y cerrada hacia idénticos fines (la desazón / derrota / prisión) que los atrapa en anillo, en una circularidad fatal / fetal, y la tercera novedad paraliteraria será la eliminación de todo nombre propio para referirse al Hermano Menor, como si sólo se tratara de un reflejo, un derivado secreto o un doble monstruoso de su Hermano Mayor. El paralelo inexorable se apoya en una tan hábil cuan lábil utilización de la música de Kristian Eidnes Andersen, cambiante esquizofrénica y en implacable contrapunto, alternativamente irónico, eufórico, acezante, correteante, pop frenética, coral o con órgano sacro. El paralelo inexorable narra sólo, cual neblina invernal otra, las aventuras de la mano pavorosamente dañada del héroe tras moquetear de rabia un teléfono público: herida, ensangrentada, intolerable, hinchada, puesta a desinflamar bajo la ducha hirviente, podrida y por último mutilada, medio tema medio variación, medio salvadora pragmática (no pudo estrangular a nadie) medio inconsútil, pero siempre alegórica patentizadora de una degradación y un descontrol de pústula que avanzan implacables. Y el paralelo inexorable hace que todas sus sordideces confluyan y se subsanen para redefinir, con febril vigor elíptico y limpieza expresiva antiBiutiful, a la tragedia moderna como las consecuencias de una irremediable pérdida de control sobre sí mismo y un demoledor enfoque de la desintegración familiar (escarnio a los padres que impiden la estructuración de sus hijos, tipo La regata del vecino belga Bellefroid, 2009), no obstante desembocando en un esperanzado apretón de manos padre putativo / sobrino adoptado ante el altar del autoperdón (“Algún día te diré por qué te llamas Martin”).

      La tragedia soterrada

      La mujer que cantaba (Incendies)

      Canadá-Francia, 2010

      De Denis Villeneuve

      Con Lubna Azabal, Mélissa Désormeaux-Poulin, Maxim Gaudette

      En La mujer que cantaba, cuarto largometraje del quebequense de 37 años Denis Vileneuve (Un 32 de agosto sobre la Tierra, 1998; Maelström, 2000; Politécnico, 2009), con guion suyo basado en la pieza mundialmente impactante Incendios del poeta dramático libanés en idioma galo Wajdi Mouwad, los gemelos canadienses de origen árabe Jeanne (Mélissa Désormeaux-Poulin) y Simon (Maxim Gaudette) descubren por el testamento de su misteriosa madre Nawai Marwan (Lubna Azabal) que su padre aún vive y cuentan con un tercer hermano, a quienes tienen la obligación moral de buscar para que su madre pueda ser enterrada con regularidad, pero el hermano se rehúsa furioso por el momento, mientras la hermana experta en matemáticas puras viaja al país natal materno para seguir sus huellas. La tragedia soterrada se estructura por segmentos, como un stationendrama, donde cada fragmento equivale a una estación del Vía Crucis, para acompañar el doble periplo de la madre y la hija, primero, y de la madre-hijo, después, por etapas en paralelo geográfico-temporal-histórico que llevan, cada una, cual invocaciones-fetiche, el nombre de personajes presentes o resucitados (los gemelos, Abu Tarek), de alguna ciudad (Daresh), una región (El Sur) y una cárcel (Kfar Ryan), al interior de un devastado país innombrable-imaginario que no puede ser sino Líbano. La tragedia soterrada va enriqueciendo, en exclusiva y par défaut, el intensísimo heroísmo en flashbacks de la madre, enfocada y diversificada a través de sus numerosas condiciones cambiantes: novia preñada para la deshonra familiar y la brutal venganza fraterna, hembra primordial e inextirpablemente ultrajada sólo reivindicable por el estudio, estudiante insurrecta, madre en busca del hijo de orfanato incendiado en plena guerra sin cuartel, activista política homicida a quemarropa, presa número 72 que sigue cantando en un rincón de su celda aunque la torturen o violen y embaracen para vencer su voluntad inflexible, parturienta de dos nuevos gemelos enviada a Canadá para iniciar una nueva vida, secretaria protegida de un generoso notario (Rémy Girard) para descubrir con horror que ha sido preñada por su propio hijo envilecidamente crecido como máquina de matar y torturar, o anciana mártir petrificada por la culpa moribunda. La tragedia soterrada se da el lujo de prescindir y sacrificar todo desarrollo de sus personajes en presente, volviéndolos meras figuras decorativas, cual inmutables estatuas sensibles, con el objeto de volcarse sobre las tremebundas peripecias del pasado y la develación del secreto, el múltiple secreto materno, tribal y nacional, pletórico de sorpresas, revelaciones, golpes de efecto sin pudor ni atenuación y signos-ámpula a la vez neofolletinescos (sobres, herencia, promesa incumplida) y neohelénicos (imposibilidad de entierro normal, línea reivindicadora del honor, dignidad post mórtem) o simple y llanamente superedípicos. La tragedia soterrada reclama de manera tan irritante cuan insistente una profundidad a priori, más lírico-elegiaca que dramatúrgica, más en clave declamatoria y memoriosa que intuitiva o aventurera, más escrita en perfiles recortados sobre backgroungs-contexto que se incendian y sobre torturas o ignominiosos crímenes bélicos en elipsis o en off. Y la tragedia soterrada se aferra finalmente al motivo visual de la piscina sin o con agua que era recurrente a lo largo del film entero, para terminar perdonándolo todo porque a fin de cuentas “nada hay más bello que estar embarazada”.

      El perdón ilusorio

      Aguas turbulentas (DeUsynlige / De osynlige)

      Noruega-Suecia-Alemania, 2008

      De Erik Poppe

      Con Pal Sverre Valheim-Hagen, Trine Dryholm, Ellen Dorrit