Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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o como la CIA de Alan J. Pakula (Asesinos, S.A., 1974) y Sydney Pollack (Los tres días del cóndor, 1975) o como la banca transnacional de Tom Tykwer (Agente internacional, 2009), por ejemplo, atreviéndose a exponer la parte podrida, solapadora y verdugo de las víctimas que supondría defender, de una respetabilísima institución frágil e intocable, en adelante vista al nivel de cualquier agrupación cómplice de viles mafias proxenetas esclavistas o Zetas exterminadores, con jugosas ganancias personales y jerárquicas desde la perspectiva de una ruda versión femenina del impoluto incorruptible Serpico (Sidney Lumet, 1973), en las antípodas de nuestra Ana de la Reguera en el abyectito Backyard-el traspatio (Carlos Carrera, 2008), capaz de arrostrar lo que sea. El tráfico humano parecería, desde el coincidencial nombre mismo de su protagonista un ferviente homenaje al vigoroso cine trepidante tan poco femenino entre comillas de Kathryn Bigelow (de Acero azul, 1990, a Zona de miedo, 2008) y, por extensión, a todo el thriller hecho por mujeres fuertes desde fines del siglo pasado a la fecha, o sea, a fuer de energía y reciedumbre inesperadas, destellando sin falla ni temblor de mano a la hora de expresar la brutalidad vivida por las chicas (esas fotos ostentosas de cruentas vejaciones, ese inmostrable castigo-empalamiento con fierros leído menos en la mostración directa que en las reacciones dolorosas de la torturada y los rostros aullantes de las chicas obligadas a presenciarlo), el asalto de paranoia absoluta de la heroína (esos espectros sospechosos que se cruzan por los pasillos del edificio-búnker de cristal), el atroz pánico paralizante de las inermes chavas endeudadas eternas sin pasaporte ni esperanza (al estilo Las Poquianchis de Felipe Cazals, 1976, a dimensión mundial), la sensación de pérdida de inmunidad / impunidad o el acoso con solidario derrumbe solitario. Y el tráfico humano sólo pretendía dar lugar a una brutal cinta sumaria y útil que, pese a sus golpes de sorpresa finales, sirviera de algo ante la constatación de 2.5 millones de víctimas actuales de la ancestral trata de blancas (y sus familias y amigos cómplices).

      La burbuja clasista

      Zona sur

      Bolivia, 2009

      De Juan Carlos Valdivia

      Con Ninón del Castillo, Pascual Loayza, Juan Pablo Koria

      En Zona sur, opus 4 del autor total boliviano reinventándose como cineasta formalmente radical en la cuarentena con actores no profesionales Juan Carlos Valdivia (Jonás y la ballena rosada, 1995; American visa, 2005; El último evangelio, 2008), la opulenta mujer ajada y sin marido Carola (Ninón del Castillo) vive en el ocio más acosado, clausurado y de fortuna menguante, al interior de una gran casa ultramoderna con inmenso jardín en la exclusiva zona sur de La Paz, al supuesto cuidado indiferente de su encantador hijo pequeño obsedido con remontar el vuelo añorante desde los tejados Andrés (Nicolás Fernández) y de sus bellos ociosos hijos adolescentes en bella crisis de malestar invisible, la lesbiana tolerada Bernarda (Mariana Vargas) siempre empiernada con su amiga despreciable por clasemediera Érika (Glenda Rodríguez) y el erotizado universitario proclive a continuar sus estudios en el extranjero Patricio (Juan Pablo Koria) siempre encima de su demandante novia idéntica a mamá hasta en el nombre Carolina (Luisa de Urioste), todos auxiliados por la servidumbre indígena aymará fiel a rabiar compuesta por la dócil jardinera Marcelina (Viviana Condori) y el estoico madurón cocinero o vestidor milusos e innombrable padre-esposo putativo asexuado Wilson (Pascual Loayza) que tolera seis meses sin paga porque aprovecha las ausencias familiares para ducharse, encremarse y perfumarse en el baño de los señores, hasta que la burbuja clasista-racista revienta cuando el hombre es acompañado por el niño para enterrar en el lejano pueblo a su propio hijo y un buen día la aborigen adinerada Comadre Remedios (Juana Chuquimia) se presenta para comprarle generosamente la mansión a su dueña que apenas duda en empacar y largarse de ese suntuoso reino fuera de la realidad. La burbuja clasista plasma e interpreta tan acerba cuan plásticamente la realidad cambiante boliviana sometida a las reivindicaciones de Evo Morales (omnipresente en La Prensa) y la mudanza de poderes y élites, a modo de un multívoco réquiem decadente pero fervoroso, interpretado al unísono por una prodigiosa música mutable-disonante-metafolclórica de Cergio Prudencio, una deslumbrante dirección de arte de Joaquín Sánchez y una flamígera fotografía virtuosística aunque pálida y blanda de Paul de Lumen, en todo momento protagónica, plena de alardes aéreos y figuras petrificadas tras las ventanas. La burbuja clasista lee lo real maravilloso urbano como un retablo en el que, más allá de la zona áurea pictórica y demás, cada rincón de cualquier imagen puede ser activada, recorrida, y significa en sí, pues la cámara presa de su propio movimiento perpetuo, en un suave arrebato indetenible, efectúa una surte de frenética deambulación dulcificada e interminable, por encima de cualquier fotogenia, hurga el espacio y crea espacios laberínticos sin parar ni contemplar ninguno en especial, a fuerza de pannings a la derecha y envolventes travellings circulares (en ocasiones más allá de los 360 grados), vuela por los aires desde el techo-refugio del niño como si flotara con sus alitas artificiales, excluye figuras, detalla objetos / aspectos / rincones / visiones de la regia mansión cual si se tratara de un magnificente ámbito apacible, una cuna blanquecina con modorra, una ciudad-ectoplasma en virtual estado de sitio, un gran vientre nutricio en fúlgida descomposición, un omphalos sin cesar reinventado por una verdadera metafísica del panning lateral a la derecha. Y la burbuja clasista ha percibido los enfrentamientos interfamiliares y la condición anómala de la servidumbre aborigen como amenazas latentes pronto virulentas que, tras desatarse con grúa bajo el estacionado cielo gris del ancestral sepelio nativo y al cambiar el giro de la cámara hacia las izquierdas, desembocarán en una crónica del derrumbe de la clase parásita, con íntima (y a la vez épica) tristeza reaccionaria.

      El desconcierto bélico

      Armadillo (Armadillo)

      Dinamarca, 2010

      De Januz Metz

      Con intérpretes no profesionales

      En Armadillo, debut en el largometraje del documentalista danés de 36 años Januz Metz (Navegantes de pueblaco, 2006; Amor para repartir, 2008; Boleto al paraíso, 2008), con guion suyo y acreedor al gran premio en la semana de la crítica de Cannes 2010, los jóvenes Mads, Daniel y un puñado de soldaditos daneses más (a los que encarnan ellos mismos) son registrados en vivo y en directo por un cineasta y el camarógrafo Lars Skree que habrán de acompañarlos, como miembros de las Fuerzas de Paz de las Naciones Unidas, desde su entusiasta partida hacia Helmand, en el frente de batalla del Afganistán pos11 / 09 contra los talibanes, hasta su retorno seis meses después, habiendo sido destacados en el puesto de avanzada Armadillo al lado de otros 170 reclutas ingleses y compatriotas, habiendo pasado por todo tipo de evacuaciones de civiles y ataques solapados, habiendo sufrido el inevitable desconcierto y el desencantado cinismo creciente entre sus correligionarios cascos azules. El desconcierto bélico bate y burla al cine estadunidense en su propio terreno genérico-bélico por excelencia (La caída del halcón negro de Ridley Scott, 2001) y ahí donde más le duele (Zona de miedo de Kathryn Bigelow, 2008), pues lo que allá era rescate heroico pese-a-todo, aquí es confusión perversa o riesgoso caos entre los amigos y los enemigos a la hora de la verdad en el combate (como no había ocurrido desde Los rojos y los blancos del húngaro Miklós Jancsó, 1967), mientras prevalece una versión descarnada y desglamourizada, pero por desgracia insistentemente shocking de todos los hechos consignados, pese a haber sido intensamente vividos, bien valorados en su carácter genuino e impecablemente editados por Per K. Kirkegaard. El desconcierto bélico secreta así una anticonvencional docuficción, que, curiosamente, en esencia y en acto, acaba pareciéndose demasiado al bombástico cine poshollywoodesco con mil efectos digitalizados que pretendía contrastar, tanto por su búsqueda de ángulos espectaculares, como por su ampulosa andadura descriptivo-narrativa y por los aspectos de la guerra ya muy manidos que destaca, en contrapunto con el célebre Restrepo (Tim Hetherington y Sebastian Junger, 2010): la cotidianidad plasta en el campamento y sus incertidumbres, la amistad viril hawksiana, la alta tensión de la espera en avances y conatos de enfrentamiento, el carácter carnicero y súbito de las refriegas contra irreconocibles enemigos demasiado semejantes a los supuestos aliados, pero rematables ésos en número de cinco, heredando culpas y testigos incómodos. El desconcierto bélico pone en irrisión tanto los ideales pacifistas como el supuesto sentido humanitario de la invasión,