Jorge Ayala Blanco

El cine actual, confines temáticos


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aunque menos complacientes en su crueldad, allí donde las deudas y los rescates resultan imprescindibles para la sobrevivencia de los seres queridos, de todos los demás o, antes que nada, de la propia. Y la violencia autocorrectora juega con afectuosa inteligencia al insólito cotidiano, como el repentino acribillamiento por equivocación del niño árabe que cambiaba una llanta (en expeditiva escena digna de La virgen de los sicarios de Vallejo-Schroeder, 2000), el fuego cruzado al interior de un restaurante asaltadazo en flashback, el conciliábulo de avenencia por piadosa mediación tribal-crimenorganizada, la clandestina venta callejera de armas a través del agujero de una pared carcomida, el policiaco antipoliciaco zafarrancho individual por la osamenta fraterna en descampado, el omnipotente repudio de tus comunidades minoritarias por congeniar con los judíos dominantes, el acuchillamiento de un viejo en bolita golpeadora por protestar contra unas nocturnas ovejas ruidosas y la conclusiva emboscada traidora en el estacionamiento cual nudo gordiano de afanes y amores truncados, hasta hacer perdidizas a la culpa y a la inocencia, tanto como a la condición de víctimas o verdugos y a las cruciales ideas mismas de la maldad y la salvación imposible.

      El belicismo enclaustrado

      Líbano (Lebanon)

      Israel-Alemania-Francia-Líbano, 2009

      De Samuel Maoz

      Con Oshri Cohen, Yoau Donat, Itay Tiran

      En Líbano, debut como autor total del israelita de 47 años reelaborando experiencias vividas a sus 20 Samuel Maoz (documental previo: Eclipse total, 2000), un comando de inexpertos soldaditos israelíes integrado por el rebelde verbal Hertzal (Oshri Cohen), el aterrado conductor hiperdependiente de sus padres viejos Yigal (Michael Moshonov) y el artillerito que no se atreve a disparar Shmuli (Yoau Donat), guiados por el improvisado comandante sin don de mando Assi (Itay Tiran) y supervisados en clave de Cenicienta por el desentendido supervisor autoritario Jamil (Zohar Shtrauss), ha sido enviado dentro del tanque Rinoceronte el primer día de la primera guerra de Líbano (6 de julio de 1982), a una aldea islámica libanesa supuestamente diezmada por la fuerza aérea Águila y por ende en paz, mas no tardarán en ocurrir en torno suyo enfrentamientos y exterminios inesperados, la captura de un resistente musulmán que será atrozmente amenazado por un falangista católico libanés, y ataques arteros por callejuelas laberínticas que poco a poco volverán inservible al solitario tanque y orillarán a su comandante al enloquecimiento. El belicismo enclaustrado evoca los horrores de la guerra desde el encierro sin salida, adoptando el pesadillesco punto de vista extremo del más inhumano no-grupo humano imaginable, aunque con mirillas y teratológicos movimientos sincopados de periscopio tipo El submarino de Petersen (1981), y a partir de su dinámica lastrada en las hostiles aldeas de ocupación y el fracaso por el fracaso de una misión inicial que debía encadenarse con otras a cumplir de la manera más burocrática, pero que naufraga en una forma tan inepta cuan inmisericorde. El belicismo enclaustrado incursiona en una suerte de poesía / antipoesía de la crueldad de la guerra vivida, proclive a los abismados abismos docuficcionales de Armadillo (Januz Metz, 2010), o los límites de la fantasía culposa del Vals con Bashir (Ari Folman, 2008), dentro de un subgénero fílmico satirizado por los chocarreros críticos israelitas como de “balea y llora” (Ariel Schweltzer dixit en Cahiers du cinéma num. 640, octubre de 2009, que se extienden sin término posible, hasta incurrir en una especie de masoquista pornografía del exterminio, tanto en lo físico más inminente (esa aldeana desnudada en su demencial búsqueda callejera de la hijita sacrificada), como en lo moral, donde los reclutas invasores resultan blancas palomitas junto a sus sádicos aliados locales, y como en lo simbólico, donde las efigies de los jóvenes reclutas traumatizados se reflejan precursora pero definitoriamente en los charcos de orines acumulados en el fondo del tanque, entre el predominio gozoso de los acribillamientos inasibles por el ojo, la sanguinolencia omnipresente, la tortura psicológica, la delirante afeitada antes del avance suicida y la eterna crisis de rostros convulsos en planos cerradísimos cual cristalizaciones constantes de una única pulsión de muerte. El belicismo enclaustrado arranca y concluye con la misma imagen de una pradería de girasoles, que son los únicos momentos en que la cámara se permite abandonar el interior del tanque, pero la primera enseña un campo vacío en tono inaugural, engañosamente idílico, y la última muestra al tanque varado, sembrado en la profundidad del campo, ilustrando sin piedad la inscripción humanística límite que figuraba dentro del carro mortífero ahora por completo fuera de servicio, inutilizado, ya chatarra prematura: “El hombre es de acero, el tanque es sólo un trozo de hierro”, de modo contrastante, irónico, incólume en la quietud y el silencio, inmaculado como al principio.

      El fanatismo antirradical

      J. Edgar

      Estados Unidos, 2011

      De Clint Eastwood

      Con Leonardo Di Caprio, Armie Hammer, Naomi Watts

      En J. Edgar, film 32 del estilista supremo poshollywoodense de 81 años Clint Eastwood (aún más polémico que en Invictus, 2009, y Más allá de la vida, 2010), con guion de Dustin Lance Black (autor también del sumariamente abrumador Milk, un hombre, una revolución, una esperanza de Van Sant, 2008, así como director de documentales activistas gays), el provecto exbibliotecario del Congreso de Washington vuelto fundador del FBI e inextirpable director suyo a través de ocho administraciones presidenciales J. Edgar Hoover (Leonardo Di Caprio tras su Howard Hughes de El aviador, 2004, ya en plan de nuevo transformista Paul Muni multibiográfico) dicta a diversos secretarios tiránicamente interrogados sus memorias, de 1924 a 1972, tanto persiguiendo el ideal de fichar / capturar / deportar / exterminar a todos los radicales de izquierda y a los grandes capos del floreciente crimen organizado, para él igualmente enemigos de la nación, como padeciendo la dependencia de los delirios de grandeza de su madre Anna Marie (Judi Dench), su romance fallido con la mecanógrafa demasiado preocupada por su carrera Helen Gandy (Naomi Watts), su atroz incapacidad para bailar, su intensambigua relación homosexual jamás asumida con su guapísimo amigo subalterno Clyde Tolsen (Armie Hammer), sus numerosos tropiezos narcisistas y su rabiosa intolerancia ante la irrupción de los movimientos pro derechos civiles de los años sesenta. El fanatismo antirradical plantea la contradicción interna que subyace en todo destino humano compulsivamente elegido: el represor límite (de los demás, de sí mismo) y el acomplejado usurpador perfecto de glorias ajenas, por un lado, y por otro, el visionario acosador de absolutos que creyó en los archivos delictuosos (incluyendo los del propio Nixon), el Hombre Más Poderoso (y Siniestro) del Mundo que favoreció el desarrollo de los métodos criminalísticos más avanzados (ese asesino del bebé Lindbergh atrapado por los signos de la madera) aún hoy vigentes, el monstruo revelador del espíritu social estadunidense del siglo XX. El fanatismo antirradical obedece el consejo orsonwellesiano tardío de nunca juzgar al prójimo, al hacer la vivisección de este megalómano prototípico (hijo de padre hipotético y madre dominadora-castrante), este castrado ideal y siniestro, anclado en sus hazañosos recuerdos de septuagenario racista / homofóbico / anticomunista visceral y automutilado de sus afectos inexpresables, con ruindades y fortalezas jamás subrayadas como tales, ni en la ridícula declaración amorosa de rodillas, ni a la hora de la muerte materna o de la propia, sólo permitiéndose la simultaneidad por montaje de poder hallarse ante la misma mesa del restaurante habitual y sobre idénticas gradas del hipódromo en dos tiempos distintos, para vivir su Secreto en la montaña (Ang Lee, 2005) y en La escalera (Stanley Donen, 1969) alternativamente, de manera sospechosa, delatora, decadente, tristísima. El fanatismo antirradical se basa en recursos dramatúrgico-expresivos tan hábiles y bastardos cuan todoabarcadores, exacerbados hasta una feria hollywoodesca clásica-arcaizante de efectismos infalibles: el efectismo de las grandes actuaciones sobrenatura (Di Caprio en permanente Do de pecho hasta el bochorno), el de la antiglamourosa fotografía plumbea-verdegris de Tom Stern, los maquillajes-guiñol (entre Kane envejecido y El curioso caso de Benjamin Button de David Fincher, 2008), la ausencia casi total de vida privada con paroxismos acariciantes-acuciantes, la misoginia rampante (esa asexuada secretaria gustosamente sometida a perpetuidad y destruyendo los archivos secretos aún post mórtem), la música en culminación perpetua por el propio realizador, el sentimentalismo melodramático tanto sublime como ramplón, y las grandes frases para la Historia, pues aquí sólo se profieren últimas